Érase una vez, hace incontables años,
en una tierra cuyo nombre no recuerdo, dos hermanos mellizos. Él era hombre,
ella era mujer, y solo se tenían el uno al otro. Él solo hablaba con ella, y
ella solo hablaba con él.
Vivían en una ciudad bastante única.
Una casa, para él y para ella, una tienda de abarrotes donde trabajaba él y una
tienda de ropa donde trabajaba ella. A veces se aburrían y cambiaban de lugar
sin que nadie se diera cuenta. No había nadie para hacerlo.
Era un pueblo con una casa, porque no
había nadie quien necesitará otra. No había absolutamente nadie. Todos los días
él visitaba la tienda de ropa para saber cómo estaba ella, cuánto había vendido
y que tal iba el día. Ella iba todos los días por lo mismo a la tienda de
abarrotes. Bueno, no todos los días, pues habían algunos donde se cambiaban de
puesto, sin que nadie se diera cuenta.
Cuando llegaba la noche, él ponía la
mesa mientras ella cocinaba lo que había comprado en la tienda de abarrotes.
Luego él servía la comida y ambos cenaban juntos. Hablaban sobre el clima, él
siempre contaba un chiste nuevo y ella siempre reía. Terminada la cena, ella
levantaba la mesa para que él pudiera lavar los platos, y cuando ambos terminaban
sus tareas, se sentaban alrededor de la chimenea apagada, a contemplarse
mutuamente.
Todas las noches, las estrellas caen
sobre el pequeño pueblo, cubiertas por las nubes, los párpados de él y los
párpados de ella se sienten pesados, y antes de que estos se cierren, se
acuestan en su camarote. El de abajo para ella, el de arriba para él. Se dicen
las buenas noches y la luna observa como ambos caen dormidos.
Un día, él necesitó ayuda de ella para
revisar la bodega de la tienda, cosa que no podía hacer él, por qué se
encontraba limpiando el mostrador. Ella, felizmente, acepto la petición, debido
a que la tienda de ropa parecía desierta aquel día. A ella le tomó bastante
tiempo revisar las bolsas chamuscadas y las cajas carbonizadas, pero trabajo
arduamente para complacerlo a él, hasta que encontró un objeto que llamó su
atención.
Entre dos paños delicados se encontraba
una fina obra, un espejo con el marco adornado por flores que se entrelazaban grácilmente
alrededor del artefacto. Era tan bonito que hizo que ella olvidara todo sobre
su tienda, al menos por el momento.
Ella miró detenidamente el reflejo que
el espejo le estaba mostrando, sin embargo aún no comprendía la imagen. El
artefacto estaba roto, lo que no ayudaba, pero eso no era lo que generaba la
intriga en ella. Una imagen resquebrajada era reflejada en el espejo, el polvo
escondía los detalles, pero el retrato de ella aún era reconocible.
Su rostro parecía una telaraña, marcada
por cicatrices teñidas de todos los colores existentes en el cuerpo humano. La
quemadura hizo que ella perdiera el ojo izquierdo y que el lado derecho de su
rostro colgara como los sacos que habían en la tienda de abarrotes. Vio como el
poco pelo, que le gustaba usar corto, eran hilos negros, restos de lo que
alguna vez fue una cabellera rubia y resplandeciente.
Un grito se sintió desde la bodega,
pero él no se alteró. Lentamente, caminó hacia la parte de atrás, donde se
encontraba ella, y mirándola con desdén, vio como sus lágrimas corrían por las
deformaciones de su rostro, horrible, irreparable. Él siempre supo que este
momento llegaría, que los recuerdos del incendio no podrían permanecer
escondidos para siempre.
Él se agachó, y ella miró hacia arriba
buscando consuelo en su mellizo, su compañero del alma, pero cuando elevó sus
brazos para descargarse en un largo y fraternal abrazo, sintió un dolor
insoportable en el pecho. Cayó de espaldas por el dolor, solo para ver un
cuchillo enterrado a la altura del corazón. Quería gritar, pero el dolor no se
lo permitía. Quería llorar, pero la confusión no la dejaba.
Lentamente, la sangre dejaba su cuerpo
junto a su último aliento, y él miró con desagrado el cuerpo inerte de ella,
quien alguna vez fue parte importante de su vida, pero que nunca más lo sería.
Retiró el arma asesina del cuerpo y procedió a limpiarlo, dejándolo luego en la
estantería. Dirigió sus pasos a la puerta y observó el paisaje.
Escombros repartidos por todo el lugar,
restos de cuerpos incinerados en la calle de tierra, madera carbonizada,
cimientos hechos cenizas. El viento arrastraba el humo que desde aquel incendio
habitaba en el pequeño poblado. La brisa silbaba una canción sobre desolación y
angustia.
El lugar era perfecto, era la tierra de
Dios. El oscuro cielo descansaba en sus manos, era un lugar de alegrías e
inocencias perdidas. Era su tierra, ellos eran Dios. Pero ya no eran dos, sino
uno. Ya no era él y ella, solo él. Nadie visitaba la tienda de abarrotes, nadie
atendía la tienda de ropa. No hay quien ponga la mesa o la recoja, quien
cocine, quien contemple el tiempo quemarse en la chimenea con él. Solo estaba
él.