jueves, 19 de julio de 2018

Déjame Ir


La cortina negra de mis párpados se levanta para ver la tenue luz del parque, agazapado entre las nubes de invierno y la sonrisa de una luna traviesa. La noche es confusa, como siempre, y el ensordecedor ruido de tus latidos retumba en mis odios. La banqueta que antes parecía de fierro ahora es cálida y reconfortante, tus manos suaves sostienen mis pesares entre palabras de cobijo, de aliento. Mi rostro se pierde entre el algodón de tu blusa y la costura de tu cuello, el collar que jamás te quitas deja una marca en mi mejilla. Como un niño atribulado dejo caer mis penas entre sollozos quejumbrosos y una mirada triste, agotada de una vida necia, incierta e inocente. Cuantas palabras has de gastar en mi para que las dos piezas de mi corazón se fundan en un abrazo íntimo y eterno. Todo por qué un ingenuo cruzó su camino tormentoso con los girasoles de tu sendero amarillo y esperanzador. Cuanta paciencia se le puede exigir a una misma persona y de que forma recompensarla por tanto tiempo perdido. Un merodeador del pensamiento y vagabundo del vocabulario, jamás terminé una idea por qué siempre se agolparon otras, y a estas las siguientes, una y otra vez, hasta que todo pierde sentido y terminamos bajo las astronómicas luciérnagas y su nostálgico titilar. 

Mis pulmones bailan un bolero con los tuyos, y tomados de las manos se hinchan de calor, y todos juntos dejan salir el aire de los cuerpos en un grito callado para los oídos ajenos. Solo tú escuchas mi pena, solo yo entiendo tu desconcierto. Las cosas no son lo que parecen y la confusión se viste de costumbre para hilar una fibra más en el manto oscuro de la noche, que vela por nuestro sueño. Una estrella se asoma curiosa entre los árboles semidesnudos para preguntar si estamos bien. Yo estoy bien, y tu de maravilla, pero algo dentro de mí se siente incompleto, algo dentro de ti no libera los pesares que se agarran del nudo que se alojó en tu garganta. Si solo supieras lo que yo pienso, si solo dijeras lo que tú sientes. Si solo fuésemos distintos y la hora fuese a la tarde, o incluso de mañana. Pero hoy ya es de noche, tu eres tú, yo soy yo, y ya nada importa porque la vida es un enredo de cables y sensaciones. Reglas tácitas aceptadas por todos y seguidas por nadie. Quiero gritar a los cuatro vientos lo que siento, pero tengo miedo de lo que pienses de mi. Me aterra que me olvides por decir algo ligeramente inadecuado.

Mis brazos descansan sobre tu cuello ataviado de dudas, y lo decoran como una bufanda hecha de carne y pena. Las estrellas se mueven lentamente con el tiempo y los árboles se acurrucan unos sobre otro, enternecidos por la escena que se desarrolla sobre sus raíces. Tu rostro indescriptiblemente triste me rompe el corazón y solo puedo pensar en palabras que no mejorarán la situación. Mi lengua intenta gesticular una disculpa y solo me ahogo con mis emociones. Una lágrima se escapa de tus ojos entrecerrados y recorre tu mejilla, luego la mía. Tu corazón palpitante suena agotado y el mío yace muerto junto a ti. Una leve brisa peina el césped que se extiende bajo nuestros pies como una alfombra y un escalofrío recorre mi espalda. Los pelos de mi brazo se erizan, pero no es por el frío. Un sollozo se escapa de tus apretados labios y se lleva mi alma al silencio eterno. 

Llega un auto y hace cambio de luces. Es para ti, debes irte ya. Posas tu mano sobre mi rostro y cierras mis ojos de niño. Me aprietas fuertemente contra tu pecho y el olor de tu perfume me invade por una última vez. Levanto el rostro solo para encontrar una oscura mancha de llanto en tu hombro, y mi corazón se rompe a llorar, como un crío que ha perdido a su madre antes de entender que la muerte es parte del camino. Te miro a los ojos a través de las lágrimas que se acumulan como pasajeros intentando bajar de un atiborrado autobús. Me miras mordiéndote el labio y apretando tu alma para que no escape en un llanto desconsolado. La vida sigue y nada más. Te levantas y esperas a que yo haga lo mismo, pero yo no me quiero levantar. Hacerlo significa dejarte ir, soltarte de mi vida, sería como perder un brazo, una pierna. Es como olvidar mi corazón. Me pones una cara acomplejada, pidiéndome por favor que no lo haga más difícil de lo que ya es, y solo por que te quiero mis piernas se recogen para erguirme acabado, derrotado.  

Te acompaño hacia el auto estacionado y llevo tu maleta, como si fuera mi último castigo. Yo, el que menos quiere que te vayas, te despido y te ayudo a cargar tus recuerdos en un viaje del que nunca más sabré nada. Junto al frío invierno, me das un gélido beso en la mejilla y tomas mi mano por última vez. Tus manos están cálidas como siempre, pero tiemblan, tiritan junto con tu voz. Tratas de decirme algo y no logro entender nada. Tu voz se corta como nuestra vida juntos, el llanto se trabaƒ en tu garganta y antes de que un grito acongojado se escape de tu boca, te doy un último abrazo y sostengo tu alma en mis brazos. No dejaré que te vayas con una lágrima en la garganta ni con una pena en los ojos. 

Cuídate mucho, y que tengas un viaje tranquilo, dije, comiéndome toda la pena que la vida permite a un hombre soportar. Tus ojos enrojecidos se enternecieron y comprendieron, una última vez, que yo era para ti tanto como tu lo eras para mi. Pusiste cara de decidida, como tratando de convencerme de que todo iba a estar bien. Cuánto te conozco. Posé mi mano firme y delicadamente sobre tu mejilla y con el pulgar te acaricié una última vez. Tomaste mi mano y la retiraste, suavemente. Me diste las gracias por todo el tiempo juntos y me deseaste lo mejor en mi vida. Me recordaste que debo comer sano y pasear con mi perro, pues eso me hará bien. Yo te dije que te amaba. Me respondiste que lo sabias. Yo se que lo sabias. Cerraste la puerta del auto y esas siempre serán las últimas palabras que escucharé de tus labios. Tristemente, eso también lo se.