Él la esperaba en la banca de siempre y aunque fueron solo quince minutos, sintió como la vida le pasaba frente a los ojos, como cada momento de su pasado se había desenvuelto de manera tal que todo lo llevó a ese instante, a esa banca, ese parque, esa tarde con sol y un poco de brisa que mecía delicadamente los nidos que se acobijaban en lo alto de los árboles que descansaban al rededor de la alfombra de pasto, todo frente a sus ojos. Miraba el cielo y veía como las nubes corrían en el mismo sentido, lentamente, como si la única carrera fuera contra el tiempo y sus artificios. Trataba de quitar sus pensamientos de ese pozo donde solían quedarse a jugar, donde armaban problemas con un poco de aire, maquinaban dudas donde siempre habían certezas, metían el hilo de pensar dentro de un carrete y lo dejaban dando vueltas hasta el cansancio. Y eso a él lo asustaba. Lo asustaba por que se sentía diferente, incompleto, sentía que el resto de la gente podía ver, como si lo tuviera escrito en su frente, que todo el tiempo se sentía triste, que tenía miedo de hablar con alguien y darle cuerpo a su pena. Le aterrorizaba que sus amigos supieran y dejaran de querer estar con él. Él se sentía triste, y el sentirse triste lo hacía más triste todavía. Miró a su alrededor y cuando se aseguró que no había nadie a su alrededor, seco la humedad que se estaba alojando peligrosamente en sus ojos. Respiró hondo y se convenció que todo estaría bien.
Ya pasaron veinte minutos desde la hora que ambos habían acordado para juntarse, y él sabía que ella no vivía tan lejos como para que fuera un retraso que no significara nada. ¿Tal vez de arrepintió y le dio vergüenza reconocer que simplemente no quería juntarse con él? ¿Se habrá dado cuenta de que él tenía problemas que aún no sabía cómo manejar? Él pensó que podía ser, más de una vez le dijo que habían cosas que le daban pena, tal vez se mostró demasiado vulnerable. Todo el mundo dice que hay que mostrarse fuerte frente a las personas, inspirar confianza, infundir respeto, pero a él simplemente eso no le salía. Siempre se sintió pequeño, aún cuando quería volverse grande. Y él sabía que podía. Sus amigos lo tiraban para arriba, le decían que había cosas que hacía muy bien, habían días donde él casi creía lo que le decían, pero no podía evitar escuchar un eco de lástima en esos cumplidos, no podía dejar de escuchar esos rumores a su espalda, seguramente decían le decían eso para levantarle el animo, para que se sintiera bien, pero no lo pensaban de verdad. Seguro eran palabras vacías. Él quería pensar que no era así, pero no podía, y eso le daba pena, porque en una esquina de su cabeza sabía que todos esos cumplidos eran honestos, eran verdad, eran de corazón.
Estaba peleando consigo mismo cuando se dio cuenta que ella ya había llegado hace un par de minutos y lo miraba, divertida. Se saludaron aceleradamente y a ella se le escapó una sonrisa burlona, solo porque él era un desastre. Su camisa desarreglada, por mucho que él intento mantenerla ajustada dentro del pantalón, se salió al momento de levantarse, tenía una manga más arremangada que la otra y su pelo estaba totalmente desordenado de tanto tomarse la cabeza. Ella no pudo aguantar la risa y la soltó en su rostro. Él no pudo levantar los ojos del suelo, al menos hasta que ella lo abrazó. Fue uno de esos abrazos honestos, largos, apretados, de esos que te levantan el alma por meses. Ella dijo un par de bromas cortas, sobre su pantalón, su camisa, su pelo. Él la vio a los ojos, sus mejillas alegres, su sonrisa honesta. Y sonrió, sonrió con tanta fuerza y durante tanto tiempo que sus mejillas se acalambraron. Se tomaron de la mano y caminaron por el parque, como si fuera suyo, como si nadie más viviera en la ciudad. Antes de poder decir cualquier cosa, él salto y la abrazo, pero esa vez lo hizo fuerte, lo hizo con pena, con alegría, con una sonrisa en su boca, lágrimas en sus ojos, el corazón en la garganta. Y lloró, lloró un poco, pero lloró al fin. Ella, sin entender bien que era lo que pasaba, también lloró, también sonrió y le hizo cariño en la espalda mientras reconfortaba todo su miedo. Él trató de decirle todo lo que la extraño este tiempo, pero las palabras no salían de su boca. Ella lo entendió todo, porque lo conocía tanto que podía escuchar cuando sus ojos pedían ayuda. El abrazo fue profundo y duro todo lo que tenía que durar.
La tarde se volvió noche y ambos caminaban, uno al lado del otro. Él trataba de ir al ritmo de ella, en silencio, ella trataba de seguir su tranco, contando todo lo que había hecho estos meses. Juntando todas las palabras que quería decir, logro articular que la echó mucho de menos, y que estaba muy feliz de verla de nuevo. Ella sonrió, le dijo que era un tonto, y que también estaba feliz por verlo. Ella lo conocía bien, sabía todo acerca de sus miedos, su tristeza, la pena que guardaba abrazada al alma, y lo quería mucho. Lo quería como un hermano, como un compañero del alma, más que a un amigo, pero nunca lo logró ver como un futuro novio, o algo por el estilo. Él tampoco a ella, al menos no lo sentía. Ella era su pilar, su sostén emocional, la que escuchaba sus penas, la que entendía sus inseguridades, la que compartía su inquietud existencial. Ella era su mejor amiga. Y así fueron caminando, dos mejores amigos, contando todo lo que habían echo estos meses de cuarentena, como cada uno casi asesina a su familia, los nuevos hobbies que aprendieron, las rutinas a las que se apegaron para mantener la cordura, las redes sociales que borraron para evitar volverse locos. Rieron y caminaron, libres al fin. Él se dio cuenta que cuando estaba con ella, no pensaba en sus miedos, en la tristeza, y eso lo hizo feliz. Ella le preguntó por qué sonreía, y él solo supo decir que era gracias a ella, y que era feliz. Era todo lo que ella, dueña de sus propios demonios, necesitaba escuchar.