martes, 23 de agosto de 2016

La Playa

            Tengo un recuerdo borroso sobre una película de Bielinsky que decía algo así como "Siempre puedes ponerle precio al honor, solo debes preocuparte de que no sea muy bajo". Claro, hay pocas cosas a las que no le pondría un valor en dinero, pero es un punto valido. Todos damos la mano a torcer por una cifra. ¿Matarías a una persona por quinientos mil pesos? ¿No? ¿Y por un millón? Tampoco. ¿Dos? ¿Tres? ¿Matarías a una persona por quinientos millones de pesos? No es que falten asesinos, lo que faltan son financistas.

Me levante de mi asiento y la sombra de mi cuerpo se proyectó sobre infinitos granos de arena, mire el sol de reojo y pensé en Pamela. Atardeceres nubosos se resquebrajaban sobre los recuerdos de una tarde más cálida, un atardecer más cobrizo y menos ardiente. Más cariño y menos placer. Ella vivía entre Portugal y Vicuña Mackenna, pero siempre por Alameda. Los pasos por aquel pavimento ahora suenan como caricias al suelo estático, impermeable a las emociones del momento, indiferentes al paso del tiempo, fugaz y etéreo. Una canción suena a lo lejos, intimo placer de jóvenes parejas.

Mis manos tiemblan sobre el bastón de roble que sostiene mi cuerpo, mi dignidad. Al menos lo que queda de ella. ¿Qué no hice por dinero? ¿Hubo algo que me diera pudor o vergüenza? ¿Mi profesión sello tan profundamente los sentimientos humanos? ¿Lastima? ¿Cariño? ¿Apego? La verdad es que no lo sé, pero Pamela siempre me generó esa pregunta.

Es tan corto el amor, pero tan largo el olvido. Frases de Neftalí que desearía jamás haber escuchado. Creer en el amor solo para ver cómo sucumbe frente al dinero. El verde sobre el rojo, el placer sobre la pasión, el número sobre la palabra. No es que falten asesinos, es que faltan financistas.


Un impaciente grita desde el estacionamiento que deje mis cavilaciones y me vaya al auto. Tiene razón, solo que a veces me cuesta olvidar a Pamela. Sus ojos claros y honestos eran el reflejo de lo que nunca fueron los míos, negros y traicioneros, como la bola más oscura en una mesa de billar. Dejo mi bastón en el asiento de atrás y cierro la puerta del copiloto. Es hora de volver a casa. Mi hijo me mira desconcertado y abatido, no sabe qué hacer para sacarme de mis memorias. Pobre, si solo supiera que es lo único humano que me va quedando. Tan corto el amor, y tan largo el olvido. Nueve Reinas se llamaba la película, y hablaban de putos, no asesinos.