miércoles, 23 de septiembre de 2015

El Parque

Escondió la cabeza bajo el abrigo para que Él pudiera ver que las gotas que surcaban su mejilla no eran parte de la lluvia, sino de su miseria. Las nubes grises presenciaron como ríos negros caían de sus ojos, destruyendo horas de trabajo previo. Él no sabía que decir, pues la verdad solo empeora las cosas. Nunca quiso estar en esa posición. Ella miraba incrédula como ambos guardaban silencio en los minutos donde todo debía ser dicho. Él se levanto. Las manos de Ella tapaban su rostro, no para esconder la vergüenza, sino para contener la rabia. El parque era amplio, pero en ese minuto para Él era diminuto, el banquillo era una silla eléctrica, y Ella su verdugo. La lluvia dramatizaba la escena monocromática. Gente de colores vivos paseaba a su lado, pero no veían nada. Estaban muy lejos, y no les interesaba. Ella perdía su mirada en los árboles, admirando su sinceridad, no tenían miedo de estar tristes. Él miraba preocupado la situación, sintiendo como la presión aumentaba escandalosamente, sofocándolo. Una hoja cayo inocente sobre su hombro, y sintió como un torbellino de emociones caía en una sola lagrima que se escapaba descuidada por el rabillo del ojo. Sintió paz. Ella también. 

Caminaban por el parque conversando sobre el nihilismo y la bohemia. Dos Amigos igualmente melancólicos reflexionaban sobre lo trivial y lo contingente. Observaban cada detalle, lo analizaban, lo discutían, argüir, comentar, opinar, reflexionar. El árbol les salió al paso, y los Amigos se detuvieron. Los verdes colores resplandecientes bajo las luces pluviales los hicieron olvidar de la importancia, la urgencia, la jerarquía y la eficiencia. A su lado, una poza de color negro se acerca, pero eso ellos no lo observan. Las trenzadas raíces subterreas saludaban sus inquietudes, con respuestas centuriales, que invocaban infinitas otras materias complejas, abiertas a controversia. No hablaron más, no por estupefacción o por indiferencia, sino por irrelevancia. Nada de lo que pudieran decir seria oído.

Los canosos cabellos de la Mujer contenían el aire que intentaba atravesarlo. Ya no tenía la energía de otros años. Los matices auros que alguna vez habitaron su cabeza hoy eran hilos de coser, uniendo las memorias que el tiempo no se quiso llevar. Camina a la intemperie, contra la recomendación médica. Ya no existe una edad para poder hacer lo que uno quiera. Sus pasos se siguieron, uno a uno, repetitivamente y al ritmo del metrónomo. Hoy tenía energías, y sus colores diezmados no la detendrían. Sintió la presencia de dos muchachos y un drama, pero antes de poder emitir sonido alguno de reproche, el árbol le calló los labios con una hoja traviesa. Llueve, y eso la Mujer no lo sabia. Sus secos labios sonrieron después de muchos años, rompiendo la mascara que tanto tiempo ha llevado puesta. Las grietas del tronco se asemejan a las de ella misma. La poza negra la alcanzó, pero ella aun no se da por enterada.

El Tipo caminaba velozmente a través del parque, no para contemplar la vida que de él emana, sino para acortar camino. La lluvia cae sobre la tela impermeable que sobrevuela su cabeza, aislando todo lo que no sea negocio. El celular parece atornillado a su oído, y sus labios solo saben dejar caer números verdes o rojos. La verdad, siempre caen verdes, aunque adentro hayan rojos. Su traje gris combina con su camisa blanca y su corbata de color. La usa solo porque es viernes, para que no digan que es tan solemne. Nadie sabe que su solemnidad es lo único que lo acompaña. Caminaba mirando las puntas de sus zapatos cuando divisó por primera vez el grueso tronco del árbol. No iba a parar, no tenía tiempo para eso, pero caminó a su lado y lo miró de reojo. Se detuvo, contra lo que su reloj recomendaba, y con la inercia del acto dejó caer el teléfono y el paraguas, los que rebotaron en el suelo para dormir bajo su propio peso, olvidando sus deberes y obligaciones. El Tipo levanto la cara y dirigió su rostro hacia el cielo, para sentir como las gotas acarician su cara por primera vez en mucho tiempo.

A la mitad del parque esta el árbol, atemporal y perenne. Se desprende de las semillas y sus frutos, porque sabe que todo en la vida es pasajero. Las flores aparecen en primavera para perecer en invierno. La gloria es fugaz. Sus raíces se afirman a la tierra que lo vio nacer, y absorbe de ella lo necesario para vivir, nada más, nada menos. Es fiel guardián de su puesto, y jamás olvidará el lugar donde creció, puede que sus frutos caigan lejos, pero nunca estarán fuera de su sombra. Bajo la lluvia los cubrirá con sus hojas fotocromáticas, protegiéndolos de la intemperie, hasta de si mismos, entregando parte de su mismo para cubrirlos. Es solidario, protegerá del viento a quien se refugie tras el, y de la lluvia quien se ampare bajo sus frondosas ramas. Del calor cuando este agobie, y del frio, cuando todo lo demás este perdido. Su tronco majestuoso revela cicatrices que la vida ha dejado en él, su grosos es prueba de su abundante vida. Es testigo de la vida del parque, desde su nacimiento hasta su declive, y hoy lo levanta de nuevo, llamando la atención de gentes grises que renuevan su color bajo las verdes plumas que habitan su ser. El Árbol es honesto, no se disfraza ni discrimina, es sincero, y guarda en su corteza las cicatrices de amores pasajeros, guardando siglas en su pecho como si fueran penas. 


Amainó la lluvia, los pájaros cantan y revolotean sobre las brillantes hojas del Árbol. El cielo, claro, resplandece una vez más sobre los rostros paraplejisados de los espectadores. Ellos no saben que lo visto hoy ocurre todos los días. Para ellos será único e irrepetible, y no sabrán compartir las emociones que sintieron cuando traten de contarlas. Se decepcionaran, pero reirán hacia sus adentros, porque nadie podrá quitarles ese tesoro. El Tipo recogió su teléfono y guardo el paraguas, la Mujer siguió su recorrido. Los Amigos reflexionaron sobre la belleza natural y de los fenómenos. Él y Ella se abrazaron, y prometieron guardar este momento para siempre, tallando sus nombres en la corteza del árbol. El árbol observa como todo vuelve a la oportunidad, y siente como sus raíces se trenzan de alegría. Por fuera todo sigue igual, pero por dentro, nadie será el mismo. Solo el árbol, porque a fin de cuentas no es nada más, ni nada menos que solo un árbol.

El Cuenta Cuentos

Camina al ritmo de una música que solo él escucha, como si tuviera una orquesta en su cabeza, o tal vez una banda de rock alternativo post-moderno. Camina moviendo las manos al son del bajo, como si su vida fuera una película y Ennio Morricone fuera el compositor. En su mente, él toca batería, domina la guitarra, armonía y melodía, canta, pasea sus dedos por marfilosas teclas de un piano imaginario, hecho de caoba. Pisa el bombo desincronizadamente, haciendo evidente que algo va mal con su metrónomo. O simplemente no le importa equivocarse, porque está viviendo cada nota como si fuera suya. Camina por angostas veredas, dejando pasar a la gente que no tiene tiempo, porque a él este le sobra. Es divertido, pues el traje y su camisa desentonan con el aire laxo y los movimientos histriónicos que lo caracterizan

Sus pies avanzan conforme el tempo de su orquesta lo hace, observando. No se si sabrá de música, pero absorber detalles es su verdadera pasión. Jamás cierra los ojos y su cuello tiene casi tanta fuerza como las piernas que lo mueven durante largas caminatas diurnas. Cada día observa cosas nuevas, a pesar de repetir el recorrido hasta mi propio cansancio. Sus ojos brillan con cada palabra que lee o cada imagen que ingiere. Prefiere el metro antes que andar en auto, porque allí es cuando presencia las situaciones más enternecedoras. Por similar razón prefiere la micro, puesto que significa una mayor participación en dichas escenas, siendo él protagonista en algunas ocasiones, para su asombro. A pesar de todo, y sin lugar a dudas, su medio de transporte favorito son los pies. Ser un irreverente frente a las señales de tránsito, caminar en sentidos que los autos no conocen, recorrer paseos y pasillos donde jamás un neumático ha pisado el suelo. Y observar, durante jornadas completas, la tristeza de una madre que ve partir a su hijo, que hace unos años dejó de despedirse. La alegría de un niño que logró llamar la atención de un perro callejero. El mismo perro y su curiosidad animal. Gente riendo en su trabajo, personas arrastrando las piernas en sus días libres. Emociones  inconexas que fluyen para converger en una sola imagen en movimiento eterno, de manera repetitiva, en los pasillos de su Palacio de Loci. 

Él es buen observador, pero tiene mala memoria. Esta es tan frágil que no recuerda porque empezó a caminar en un primer lugar. Nunca he hablado con él, no sabría decir si es elocuente o simplemente frívolo, si sus reflexiones son triviales o contienen preguntas milenarias sobre el hombre y el fin de los tiempos. Tal vez no piensa nada, pero él escribe. Nadie le pide que lo haga, apostaría a que alguno incluso le dijo que no lo hiciera, pero él escucha la armonía de la vida dentro de su cabeza, no comentarios necios. Escribe sobre lo que ve, lo que imagina, lo que escucha, lo que siente. Sus cuentos son parte de él, son su memoria. Escribe para no olvidar que vive, para que la monotonía de una vida gris no consuma su autonomía. Sus dedos se enfrascan en una lucha férrea por el control de las palabras que escapan de su mente. Las sílabas no salen de su boca, pues esta es torpe e impetuosa, prefieren la fluidez y el control de los pulgares, sobre una superficie plana y portátil. Hoy por hoy, todo debe ser portátil, presto, sencillo y a prueba de tontos. Hasta escribir se hace fácil. La luz de la pantalla brilla por avenidas y por callejones, no discrimina. Solo quiere crear, quiere deleitar el propio gusto egoísta de su autor. Nunca quise que alguien lo leyera, porque no estaba listo para recibir críticas, tenía miedo de fracasar y no ser tan bueno como me ha sucedido en tantas ocasiones. No quería partir de cero, tampoco quería elevarme hasta niveles que me dejaran al descubierto, lejos de la bruma que apacigua mis noches pasajeras.

Cuento cuentos cortos porque si escribo algo muy largo me contradigo. No miro los espejos porque no me parece interesante lo que veo, caigo en la monotonía de los conceptos eruditos que fluyen de torpes dedos. Me río a carcajadas porque no se controlarme. O eso es lo que me dicen. Soy impulsivo, tomo decisiones sin pensar. Estoy revelando mis secretos como quien abre un libro de par en par. Siendo sincero, no se que tan secreto sea. Cuento cuentos porque es lo que me gusta hacer, no me interesa lo que piense la gente al respecto. Maestros del absurdo buscan que siga sus corrientes ideológicas o que caiga en su uso de palabras rimbombantes. Si uso palabras extensas es por un sentido práctico, no zalamero ni oligárquico. Solo escribo porque en escribir encontré el grito temerario de quien nada tiene que perder, y la duda de quien no sabe si ganará.


El oscuro vidrio deja caer una lagrima miserable, arrastrando el polvo que siempre ha estado allí. Mis ojos enfocan la borrosa imagen que se refleja en el vidrio, y veo la imagen de un hombre cansado. Un hombre cansado de mentirse, de inventar, de soñar, de justificar sus acciones. Un hombre que esta cansado de ser, y que por eso escribe, para poder vivir mil aventuras y un millón de emociones, además de las que le corresponden de oficio. La lagrima cae al suelo como un saltimbanqui carnavalero, evitando tocar la tierra, saltando por mi zapato, cordón a cordón. Miro divertido el vidrio de donde la lagrima provino, solo para caer en cuenta que enfrente jamás tuve un vidrio tintado, sino simplemente un espejo, y que la lagrima que cae, perezosa, sobre los granos del tiempo, no es otra cosa que una memoria que no llego a ser escrita, y murió de pena después de tanto tiempo queriendo ser contada. Renuevo la marcha con nuevo brío, buscando historias para alimentarme y sobrevivir. Mientras camino genero escenarios fantásticos, diálogos estrafalarios, miradas sinceras y labios traviesos, todos buscando algún día ser escritos, y quien sabe, tal vez un día lo lea alguien más que el intruso que se ha metido en mi cabeza. Por favor, antes de cerrar la puerta, apaga la luz. Hay quienes queremos descansar aquí dentro.

domingo, 13 de septiembre de 2015

La Pira

El fuego me abrazaba como un padre a su hijo, estaba rodeado por él en un bosque ajeno, desconocido y cruel, que en su agonía lo único que piensa es muerte y consumir la mayor cantidad de vidas posible. El fuego se esparció como la arena en una playa cerca de Bahía Inglesa, y los árboles hicieron tronar sus dedos, gritaron de odio y dolor, mientras se ponían una peluca de colores cegadores e intimidantes, mientras yo intentaba escapar de sus garras hirvientes

La mañana fue normal, dormí poco porque el día anterior había tenido que vivir como cualquier civil, pero hoy yo era un superhéroe. No, no puedo volar más allá de lo que mi imaginación lo permite. No, no puedo levantar mas peso del que mi voluntad aguanta. Soy un superhéroe, pero un hombre normal a fin de cuentas. La mañana no asomó sorpresas, limpiamos a nuestra mascota, revisamos nuestras armas, Cristóbal hizo el almuerzo, aun no mejora en sus habilidades "Gourmet" como el le dice, pero al menos le pone empeño. Almorzamos riéndonos del risotto quemado que nos sirvió el Tola por plato. Use todo el tiempo después para lavar los platos, solo y pensando. 

El manto rojo no apareció hasta mediado de las siete. Pero aun no nos llamaban. Sentí un golpe helado en mi nuca, y que bajo por el espinazo para terminar a la altura de la cintura, pero creo que es normal, esta iba a ser mi primera misión en bosque. Estábamos todos nerviosos, ansiosos algunos, otros con miedo. Mire a mis hermanos, éramos una manada extraña, con gente de familia y solterones vividores, estaba Pedro que lo dejaron plantado en el altar y nunca mas quiso saber nada al respecto. También estaban algunos más jóvenes, disfrutando de la energía de los primeros meses de trabajo, otros que solo se dedicaban a conocer gente o a intimar mas con la que ya conocían. Estaban mis hermanos, todos mayores que yo, pero algunos con menos experiencia. Y Al final estaba yo, mirando esta escena como si yo fuera el autor de una tragicomedia.

El llamado llego alrededor de las diez de la mañana, y el grito de aliento de nuestro capitán siguió resonando todo el camino entre el tímpano y ese sector del cerebro que no uso tanto. Nos subimos al carro, como tantas otras veces lo habíamos echo, ordenados, cada uno en su sitio, como piezas de ajedrez en un tablero poco ortodoxo. Iba Toño manejando, pues es el con más experiencia, y además estudia Mecánica Automotriz en el Duoc. De copiloto iba Andrés, por ser el capitán. Atrás íbamos Cristóbal, el Coloro, el Ale, Beto, la Cata y yo. Con el que mejor llevo es con el Ale y el Coloro, son mas divertidos y no hablan de sus problemas, no conmigo al menos.

Llegamos a la reserva nacional, y al principio parecía todo normal, entramos con las mangueras y material de infantería: palas, chuzos, picas, bajo la merced de la naturaleza. El Coloro iba adelante mío, adentrándonos en un camino que el capitán nos había indicado. Caminamos por algunas horas los dos, cuando escuchamos que algo se rompía. Miramos a todos lados, y no logramos distinguir de donde venia el ruido. Era el mismo sonido que podía escuchar cerca de mi casa, cuando en otoño las hojas cedían a la inclemencia del viento y al rechazo de los árboles, cayendo lentamente al suelo, para que algún niño entusiasmado las hiciera crujir de agonía en su último minuto, generando al menos una alegría en aquel niño, dándole significado a su sacrificio. Pero algo tenía de diferente, era como escuchar miles de hojas crujir rabiosas sobre nosotros, con odio. De súbito, una rama cayó sobre el Coloro. Ya estábamos muy dentro del bosque como para confiar en que alguien nos encontraría en aquel laberinto que de un momento a otro se había decorado con llamas rojas, naranjas y amarillas. Logre quitarle de encima el pesado pedazo de árbol, pero el golpe le había roto la pierna. No le rompió la cabeza solo porque el Coloro es rápido, pero no logró salvar la pierna izquierda.

Y ahí estaba, rodeado de fuego, con un amigo y su pierna rota. Le inmovilice la pierna como nos enseñan en la academia, no con mucha convicción, pues me había quedado dormido esa clase y no recordaba mucho como se hacia. Finalmente el Coloro me explico y logre hacer un buen trabajo con un par de ramas. El no sentía dolor, ni yo calor, la adrenalina se encargaba de eso. Y en estas condiciones partimos hacia el sur, por donde habíamos entrado al bosque. El manto oscuro de la noche ya había cubierto el bosque, que pintaba su oscuridad con fuegos artificiales rojos y amarillos. En la academia siempre explican que en las noches el fuego duerme, y nosotros también debíamos hacerlo. Pero yo tenía miedo, y no iba a dormir con el enemigo.

El Coloro, de bruto, me mira riendo y dice "pensé que por ser coloro el fuego no me hacia nada". Ahora que lo escribo no parece divertido, pero en el minuto fue hilarante, tal vez por la adrenalina o por el miedo y nerviosismo. Seguimos caminando por media hora hasta que encontramos el tronco que le había caído encima al Coloro. Estábamos dando vueltas en círculos. Busque la cruz del sur para que nos guiara como una madre a sus hijos, pero hoy no estaba ahí. El humo no nos dejaba ver las estrellas, y era imposible ubicarse dentro de esa masa, antes verde, ahora roja. Parecía que todo iba mal.

A eso de las doce de la noche nos quedamos sin agua, y hacia un calor del infierno. Los veteranos siempre hablan de que el calor no se siente gracias al cansancio, pero es mentira. Empezamos a gritar desesperados, pero el fuego hacia tronar las ramas opacando los gritos, riéndose de nosotros. Éramos suyos a esta altura, y no le veía salida al problema. Estaba mirando el suelo, derrotado, cuando escuche una explosión, y acto seguido, veo una bengala cruzar el humo café que para nosotros era ahora el cielo, dejando estela por donde pasaba. Con el Coloro nos apuramos, él cojeando y yo haciendo de muleta, y seguimos la estela, como un cazador que sigue el rastro de un ciervo de cornamenta extraordinaria. A medida que avanzábamos, escuchábamos gritos de auxilio pidiendo ayuda. Cuando llegamos, vimos a ocho compañeros de otra compañía. No se presentaron, ni nada, porque se dieron cuenta de que nosotros no éramos la ayuda que ellos esperaban.

Rápidamente, el líder de compañía me explico que se perdieron al entrar en el fuego y que una rama, envuelta en llamas, había entrado estratégicamente en el espacio entre el cuello y la chaqueta de uno de sus subordinados, que por el calor se había sacado el casco. Error de novato, y pensé en todas las veces que los mayores nos repitieron que, si queríamos vivir, teníamos que llevar el casco encima. Parecía como si el incendio nos declarara la guerra. Pobre hombre, tenía la cara carbonizada en el lado derecho y parte del cuello con la carne viva al aire, por suerte uno de sus compañeros sabia de primeros auxilios. Entre todo este caos, se produjo un espacio de tiempo en que el viento amainó y el fuego dejo de atacarnos vorazmente, momento de paz que aprovechamos para generar un plan de acción. Chris, el líder de la compañía, sabia como llegar a su carro, pero no sabia como llegar al de la mía. No me pareció en ese momento un mal plan, pero nos explicó que llevar al Coloro iba a ser un impedimento, ya que había que atravesar un pedazo de bosque donde troncos ardían en el suelo y elevaban las llamas hasta el manto oscuro de la noche. No había nada que hacer, no dejaría a un hermano solo, cojo, en un bosque en llamas, no era una opción. Chris me explico que había otro camino, pero era mas largo y el no lo conocía bien, pero que una de las personas de su cuadrilla sí, ya que era de la zona, y de niño jugaba en este bosque. Decidimos separarnos en dos grupos, el Coloro, Peter y Juano, estos últimos de la otra compañía, irían conmigo por el camino que Juano nos indicaría, y Chris se llevaría al resto. Nos dimos las manos, buena suerte y partimos.

Extrañamente, partimos en direcciones totalmente opuestas, esto debido a que necesitábamos rodear el cerro que cruzaría Chris, ya que el Coloro no podría aguantar la empinada subida ni la inclinación de la bajada. A las seis de la mañana el viento, medianamente tranquilo, nuevamente había iniciado su baile, por lo que debíamos alejarnos de los árboles que disparaban sus llamas siguiendo el camino que la brisa surcaba en la noche. Caminamos por horas que parecieron días, teníamos hambre, nos sofocábamos con el humo y a ratos caíamos al suelo de cansancio. Pero había que levantarse, ya habíamos avanzado mucho como para rendirse ahí. Seguimos caminando hasta que escuchamos unos gritos. Peter y yo fuimos a revisar que era lo que pasaba, y el coloro se quedaría con Juano. Cuando llegamos a la raíz de los gritos vi algo que no espere ver nunca en mi vida. Era una pila de cuerpos abajo de un tronco pesado, en llamas, y el que gritaba era el Tola, que tenía su pierna atrapada bajo un cuerpo que se estaba incinerando. Con Peter fuimos rápidamente a sacarlo de ahí, apagamos parcialmente el fuego que había asesinado a nuestros compañeros, empujamos el tronco humeante y liberamos la pierna de Tola. La pierna derecha la tenía destrozada. Cargamos a Tola y lo llevamos donde estaban Coloro y Juano, pero no había mucho que hacer, no podía caminar solo y aun estábamos recién en la mitad del camino. Primero que todo, cuando volvió en si le preguntamos si recordaba todo. Dijo que si, que estaban apagando el fuego para crear un espacio para descansar, cuando una rama gigante cayó sobre los tres que conformaban el pequeño grupo. Los dos cuerpos calcinados correspondían a la Cata y Ale. El Coloro se puso a llorar ahí mismo, porque a el le gustaba mucho la Cata y nunca se había atrevido a decirle.

     Ahora teníamos un problema muy grande, y era ver que hacíamos con Tola, porque su pierna era irremediable. Ya eran las once de la mañana, hora en la que el fuego despierta y el viento que años atrás elevó volantines, hoy llegaba para atormentar mis pensamientos. Juano, desesperado, nos trataba de convencer de que lo dejáramos acá porque corríamos el riesgo de que el fuego cortara el paso antes de que pudiéramos llegar a la calle, pero no íbamos a dejarlo. No podíamos dejarlo. Asique Peter ayudaba al Coloro, que ya estaba muy cansado y su pierna lo estaba matando, y yo lleve a Tola en los hombros. Reanudamos el camino, pero bastante lento para lo que necesitábamos, pues cada cierto rato debía cambiar con Juano, que cargaba a regañadientes, y murmuraba que no era de su compañía, que no quería morir por culpa de un lisiado que ya estaba condenado y demases. Al Coloro y a mi nos preocupaba que si Juano se iba sin nosotros, nos quedaríamos atrapados en ese infierno.

Ya después de algunas horas, alrededor de las dos de la tarde, con el sol quemando la piel por el pequeño espacio que la visera deja al descubierto, Juano nos dijo que estábamos llegando, que faltaban como 15 minutos de caminata. Eso nos dio nuevas fuerzas, y aceleramos el paso pensando en la cantidad de agua que tomaríamos cuando llegásemos. Reencontrarnos con Andrés, Toño y el Beto, no tener que cargar mas a Tola, que andaba un poco pasado de kilos. Pero también pensé en que habría que afrontar la muerte del Ale y de la Cata. Ale fue amigo mío desde el colegio, y a penas salimos decidimos unirnos a la compañía de bomberos, siempre los dos. El Coloro se nos sumo con el  tiempo, pero el Ale ya no estaba. Tendría que ir yo a hablar con su mama, la Tía Sofi, verla llorar, ver como Roberto la consolaba y como le explicaban al Mati, su hermano chico, que el Ale nunca mas llegaría con carros de bomberos de juguete. Seguía pensando en esto cuando llegamos, y no era nada como lo esperaba.

     No había gente esperándonos, no había agua para saciar la sed de horas, no estaba mi familia esperando. Era una carnicería, habían como cuatro, tal vez cinco carros de distintas compañías, todas atacando el fuego desde la orilla de un camino de cinco metros de ancho, que separaba el bosque en llamas del bosque que esperaba con ansias darle vida al fuego. Habían tres ambulancias atendiendo heridos, las bajas eran muchas, veías bomberos llevando compañeros suyos en camillas, llevando puestos ojos de vidrio y mandíbulas apretadas. El olor a carne quemada era impactante. Bajamos lo más rápido posible a penas nos recuperamos de la primera impresión, dejamos a Tola junto a una ambulancia, pero al no tener riesgo vital, simplemente lo dejaron en una fila detrás de un chico al que le habían amputado el brazo y otro que tenía sus brazos quemados como si los hubiera metido dentro del mismo infierno. Y eso era lo que hicimos todos, nos fuimos a meter a un bosque en llamas, donde ramas caían con la fuerza de un martillo sobre el hierro. Ya no estábamos luchando contra el fuego por la preservación del bosque, paliábamos contra la muerte para sobrevivir.

Eran las cuatro de la tarde cuando deje al Coloro y a Juano, que se había quemado una mano mientras llevaba a Tola, en la ambulancia para que los atendieran, y con Peter fuimos a buscar a mi Compañía. Grite "¡Tercera Compañía!" como si fueran a asesinarme si me quedaba callado. Pero lo único que recibí a cambio fueron miradas compasivas de parte de todos. Grite una vez mas, y el Coloro respondió "yo", lo mire indignado, pero debo reconocer qué por dentro reí. Digan lo que quieran, pero nunca estuve solo.

Si todo era terror en ese momento, el infierno todo puerta frente a nosotros. Empezé a escuchar un sonido, como un crepitar, el sonido de algo friéndose, o de papel aluminio siendo lentamente arrugado, un sonido que jamás olvidaré. Avanzaba rápidamente por el bosque, y la gente empezó a correr en dirección a los carros. No sabia que hacer, nunca había escuchado ese sonido, el Coloro no estaba ahí para explicarme, ni Juano, tampoco Peter o el Tola. Quede paralizado frente a este sonido que tanto miedo causo en los bomberos a mi alrededor. Cuando giré mi cuerpo para arrancar como el resto, ya era demasiado tarde. De súbito, la boca del bosque donde estaba el equipo de contención asentado se prendió en fuego. No era como las llamas de ayer o las de hoy por la madrugada, eran mucho peor. El fuego se levantaba del suelo como llamas en forma de lanza que buscaban destruirme, mientras yo corría en dirección al ultimo carro que aun me esperaba. A medida que me acercaba, aumentaban mis dudas sobre si me estaban esperando o si algo le sucedía al carro. Al llegar, me di cuenta de que no había nadie dentro, y que probablemente este tuviera alguna falla, motivo por el cual dejaron la masa de metal rojo a la mitad del camino, alimentando mis esperanzas. 

Antes de caer en la desesperación, recordé que en los carros, cuando los jefes son organizados, hay mochilas con equipamiento de supervivencia dentro. Busque rápidamente y tome la primera que encontré, para salir corriendo, como atleta que fui en mis años escolares, en sentido contrario al manto rojo que se levantaba iracundo sobre el suelo. Primero corrí por el camino, arrancando despavorido. Ahora que repaso los hechos, fue bastante poco digna la forma en la que corrí, pues recuerdo que lloraba y gritaba "Voy a morir, voy a morir" repetidamente, como si un rey medieval me hubiese condenado a la horca. Corrí por una hora mas o menos, subestimando la distancia que me separaba del centro de mando, donde ya deberían estar mis compañeros restantes, junto a los jefes de Compañía, el presidente de la ONEMI y el de la CONAF. Pensé que serían diez kilómetros, máximo. El traje, las botas y el casco no mejoraban mis probabilidades de vida en ese minuto, pero no podía deshacerme de ellos, en caso de que los necesitara si no llegaba al centro de mando. 

Luego de dos horas, que para mi parecieron días, llegue a una curva que permitía proyectar el camino y ver su extensión. La vista no era alentadora, pues lo que estime como diez kilómetros, resultaron ser veinte, y siendo las seis de la tarde, estimando que me demoraría media hora por cada kilómetro, no llegaría antes de que cayera la noche oscura sobre mi. Al menos ahora veía las nubes, y el humo no interrumpía mi respiración. Tenía dos opciones: la primera era tomar el camino que serpenteaba en dirección a donde estaba el mando, mientras la segunda era atravesar el bosque, esperando que el incendio no se expandiese hacia ese sector del bosque. Me detuve un momento, respire hondo, me quite el casco para limpiarme la cara, limpie la visera, me puse el casco de nuevo y me acorde que podía haber algo útil en la mochila. Como dije, la utilidad de la mochila dependía enteramente de si el jefe de ese carro era ordenado o no, porque si no lo era, nadie se preocupaba de las mochilas de emergencia. La tome con ambas manos, entendiendo que de ese momento dependía gran parte de mi futuro, y procedí a abrir el bolsillo mas pequeño, donde generalmente estaban las bengalas. Nada. Abrí el bolsillo del lado derecho, para encontrar un lápiz, un papel con unos  cálculos y palabras tachadas. Abrí el bolsillo izquierdo, para encontrar una botella de agua y un cortaplumas de esos caros. Tenía un nombre escrito, "Pedro Larraín",  y sonreí. Era la mochila del Peter. Fue tal la coincidencia que carcajadas salieron de mi boca para resonar en el cerro, solitario. Abrí el cierre grande de la mochila deseando que Peter fuera organizado y precavido, y encontré unos cuadernos, un código de aguas y un control de Derecho Civil en el que le habían ido muy mal. Me estaba resignando a lo que veía, cuando siento algo duro al fondo de la mochila, era su celular. Un iPhone 3G, con la pantalla quebrada y una carcasa grande. Probablemente le puso la carcasa después de romper la pantalla. Probé llamar al Coloro, pero no había señal. Cerré la mochila, me la puse y mire nuevamente al horizonte.

Tenía que tomar una decisión, y esta no iba a ser fácil. Lo que encontré en la mochila no fue para nada determinante o útil para decidir el camino. Mi abuelo tenía un dicho, "Una vittoria senza sforzo e peggio di una sconfitta", una victoria sin esfuerzo es peor que una derrota. Nunca entendí porque me la decía en italiano, siendo que él era mas chileno que el Transantiago. El tema es que me acorde de esa frase en ese minuto, y decidí arriesgarlo todo y cruzar el bosque. Eran aproximadamente seis o siete kilómetros en línea recta, en vez de los veinte que me demoraría si tomaba el camino. 

El problema ahora era otro. No tenía ninguna comunicación con mi equipo y había un fuego que apagar. Corrí en línea recta, Atravesando el bosque por donde el fuego aun no devoraba los árboles. La madera era una antorcha expectante, rogando a ser prendida hasta convertirse en un fuego abrasador. Tenía miedo, porque escuchaba el sonido crepitante que se genera antes de que prenda el fuego. El viento no amainaba y la situación se iba tornando cada vez peor. Eran las seis y media, el sol seguía arriba, pero a través del humo era difícil de localizar. Yo trotaba, esquivando árboles y agujeros, esperando no encontrar ningún obstáculo. El camino fue sencillo, y logre llegar a los pies de la montaña antes de las nueve. Los centros de mandos estaban unos metros mas abajo, pero mi cuerpo no quería más guerra. Logre armarme de valor y bajar por la inclinada pendiente que me separaba de la central de logística. Sobrestime mis capacidades y tropecé, golpeándome muy fuerte en la cabeza, y a pesar del casco perdí la conciencia.

Desperté y el fuego me rodeaba, como si yo fuera un delincuente y él la fuerza de la ley. Se que esa escena solo es de películas de buen presupuesto, pero así me sentí cuando recupere la conciencia. No había logrado bajar la colina, ni tampoco rodar hacia abajo con la misma inercia que condenó mi ultima oportunidad de salir vivo de ahí. El fuego me abrazaba como un padre a su hijo, estaba rodeado por él en un bosque ajeno, desconocido y cruel, que en su agonía lo único que piensa es muerte y consumir la mayor cantidad de vidas posible. Estaba atrapado en una celda hirviendo, y de a poco el calor se hacia intolerable. Gire sobre mi pie izquierdo y corrí hacia donde supuse que en algún minuto Estuvo el centro de comando. Ya no habían tiendas de CONAF o ONEMI. Solo fuego, árido y asfixiante fuego. Corrí mientras la noche tranquilizaba las llamas con su canto de cuna. Solo sobreviviría un par de horas más si no encontraba algún lugar abierto lejos del calor del incendio. Los árboles eran antorchas que exhalaban llamas, iracundos y hambrientos.

Cuando estas ahí, en el ojo del huracán, no importa si él que empezó el incendio era un niño inocente o un adulto inconsciente. El fuego quema de la misma forma, la muerte tiene el mismo olor a hueso carbonizado y las cenizas entran igualmente a tu cuerpo, destruyendo lentamente tus pulmones y ahogándote desde adentro, como si una mano invisible estuviera agarrando las paredes de tu garganta y rasgándolas hacia adentro. El calor no se siente, pero quema tu cuerpo como mil agujas, sin piedad, mientras solo sientes esa tibia sensación de estar acalorado. Después de tantas horas, el cuerpo deja de sentir dolor, hambre, sed y cualquier otro sentimiento básico, guardando energías para escapar de ese infierno. Yo estaba a punto de sobrepasar esa barrera, mi cuerpo lo sabía. Ya había empezado a delirar hace una hora y algo más, sentirme más allá del cuerpo, de lo físico. Es una sensación increíble, a la cual puedes hacerte adictivo sin el debido tratamiento.

Corrí por algo así como cuarenta minutos, tal vez más, antes de caer rendido a los pies del camino que me llevaba a un lugar libre de calor y ese rojo asesino.

Despierto al fin de esta pesadilla infernal. La última imagen que tengo es la del fuego consumiendo mi rostro, haciendo hervir la piel como si fuera agua para café. Una voz me susurra al oído.

                                Niki. ¿Niki estás despierto? ¡Nikolaus! ¡Di algo! - Era la voz de Marlene. Trato de decirle que me dolía todo, preguntar que ha pasado, donde estoy. Debe haber entendido mi situación, pues se tranquilizo al verme intentar hablar.

                           Niki, estas en Saint Josef Hospital, en Adenau, tuviste un choque horrible corriendo el Gran Prix de Alemania, todo estaba en llamas, tu auto ¡! Estabas al medio de todo, tenía miedo por ti, cuando escuche lo que había pasado corrí a verte - su voz empezó a flaquear, y le di la mano para que sintiera mi compañía.

La pesadilla había sido más que eso. Mientras yo me retorcía entre las llamas de esa pira funeraria, y me refiero al bosque de mis pesadillas, había alguien en el mundo real trayéndome de nuevo a la vida. Pude vivir lo que un bombero alguna vez vivió. Pero tengo la suerte de que fuera solo un sueño, tengo la suerte de estar vivo y con las atenciones necesarias. Muchos bomberos morirán hasta que la gente se de cuenta, a nivel global, de la importancia que tienen, y de lo riesgoso que es ese trabajo. Esta noche dormiré en una camilla y conectado a tubos, perdiendo mi independencia, pero al menos habré vivido. No estoy solo. Ellos tampoco deben estarlo.