El grito rasgo su cuerpo como un cuchillo a la noche, dejando gotas de estrella caer estrepitosamente en el cielo. Cuando ya todos estaban con su pelo descansando sobre almohadas de pluma o cartón, antes de abrazar sus deseos más íntimos en lo profundo de su conciencia, se levantaron de golpe para encontrar una noche roja sin estrellas llorando de dolor y mostrando su herida al mundo. Pero el mundo no quería ver eso.
Dieron vuelta a la almohada como quien pasa la tarjeta un lunes en la mañana comprando un café. Pero él se percató de que no habían estrellas. No era un día donde las nubes las escondieran juguetonas, ni tampoco era la luz de la superficie la que las opacaba. Simplemente, no habían astros titilantes a lo lejos.
El niño al percatar la soledad de la luna, sintió lastima por ella, y una lagrima inocente atravesó su mejilla, marcando su paso con un rastro dulce. Pero al caer la lágrima no era gota alguna. Una estrella había caído al piso, y el niño no entendía porqué. Tomó la estrella con su dedo índice, y se dio cuenta que algo tan lejano ahora estaba tan cerca. Tantos años de enamorados prometiendo estrellas, de astrónomos venerándolas y estudiándolas, poetas describiéndolas y monótonos desdeñándolas, tanto tiempo y ahora estaba a su merced. Y más aún, no era cualquier estrella, era su estrella, salida de su ojo derecho, formada en su mejilla y nacida bajo la sombra de su pequeño cuerpo. Y como padre de esa estrella, estaba obligado a guiarla de la mano hasta llegar al lugar que pertenece.
La pieza del niño quedaba en el pequeño tercer piso de su casa pareada, y su pequeña ventana tenía una escalera para llegar al techo. Subió por esa escalera, sosteniendo la estrella como quien se aferra al corazón de su amada. El niño empezó a darse cuenta de que la estrella ahora brillaba más, titilante, y que estaba más caliente, más grande. Quedaba poco tiempo y el seguía subiendo la escalera mientras observaba el fenómeno.
Una vez arriba, lo que vio fue oscuridad. La luna, llorando, al verse sola, decidió irse lejos para vivir su soledad, y el cielo quedo a oscuras. Caminó a la parte más alta del techo, y superó su miedo a las alturas. Una vez allá arriba, se dio cuenta que necesitaba ir más alto. Tomo paso decidido hacia la garganta de la chimenea. La estrella empezaba a ser muy grande para sostenerla con una mano, y lentamente empezaba a quemar sus manos de niño. Ahora no solo era pena lo que movía al héroe, también tenía miedo de lo que sucedería si la estrella seguía creciendo y derribaba su casa, con todos sus juguetes adentro.
Con todas sus fuerzas subió a lo más alto de la chimenea, cargando la estrella en su espalda, sintiendo el calor abrazador de esta. Una vez arriba hizo lo que todo niño hubiera echo en su lugar: soplar la estrella. Soplo tan fuerte que el viento olvido las órdenes de la naturaleza y lo siguió, como un soldado novato a su general. La estrella subió lejos de su hogar, lejos de su mejilla roja por el esfuerzo, lejos de la tierra brillante y lejos de sus juguetes.
Una vez la estrella estuvo arriba, infinita, lejana e inalcanzable, el niño bajo la vista, dejo de mirar al cielo y vio, sorpresa, que no era el único niño sobre el techo. Veía como su vecino soplaba una estrella con todas sus fuerzas, como a lo lejos se levantaba un manto de luz decidido a cubrir la noche, acompañando a la triste luna, que cambió sus lagrimas de soledad, por lagrimas de felicidad y risa. Que imagen debe haber visto. Un ejercito de niños soplando por una misma causa.
El niño miro hacia el otro lado del techo y sus ojos se cruzaron con los de la niña. Solo una pared los separaba en sus casas pareadas, solo una pared separaba sus sueños, sus juegos y sus miedos antes de ir a dormir. El niño pensó que un día se casarían. Bajo la pequeña escalera, entro por la pequeña ventana y entro a su cama, para dormir bajo el cielo estrellado. Y aquí estoy yo, explicando porque me gustan tanto las estrellas.