El fuego me abrazaba como un padre a su hijo, estaba rodeado
por él en un bosque ajeno, desconocido y cruel, que en su agonía lo único que
piensa es muerte y consumir la mayor cantidad de vidas posible. El fuego se
esparció como la arena en una playa cerca de Bahía Inglesa, y los árboles
hicieron tronar sus dedos, gritaron de odio y dolor, mientras se ponían una
peluca de colores cegadores e intimidantes, mientras yo intentaba escapar de
sus garras hirvientes
La mañana fue normal, dormí poco porque
el día anterior había tenido que vivir como cualquier civil, pero hoy yo era un
superhéroe. No, no puedo volar más allá de lo que mi imaginación lo permite.
No, no puedo levantar mas peso del que mi voluntad aguanta. Soy un superhéroe,
pero un hombre normal a fin de cuentas. La mañana no asomó sorpresas, limpiamos
a nuestra mascota, revisamos nuestras armas, Cristóbal hizo el almuerzo, aun no
mejora en sus habilidades "Gourmet" como el le dice, pero al menos le
pone empeño. Almorzamos riéndonos del risotto quemado que nos sirvió el Tola
por plato. Use todo el tiempo después para lavar los platos, solo y
pensando.
El manto rojo no apareció hasta mediado
de las siete. Pero aun no nos llamaban. Sentí un golpe helado en mi nuca, y que
bajo por el espinazo para terminar a la altura de la cintura, pero creo que es
normal, esta iba a ser mi primera misión en bosque. Estábamos todos nerviosos,
ansiosos algunos, otros con miedo. Mire a mis hermanos, éramos una manada
extraña, con gente de familia y solterones vividores, estaba Pedro que lo
dejaron plantado en el altar y nunca mas quiso saber nada al respecto. También
estaban algunos más jóvenes, disfrutando de la energía de los primeros meses de
trabajo, otros que solo se dedicaban a conocer gente o a intimar mas con la que
ya conocían. Estaban mis hermanos, todos mayores que yo, pero algunos con menos
experiencia. Y Al final estaba yo, mirando esta escena como si yo fuera el autor
de una tragicomedia.
El llamado llego alrededor de las diez
de la mañana, y el grito de aliento de nuestro capitán siguió resonando todo el
camino entre el tímpano y ese sector del cerebro que no uso tanto. Nos subimos
al carro, como tantas otras veces lo habíamos echo, ordenados, cada uno en su
sitio, como piezas de ajedrez en un tablero poco ortodoxo. Iba Toño manejando,
pues es el con más experiencia, y además estudia Mecánica Automotriz en el
Duoc. De copiloto iba Andrés, por ser el capitán. Atrás íbamos Cristóbal, el
Coloro, el Ale, Beto, la Cata y yo. Con el que mejor llevo es con el Ale y el
Coloro, son mas divertidos y no hablan de sus problemas, no conmigo al menos.
Llegamos a la reserva nacional, y al
principio parecía todo normal, entramos con las mangueras y material de
infantería: palas, chuzos, picas, bajo la merced de la naturaleza. El Coloro
iba adelante mío, adentrándonos en un camino que el capitán nos había indicado.
Caminamos por algunas horas los dos, cuando escuchamos que algo se rompía.
Miramos a todos lados, y no logramos distinguir de donde venia el ruido. Era el
mismo sonido que podía escuchar cerca de mi casa, cuando en otoño las hojas
cedían a la inclemencia del viento y al rechazo de los árboles, cayendo
lentamente al suelo, para que algún niño entusiasmado las hiciera crujir de
agonía en su último minuto, generando al menos una alegría en aquel niño,
dándole significado a su sacrificio. Pero algo tenía de diferente, era como
escuchar miles de hojas crujir rabiosas sobre nosotros, con odio. De súbito,
una rama cayó sobre el Coloro. Ya estábamos muy dentro del bosque como para
confiar en que alguien nos encontraría en aquel laberinto que de un momento a
otro se había decorado con llamas rojas, naranjas y amarillas. Logre quitarle
de encima el pesado pedazo de árbol, pero el golpe le había roto la pierna. No
le rompió la cabeza solo porque el Coloro es rápido, pero no logró salvar la
pierna izquierda.
Y ahí estaba, rodeado de fuego, con un
amigo y su pierna rota. Le inmovilice la pierna como nos enseñan en la
academia, no con mucha convicción, pues me había quedado dormido esa clase y no
recordaba mucho como se hacia. Finalmente el Coloro me explico y logre hacer un
buen trabajo con un par de ramas. El no sentía dolor, ni yo calor, la
adrenalina se encargaba de eso. Y en estas condiciones partimos hacia el sur,
por donde habíamos entrado al bosque. El manto oscuro de la noche ya había
cubierto el bosque, que pintaba su oscuridad con fuegos artificiales rojos y
amarillos. En la academia siempre explican que en las noches el fuego duerme, y
nosotros también debíamos hacerlo. Pero yo tenía miedo, y no iba a dormir con
el enemigo.
El Coloro, de bruto, me mira riendo y
dice "pensé que por ser coloro el fuego no me hacia nada". Ahora que
lo escribo no parece divertido, pero en el minuto fue hilarante, tal vez por la
adrenalina o por el miedo y nerviosismo. Seguimos caminando por media hora
hasta que encontramos el tronco que le había caído encima al Coloro. Estábamos
dando vueltas en círculos. Busque la cruz del sur para que nos guiara como una
madre a sus hijos, pero hoy no estaba ahí. El humo no nos dejaba ver las
estrellas, y era imposible ubicarse dentro de esa masa, antes verde, ahora
roja. Parecía que todo iba mal.
A
eso de las doce de la noche nos quedamos sin agua, y hacia un calor del
infierno. Los veteranos siempre hablan de que el calor no se siente gracias al cansancio,
pero es mentira. Empezamos a gritar desesperados, pero el fuego hacia tronar
las ramas opacando los gritos, riéndose de nosotros. Éramos suyos a esta
altura, y no le veía salida al problema. Estaba mirando el suelo, derrotado,
cuando escuche una explosión, y acto seguido, veo una bengala cruzar el humo
café que para nosotros era ahora el cielo, dejando estela por donde pasaba. Con
el Coloro nos apuramos, él cojeando y yo haciendo de muleta, y seguimos la
estela, como un cazador que sigue el rastro de un ciervo de cornamenta
extraordinaria. A medida que avanzábamos, escuchábamos gritos de auxilio
pidiendo ayuda. Cuando llegamos, vimos a ocho compañeros de otra compañía. No
se presentaron, ni nada, porque se dieron cuenta de que nosotros no éramos la
ayuda que ellos esperaban.
Rápidamente, el líder de compañía me
explico que se perdieron al entrar en el fuego y que una rama, envuelta en
llamas, había entrado estratégicamente en el espacio entre el cuello y la
chaqueta de uno de sus subordinados, que por el calor se había sacado el casco.
Error de novato, y pensé en todas las veces que los mayores nos repitieron que,
si queríamos vivir, teníamos que llevar el casco encima. Parecía como si el
incendio nos declarara la guerra. Pobre hombre, tenía la cara carbonizada en el
lado derecho y parte del cuello con la carne viva al aire, por suerte uno de
sus compañeros sabia de primeros auxilios. Entre todo este caos, se produjo un
espacio de tiempo en que el viento amainó y el fuego dejo de atacarnos
vorazmente, momento de paz que aprovechamos para generar un plan de acción.
Chris, el líder de la compañía, sabia como llegar a su carro, pero no sabia
como llegar al de la mía. No me pareció en ese momento un mal plan, pero nos
explicó que llevar al Coloro iba a ser un impedimento, ya que había que
atravesar un pedazo de bosque donde troncos ardían en el suelo y elevaban las
llamas hasta el manto oscuro de la noche. No había nada que hacer, no dejaría a
un hermano solo, cojo, en un bosque en llamas, no era una opción. Chris me
explico que había otro camino, pero era mas largo y el no lo conocía bien, pero
que una de las personas de su cuadrilla sí, ya que era de la zona, y de niño
jugaba en este bosque. Decidimos separarnos en dos grupos, el Coloro, Peter y
Juano, estos últimos de la otra compañía, irían conmigo por el camino que Juano
nos indicaría, y Chris se llevaría al resto. Nos dimos las manos, buena suerte
y partimos.
Extrañamente, partimos en direcciones
totalmente opuestas, esto debido a que necesitábamos rodear el cerro que
cruzaría Chris, ya que el Coloro no podría aguantar la empinada subida ni la
inclinación de la bajada. A las seis de la mañana el viento, medianamente
tranquilo, nuevamente había iniciado su baile, por lo que debíamos alejarnos de
los árboles que disparaban sus llamas siguiendo el camino que la brisa surcaba
en la noche. Caminamos por horas que parecieron días, teníamos hambre, nos
sofocábamos con el humo y a ratos caíamos al suelo de cansancio. Pero había que
levantarse, ya habíamos avanzado mucho como para rendirse ahí. Seguimos
caminando hasta que escuchamos unos gritos. Peter y yo fuimos a revisar que era
lo que pasaba, y el coloro se quedaría con Juano. Cuando llegamos a la raíz de
los gritos vi algo que no espere ver nunca en mi vida. Era una pila de cuerpos
abajo de un tronco pesado, en llamas, y el que gritaba era el Tola, que tenía
su pierna atrapada bajo un cuerpo que se estaba incinerando. Con Peter fuimos
rápidamente a sacarlo de ahí, apagamos parcialmente el fuego que había
asesinado a nuestros compañeros, empujamos el tronco humeante y liberamos la
pierna de Tola. La pierna derecha la tenía destrozada. Cargamos a Tola y lo
llevamos donde estaban Coloro y Juano, pero no había mucho que hacer, no podía
caminar solo y aun estábamos recién en la mitad del camino. Primero que todo,
cuando volvió en si le preguntamos si recordaba todo. Dijo que si, que estaban
apagando el fuego para crear un espacio para descansar, cuando una rama gigante
cayó sobre los tres que conformaban el pequeño grupo. Los dos cuerpos
calcinados correspondían a la Cata y Ale. El Coloro se puso a llorar ahí mismo,
porque a el le gustaba mucho la Cata y nunca se había atrevido a decirle.
Ahora teníamos un problema muy grande, y era ver que hacíamos con
Tola, porque su pierna era irremediable. Ya eran las once de la mañana, hora en
la que el fuego despierta y el viento que años atrás elevó volantines, hoy
llegaba para atormentar mis pensamientos. Juano, desesperado, nos trataba de
convencer de que lo dejáramos acá porque corríamos el riesgo de que el fuego
cortara el paso antes de que pudiéramos llegar a la calle, pero no íbamos a
dejarlo. No podíamos dejarlo. Asique Peter ayudaba al Coloro, que ya estaba muy
cansado y su pierna lo estaba matando, y yo lleve a Tola en los hombros.
Reanudamos el camino, pero bastante lento para lo que necesitábamos, pues cada cierto
rato debía cambiar con Juano, que cargaba a regañadientes, y murmuraba que no
era de su compañía, que no quería morir por culpa de un lisiado que ya estaba
condenado y demases. Al Coloro y a mi nos preocupaba que si Juano se iba sin
nosotros, nos quedaríamos atrapados en ese infierno.
Ya después de algunas horas, alrededor
de las dos de la tarde, con el sol quemando la piel por el pequeño espacio que
la visera deja al descubierto, Juano nos dijo que estábamos llegando, que
faltaban como 15 minutos de caminata. Eso nos dio nuevas fuerzas, y aceleramos
el paso pensando en la cantidad de agua que tomaríamos cuando llegásemos.
Reencontrarnos con Andrés, Toño y el Beto, no tener que cargar mas a Tola, que
andaba un poco pasado de kilos. Pero también pensé en que habría que afrontar
la muerte del Ale y de la Cata. Ale fue amigo mío desde el colegio, y a penas
salimos decidimos unirnos a la compañía de bomberos, siempre los dos. El Coloro
se nos sumo con el tiempo, pero el Ale ya no estaba. Tendría que ir yo a
hablar con su mama, la Tía Sofi, verla llorar, ver como Roberto la consolaba y
como le explicaban al Mati, su hermano chico, que el Ale nunca mas llegaría con
carros de bomberos de juguete. Seguía pensando en esto cuando llegamos, y no
era nada como lo esperaba.
No había gente esperándonos, no había agua para saciar la sed de
horas, no estaba mi familia esperando. Era una carnicería, habían como cuatro,
tal vez cinco carros de distintas compañías, todas atacando el fuego desde la
orilla de un camino de cinco metros de ancho, que separaba el bosque en llamas
del bosque que esperaba con ansias darle vida al fuego. Habían tres ambulancias
atendiendo heridos, las bajas eran muchas, veías bomberos llevando compañeros
suyos en camillas, llevando puestos ojos de vidrio y mandíbulas apretadas. El
olor a carne quemada era impactante. Bajamos lo más rápido posible a penas nos
recuperamos de la primera impresión, dejamos a Tola junto a una ambulancia,
pero al no tener riesgo vital, simplemente lo dejaron en una fila detrás de un chico
al que le habían amputado el brazo y otro que tenía sus brazos quemados como si
los hubiera metido dentro del mismo infierno. Y eso era lo que hicimos todos,
nos fuimos a meter a un bosque en llamas, donde ramas caían con la fuerza de un
martillo sobre el hierro. Ya no estábamos luchando contra el fuego por la
preservación del bosque, paliábamos contra la muerte para sobrevivir.
Eran las cuatro de la tarde cuando deje
al Coloro y a Juano, que se había quemado una mano mientras llevaba a Tola, en
la ambulancia para que los atendieran, y con Peter fuimos a buscar a mi Compañía.
Grite "¡Tercera Compañía!" como si fueran a asesinarme si me quedaba
callado. Pero lo único que recibí a cambio fueron miradas compasivas de parte
de todos. Grite una vez mas, y el Coloro respondió "yo", lo mire
indignado, pero debo reconocer qué por dentro reí. Digan lo que quieran, pero
nunca estuve solo.
Si todo era terror en ese momento, el
infierno todo puerta frente a nosotros. Empezé a escuchar un sonido, como un
crepitar, el sonido de algo friéndose, o de papel aluminio siendo lentamente
arrugado, un sonido que jamás olvidaré. Avanzaba rápidamente por el bosque, y
la gente empezó a correr en dirección a los carros. No sabia que hacer, nunca
había escuchado ese sonido, el Coloro no estaba ahí para explicarme, ni Juano,
tampoco Peter o el Tola. Quede paralizado frente a este sonido que tanto miedo
causo en los bomberos a mi alrededor. Cuando giré mi cuerpo para arrancar como
el resto, ya era demasiado tarde. De súbito, la boca del bosque donde estaba el
equipo de contención asentado se prendió en fuego. No era como las llamas de
ayer o las de hoy por la madrugada, eran mucho peor. El fuego se levantaba del
suelo como llamas en forma de lanza que buscaban destruirme, mientras yo corría
en dirección al ultimo carro que aun me esperaba. A medida que me acercaba,
aumentaban mis dudas sobre si me estaban esperando o si algo le sucedía al
carro. Al llegar, me di cuenta de que no había nadie dentro, y que
probablemente este tuviera alguna falla, motivo por el cual dejaron la masa de
metal rojo a la mitad del camino, alimentando mis esperanzas.
Antes de caer en la desesperación,
recordé que en los carros, cuando los jefes son organizados, hay mochilas con
equipamiento de supervivencia dentro. Busque rápidamente y tome la primera que
encontré, para salir corriendo, como atleta que fui en mis años escolares, en
sentido contrario al manto rojo que se levantaba iracundo sobre el suelo.
Primero corrí por el camino, arrancando despavorido. Ahora que repaso los
hechos, fue bastante poco digna la forma en la que corrí, pues recuerdo que
lloraba y gritaba "Voy a morir, voy a morir" repetidamente, como si
un rey medieval me hubiese condenado a la horca. Corrí por una hora mas o
menos, subestimando la distancia que me separaba del centro de mando, donde ya
deberían estar mis compañeros restantes, junto a los jefes de Compañía, el
presidente de la ONEMI y el de la CONAF. Pensé que serían diez kilómetros,
máximo. El traje, las botas y el casco no mejoraban mis probabilidades de vida
en ese minuto, pero no podía deshacerme de ellos, en caso de que los necesitara
si no llegaba al centro de mando.
Luego de dos horas, que para mi
parecieron días, llegue a una curva que permitía proyectar el camino y ver su
extensión. La vista no era alentadora, pues lo que estime como diez kilómetros,
resultaron ser veinte, y siendo las seis de la tarde, estimando que me
demoraría media hora por cada kilómetro, no llegaría antes de que cayera la
noche oscura sobre mi. Al menos ahora veía las nubes, y el humo no interrumpía
mi respiración. Tenía dos opciones: la primera era tomar el camino que
serpenteaba en dirección a donde estaba el mando, mientras la segunda era
atravesar el bosque, esperando que el incendio no se expandiese hacia ese
sector del bosque. Me detuve un momento, respire hondo, me quite el casco para
limpiarme la cara, limpie la visera, me puse el casco de nuevo y me acorde que
podía haber algo útil en la mochila. Como dije, la utilidad de la mochila
dependía enteramente de si el jefe de ese carro era ordenado o no, porque si no
lo era, nadie se preocupaba de las mochilas de emergencia. La tome con ambas
manos, entendiendo que de ese momento dependía gran parte de mi futuro, y
procedí a abrir el bolsillo mas pequeño, donde generalmente estaban las
bengalas. Nada. Abrí el bolsillo del lado derecho, para encontrar un lápiz, un
papel con unos cálculos y palabras tachadas. Abrí el bolsillo izquierdo,
para encontrar una botella de agua y un cortaplumas de esos caros. Tenía un
nombre escrito, "Pedro Larraín", y sonreí. Era la mochila del
Peter. Fue tal la coincidencia que carcajadas salieron de mi boca para resonar
en el cerro, solitario. Abrí el cierre grande de la mochila deseando que Peter
fuera organizado y precavido, y encontré unos cuadernos, un código de aguas y
un control de Derecho Civil en el que le habían ido muy mal. Me estaba
resignando a lo que veía, cuando siento algo duro al fondo de la mochila, era
su celular. Un iPhone 3G, con la pantalla quebrada y una carcasa grande.
Probablemente le puso la carcasa después de romper la pantalla. Probé llamar al
Coloro, pero no había señal. Cerré la mochila, me la puse y mire nuevamente al
horizonte.
Tenía que tomar una decisión, y esta no
iba a ser fácil. Lo que encontré en la mochila no fue para nada determinante o
útil para decidir el camino. Mi abuelo tenía un dicho, "Una vittoria senza
sforzo e peggio di una sconfitta", una victoria sin esfuerzo es peor que
una derrota. Nunca entendí porque me la decía en italiano, siendo que él era
mas chileno que el Transantiago. El tema es que me acorde de esa frase en ese
minuto, y decidí arriesgarlo todo y cruzar el bosque. Eran aproximadamente seis
o siete kilómetros en línea recta, en vez de los veinte que me demoraría si
tomaba el camino.
El problema ahora era otro. No tenía
ninguna comunicación con mi equipo y había un fuego que apagar. Corrí en línea
recta, Atravesando el bosque por donde el fuego aun no devoraba los árboles. La
madera era una antorcha expectante, rogando a ser prendida hasta convertirse en
un fuego abrasador. Tenía miedo, porque escuchaba el sonido crepitante que se
genera antes de que prenda el fuego. El viento no amainaba y la situación se
iba tornando cada vez peor. Eran las seis y media, el sol seguía arriba, pero a
través del humo era difícil de localizar. Yo trotaba, esquivando árboles y
agujeros, esperando no encontrar ningún obstáculo. El camino fue sencillo, y
logre llegar a los pies de la montaña antes de las nueve. Los centros de mandos
estaban unos metros mas abajo, pero mi cuerpo no quería más guerra. Logre
armarme de valor y bajar por la inclinada pendiente que me separaba de la
central de logística. Sobrestime mis capacidades y tropecé, golpeándome muy
fuerte en la cabeza, y a pesar del casco perdí la conciencia.
Desperté y el fuego me rodeaba, como si
yo fuera un delincuente y él la fuerza de la ley. Se que esa escena solo es de
películas de buen presupuesto, pero así me sentí cuando recupere la conciencia.
No había logrado bajar la colina, ni tampoco rodar hacia abajo con la misma
inercia que condenó mi ultima oportunidad de salir vivo de ahí. El fuego me
abrazaba como un padre a su hijo, estaba rodeado por él en un bosque ajeno,
desconocido y cruel, que en su agonía lo único que piensa es muerte y consumir
la mayor cantidad de vidas posible. Estaba atrapado en una celda hirviendo, y
de a poco el calor se hacia intolerable. Gire sobre mi pie izquierdo y corrí
hacia donde supuse que en algún minuto Estuvo el centro de comando. Ya no habían
tiendas de CONAF o ONEMI. Solo fuego, árido y asfixiante fuego. Corrí mientras
la noche tranquilizaba las llamas con su canto de cuna. Solo sobreviviría un
par de horas más si no encontraba algún lugar abierto lejos del calor del
incendio. Los árboles eran antorchas que exhalaban llamas, iracundos y
hambrientos.
Cuando estas ahí, en el ojo del
huracán, no importa si él que empezó el incendio era un niño inocente o un
adulto inconsciente. El fuego quema de la misma forma, la muerte tiene el mismo
olor a hueso carbonizado y las cenizas entran igualmente a tu cuerpo,
destruyendo lentamente tus pulmones y ahogándote desde adentro, como si una
mano invisible estuviera agarrando las paredes de tu garganta y rasgándolas
hacia adentro. El calor no se siente, pero quema tu cuerpo como mil agujas, sin
piedad, mientras solo sientes esa tibia sensación de estar acalorado. Después
de tantas horas, el cuerpo deja de sentir dolor, hambre, sed y cualquier otro
sentimiento básico, guardando energías para escapar de ese infierno. Yo estaba
a punto de sobrepasar esa barrera, mi cuerpo lo sabía. Ya había empezado a
delirar hace una hora y algo más, sentirme más allá del cuerpo, de lo físico.
Es una sensación increíble, a la cual puedes hacerte adictivo sin el debido
tratamiento.
Corrí por algo así como cuarenta
minutos, tal vez más, antes de caer rendido a los pies del camino que me
llevaba a un lugar libre de calor y ese rojo asesino.
Despierto al fin de esta pesadilla
infernal. La última imagen que tengo es la del fuego consumiendo mi rostro,
haciendo hervir la piel como si fuera agua para café. Una voz me susurra al
oído.
Niki. ¿Niki
estás despierto? ¡Nikolaus! ¡Di algo! - Era la voz de Marlene. Trato
de decirle que me dolía todo, preguntar que ha pasado, donde estoy. Debe haber
entendido mi situación, pues se tranquilizo al verme intentar hablar.
Niki, estas en Saint Josef Hospital, en
Adenau, tuviste un choque horrible corriendo el Gran Prix de Alemania, todo
estaba en llamas, tu auto ¡Tú! Estabas
al medio de todo, tenía miedo por ti, cuando escuche lo que había pasado corrí
a verte - su voz empezó a flaquear, y le di la mano para que sintiera mi compañía.
La pesadilla había sido más que eso.
Mientras yo me retorcía entre las llamas de esa pira funeraria, y me refiero al
bosque de mis pesadillas, había alguien en el mundo real trayéndome de nuevo a
la vida. Pude vivir lo que un bombero alguna vez vivió. Pero tengo la suerte de
que fuera solo un sueño, tengo la suerte de estar vivo y con las atenciones
necesarias. Muchos bomberos morirán hasta que la gente se de cuenta, a nivel
global, de la importancia que tienen, y de lo riesgoso que es ese trabajo. Esta
noche dormiré en una camilla y conectado a tubos, perdiendo mi independencia,
pero al menos habré vivido. No estoy solo. Ellos tampoco deben estarlo.