lunes, 12 de octubre de 2015

Amelia y su Acordeón

Su nombre es Amelia, y toca el acordeón todos los días en el metro Tobalaba. Lo lleva dentro de un paño de seda verde, decorado con la primavera floreada de tonos rosáceos. Un vals es el que toca, de manera casi monótona. Pero ella vive a través del viento que consume su acordeón. Con sus brazos finos y delicados tambalea la caja musical de un lado hacia otro, bajo el compás del vals que le da vida y valor. El instrumento por si solo no es más que madera inanimada, pero bajo los suaves dedos de Amelia este adquiere un precio incalculable, al igual que la pasión de su tierna dueña. No pide limosnas ni comida, solo atención, y mejora todos los días gracias a recomendaciones de un público intrínsecamente sordo. Amelia balancea su acordeón bajo las notas carnavalescas de su amada melodía. 

La tonada empieza con una caminata alegre, constante y vigorosa, llama a tambalearse de un lado a otro, como el destino sobre el hilo del tiempo. Se balancea por si misma por breves instantes, hasta que la melodía empieza a balbucear. Cuenta una historia de una pequeña francesa, quien triste escapó de su hogar en busca de una canción para tocar. Pasea por un bosque, caminando de lado a lado, observando el paisaje, atenta a lo que pueda encontrar. Los colores alimentan su imaginación, y esta le permite volar, mas sus pesados zapatos no la dejan despegar. Por eso caminó sin parar, por el bosque que la vio andar, y mirando por sobre los arbustos logró ver el mar, y sin sentir ni brisa ni arena llegó a un extraño lugar, donde Mi sabía a azúcar y Si a carbón, donde Do era enorme y Fa un mirón. Buscó por todas partes un Re para bailar, pero él se escondía, como una aguja en un pajar. Escudriño entre partituras y tempos discordantes, reviso la caja de música, hasta sus recónditos rincones equidistantes, pero Re no aparecía, y el Sol estaba bajando, corchea por corchea, hasta llegar al ocaso en blanco. La partitura era virgen, y la niña quería inventar, y empezó a escribir la canción que hoy no puedo olvidar.

Amelia no quiere que la canción termine, su acordeón tampoco. Un bombo a lo lejos se escucha, y otro acordeón le acompaña. No quieren competir con ella, sino asistirla. Las tres cabezas se balancean al son de un vals que no quiere acabar. Campanas suenan en lo alto y dan notas agudas que contrastan con los vientos fugaces que expelen las cajas mágicas. El bombo, cansado, deja que ambos acordeones bailen, un paso hacia adelante, uno hacia atrás, uno hacia adelante y luego en diagonal. Los pies no se cruzan nunca, y los pequeños zapatos de Amelia se acobijan bajo la sombra de quien acaricia el otro acordeón. El metro esta vacío, pero la vida y la alegría extasiaban el lugar. Siendo que solo dos cuerpos se movían, miles de almas sentían el calor, radiante, de aquella sonata.

Partió escribiendo en lo alto de la partitura, sin olvidar la llave de Sol, para abrir las puertas de la armonía. Su pincel subió y bajo, improvisando una melodía bohemia. De pronto todas las notas salieron a recibir a la pequeña compositora, y bailaron a su alrededor con entusiasmo y energía. Bailaron por horas hasta que notas graves ocuparon la escena. Una escala diferente reinaba ahora, y la melancolía, veloz, generaba reflexión y tristeza, un escalofrío cruzó la espalda de Amelia. Ya no quería seguir componiendo, pero no podía parar.

El piano en Valparaíso, decorado de alegres colores, tocó una melodía nostálgica. Los amarillos que irradiaban energías se veían cubiertos de azules opacos que tranquilizaban la brisa marina. Una nota se perdió en alta mar, y el pianista estaba empeñado en rescatarla. Tejiendo sobre partituras, nota por nota, fue estirando un salvavidas a aquella nota que quería seguir viva. Matías no dejaría morir la caja de música, y con ojos ciegos y dedos frágiles cosía fragmentos, melodías, recuerdos y memorias. Está cansado y decide reiniciar su búsqueda mañana, o el día que le siga a este, pero la nota cada vez está más lejos, pues la corriente la añora y quiere hacerla suya. Yemas ágiles castigan la madera blanca decorada con líneas tribales que habitan dentro del piano marino, tratando de recuperar la nota perdida, pero ella no quiere que la encuentren, navega sola sobre el oleaje de las teclas percusionistas.

Amelia se encuentra sola, pero sigue su camino. Busca compañía bajo los suelos santiaguinos, y la encuentra en un violín efervescente. Sus brazos se mueven a velocidades vertiginosas, olvidando tiempos, olvidan limites, no existen repeticiones, no hay espacio para errores, no se puede retractar, ya no. La nostalgia dio paso a la vergüenza, la incertidumbre, el miedo, desesperación, el violinista tiene miedo de que Amelia no pueda volver  jamás. Pobre, no sabe que ella nunca llegó. Un paño de seda cubre el pelo de Amelia, dejando escapar un travieso rizo castaño. Verdes colores rodean su opaco rostro, que deja caer una lagrima nostálgica sobre el suelo del metro. Una moneda rueda hasta sus pies, solo para llamar su atención. Ella levanta la cabeza, sin descansar la música, para cruzar miradas con él. Una sonrisa tímida rompió el silencio como un hielo cayendo en una noche de verano. Ella deja que otra lagrima caiga sobre el violín que la rodea, pero la nostalgia ya no habita las notas que escapan de su caja mágica. El violín, emotivo, le dedica una mirada traviesa, llena de sentimiento. Ambos siguen sus paso al son del vals de Amelia. No hay nadie que mande, pues ninguno sabe dar ordenes. Un muchacho tímido y una joven con el corazón roto. 


La pequeña compositora se detuvo de súbito. Un silencio estaba en su mano, listo para ser ejecutado, cuando se dio cuenta que quería una sonido que durara toda la vida. Busco en su escala como quien busca en un saco, eligiendo con cuidado su último respiro. Una redonda cayó en su mano, pidiendo ser sacrificada para mantener vivo este momento hasta el fin de los tiempos. La redonda dejo que la tercera cuerda se enterrara en su pecho, atravesando su corazón hasta que hojas rojizas cayeron sobre Amelia en aquel parque otoñal. Sobre la caja azul quedó, petrificado, el deseo de la pequeña compositora. Amelia levantó el rostro hacia los algodones celestes y miró ciegamente hacia el cielo. Ve los sonidos cruzar el tiempo raudos sobre el viento de otoño. Ya no se siente sola.