Una leve
brisa se apodera de mis ropas y deja mi camisa meciéndose al bamboleo del
viento, balanceándose fluidamente sobre las corrientes de aires que recorren mi
continuo mover, mi incesante vibración, las gesticulaciones dramáticas y el
frenesí cinético de mi palpitar. El pasto a mis pies desprende ese olor a
verano, a madrugada, a felicidad sin remedio. Los pájaros tratan de acallar la
música, de hacerse escuchar, pero un platillo sincopado solo se preocupa de
recordar cada nota, que los bajos vibren, los agudos puncen, que la voz
estremezca las entrañas y nadie quede indiferente al sentimiento general, al
fluir de los movimientos, la transición de posturas, el traspasar la alegría de
la mente al cuerpo, y de este al aire, al cielo, al horizonte que descansa al
final de nuestras miradas.
Las nubes
revolucionan en torno a un sol luminoso que calienta los pies y los mantiene
saltando en el mismo lugar, como si el fresco pasto fuese carbón encendido,
brasas perennes de un fuego eterno, quemando en los corazones. Las extremidades
autónomas olvidan el orden central y se reparten en direcciones aleatorias, de
una manera caóticamente armoniosa, contrapesando el equilibrio de un cuerpo
brioso, vehemente, un convulsionar eléctrico, un girar desenfrenado, conducido
de manera desordenada hacia ningún lado, bajo la mirada de nadie más que el
cielo y las infinitas estrellas escondidas tras una cortina cerúlea. El
revolucionar antiestético de un impulso acéfalo, alternativo, divergente, que
se traslada dentro del mismo metro cuadrado, avanzando en todas direcciones
solo para regresar al inicio, eventualmente. Movimientos alternativos definen
el actuar azaroso de tan desviada conducta.
Abro los
ojos y un sentimiento de vértigo me abraza los tobillos, ahora estáticos,
mientras mis rodillas aún siguen el último embate del movimiento, siguiendo la
inercia incesante de tan agradable fluir. Una gota de sudor practica clavadismo
desde lo alto de mi ceño para aterrizar lejos, impulsada por el último vector
que acompañó el desenfrenado actuar de mi cuerpo, su independencia totalmente
desentendida de mi pensar. Recupero la conciencia lentamente y noto la
respiración entrecortada, alborotada, la adrenalina irradiando desde mis
mejillas, el calor de mi espalda escurriendo con la gravedad. Paulatinamente,
mi cuerpo permanece inmóvil, de pie, al mismo tiempo que la canción anuncia su
muerte, el suicidio anunciado, conocido, inevitable. La camisa recae cansada en
su posición original y el lino se posa sobre mi cuerpo estático, agotado por
tanto zamarrear.
Una
sonrisa vigorosa se escapa de entre mis entrañas y aterriza en forma de
carcajada, generando un estruendoso eco, acompañado por algunas cotorras que
aparecieron en la escena, curiosas. El danzar desenfrenado dio paso a la
quietud y mi alma ahora descansa tranquila, apaciguada, enganchada de tan
maravillosa droga que es el baile. El viento me da una ultima caricia en el
cabello y la suela de mis pies roza delicadamente el pasto que sostuvo el
vigoroso cabrioleo. La sonrisa que involuntariamente bosquejo sobre mi rostro
apunta al cielo y siento como el sol besa mi frente con un cariño paternal. Hoy
ha sido un gran día para bailar.