Su nombre es Amelia, y toca el acordeón
todos los días en el metro Tobalaba. Lo lleva dentro de un paño de seda verde,
decorado con la primavera floreada de tonos rosáceos. Un vals es el que toca,
de manera casi monótona. Pero ella vive a través del viento que consume su
acordeón. Con sus brazos finos y delicados tambalea la caja musical de un lado
hacia otro, bajo el compás del vals que le da vida y valor. El instrumento por
si solo no es más que madera inanimada, pero bajo los suaves dedos de Amelia
este adquiere un precio incalculable, al igual que la pasión de su tierna
dueña. No pide limosnas ni comida, solo atención, y mejora todos los días
gracias a recomendaciones de un público intrínsecamente sordo. Amelia balancea
su acordeón bajo las notas carnavalescas de su amada melodía.
La tonada empieza con una
caminata alegre, constante y vigorosa, llama a tambalearse de un lado a otro,
como el destino sobre el hilo del tiempo. Se balancea por si misma por breves
instantes, hasta que la melodía empieza a balbucear. Cuenta una historia de una
pequeña francesa, quien triste escapó de su hogar en busca de una canción para
tocar. Pasea por un bosque, caminando de lado a lado, observando el paisaje,
atenta a lo que pueda encontrar. Los colores alimentan su imaginación, y esta
le permite volar, mas sus pesados zapatos no la dejan despegar. Por eso caminó
sin parar, por el bosque que la vio andar, y mirando por sobre los arbustos
logró ver el mar, y sin sentir ni brisa ni arena llegó a un extraño lugar,
donde Mi sabía a azúcar y Si a carbón, donde Do era enorme y Fa un mirón. Buscó
por todas partes un Re para bailar, pero él se escondía, como una aguja en un
pajar. Escudriño entre partituras y tempos discordantes, reviso la caja de
música, hasta sus recónditos rincones equidistantes, pero Re no aparecía, y el
Sol estaba bajando, corchea por corchea, hasta llegar al ocaso en blanco. La
partitura era virgen, y la niña quería inventar, y empezó a escribir la canción
que hoy no puedo olvidar.
Amelia no quiere que la
canción termine, su acordeón tampoco. Un bombo a lo lejos se escucha, y otro
acordeón le acompaña. No quieren competir con ella, sino asistirla. Las tres
cabezas se balancean al son de un vals que no quiere acabar. Campanas suenan en
lo alto y dan notas agudas que contrastan con los vientos fugaces que expelen
las cajas mágicas. El bombo, cansado, deja que ambos acordeones bailen, un paso
hacia adelante, uno hacia atrás, uno hacia adelante y luego en diagonal. Los
pies no se cruzan nunca, y los pequeños zapatos de Amelia se acobijan bajo la
sombra de quien acaricia el otro acordeón. El metro esta vacío, pero la vida y
la alegría extasiaban el lugar. Siendo que solo dos cuerpos se movían, miles de
almas sentían el calor, radiante, de aquella sonata.
Partió escribiendo en lo alto
de la partitura, sin olvidar la llave de Sol, para abrir las puertas de la
armonía. Su pincel subió y bajo, improvisando una melodía bohemia. De pronto
todas las notas salieron a recibir a la pequeña compositora, y bailaron a su alrededor
con entusiasmo y energía. Bailaron por horas hasta que notas graves ocuparon la
escena. Una escala diferente reinaba ahora, y la melancolía, veloz, generaba
reflexión y tristeza, un escalofrío cruzó la espalda de Amelia. Ya no quería
seguir componiendo, pero no podía parar.
El piano en Valparaíso,
decorado de alegres colores, tocó una melodía nostálgica. Los amarillos que
irradiaban energías se veían cubiertos de azules opacos que tranquilizaban la
brisa marina. Una nota se perdió en alta mar, y el pianista estaba empeñado en
rescatarla. Tejiendo sobre partituras, nota por nota, fue estirando un
salvavidas a aquella nota que quería seguir viva. Matías no dejaría morir la
caja de música, y con ojos ciegos y dedos frágiles cosía fragmentos, melodías,
recuerdos y memorias. Está cansado y decide reiniciar su búsqueda mañana, o el
día que le siga a este, pero la nota cada vez está más lejos, pues la corriente
la añora y quiere hacerla suya. Yemas ágiles castigan la madera blanca decorada
con líneas tribales que habitan dentro del piano marino, tratando de recuperar
la nota perdida, pero ella no quiere que la encuentren, navega sola sobre el
oleaje de las teclas percusionistas.
Amelia se encuentra sola, pero
sigue su camino. Busca compañía bajo los suelos santiaguinos, y la encuentra en
un violín efervescente. Sus brazos se mueven a velocidades vertiginosas,
olvidando tiempos, olvidan limites, no existen repeticiones, no hay espacio
para errores, no se puede retractar, ya no. La nostalgia dio paso a la vergüenza,
la incertidumbre, el miedo, desesperación, el violinista tiene miedo de que
Amelia no pueda volver jamás. Pobre, no sabe que ella nunca llegó. Un
paño de seda cubre el pelo de Amelia, dejando escapar un travieso rizo castaño.
Verdes colores rodean su opaco rostro, que deja caer una lagrima nostálgica
sobre el suelo del metro. Una moneda rueda hasta sus pies, solo para llamar su
atención. Ella levanta la cabeza, sin descansar la música, para cruzar miradas
con él. Una sonrisa tímida rompió el silencio como un hielo cayendo en una
noche de verano. Ella deja que otra lagrima caiga sobre el violín que la rodea,
pero la nostalgia ya no habita las notas que escapan de su caja mágica. El
violín, emotivo, le dedica una mirada traviesa, llena de sentimiento. Ambos siguen
sus paso al son del vals de Amelia. No hay nadie que mande, pues ninguno sabe
dar ordenes. Un muchacho tímido y una joven con el corazón roto.
La pequeña compositora se
detuvo de súbito. Un silencio estaba en su mano, listo para ser ejecutado, cuando
se dio cuenta que quería una sonido que durara toda la vida. Busco en su escala
como quien busca en un saco, eligiendo con cuidado su último respiro. Una
redonda cayó en su mano, pidiendo ser sacrificada para mantener vivo este
momento hasta el fin de los tiempos. La redonda dejo que la tercera cuerda se
enterrara en su pecho, atravesando su corazón hasta que hojas rojizas cayeron
sobre Amelia en aquel parque otoñal. Sobre la caja azul quedó, petrificado, el
deseo de la pequeña compositora. Amelia levantó el rostro hacia los algodones
celestes y miró ciegamente hacia el cielo. Ve los sonidos cruzar el tiempo
raudos sobre el viento de otoño. Ya no se siente sola.