Cinco músicos se toman el escenario, cada uno en su propio
mundo, enredados en las luces blancas esgrimidas como telarañas. Todos tocan
algo distinto, tal vez sin sentido al oírse por separado, pero juntos generan
música, un sonido familiar tibio y acogedor. Las cuerdas hilvanadas atan los
acordes, las negras y las blancas. Semillas dejan caer la lluvia de invierno
sobre el antiquísimo tejado de un teatro remodelado hace no tanto. Los asientos
se hacen inútiles luego de un par de canciones, miradas enamoradas apuntan al
escenario, ojos dilatados por un ritmo extasiante, vellos se erizan en cada
centímetro del cuerpo, una lágrima cae sobre el asiento treinta y cinco.
Los pájaros rojos invaden el gran espacio abierto, las paredes
se desintegran con una explosión multicolor y me dejan desnudo. El invierno del
sur me rodea. El Cono Ártico me da la bienvenida con una voz melódica,
acompañada por un bombo, una guitarra de palo y una sonrisa. Hace frío, pero la
cabaña se siente cálida. Colores cromofobicos se desatan por mi ventana,
matices oscuros se remiten a los sentimientos de ayer, buscan franquear la
sonrisa de hoy y alcanzar la lágrima de mañana. Pájaros rojos invaden la
melancolía de un adiós y la luna, escondida entre las nubes, deja mostrar su
dorada pestaña. El silencio ensordecedor deja un eco resonando eternamente
entre paredes de adobe, selladas a cal y canto. Una guitarra de madera se apoya
contra la muralla y pide permiso para dormir.