Ligeras pinceladas de sol descansan sobre la tensión del mar, bajo la mirada atenta de un sol sonrojado, meciéndose al ritmo de la brisa y su aliento cargado de sal. Aves marinas surcan el paño azul, estrellando un cielo amermelado, colorado por el calor que se camufla entre la intermitente ventolina. La tímida arena besa de cuando en vez la blanca espuma con que el oleaje la acobija, mientras a lo lejos dos caminantes dejan desnudas huellas sobre la marea, destinadas a desaparecer junto a la fugacidad propia de la existencia, permaneciendo para siempre en la memoria de cada grano sobre el que descansaron sus cuerpos trenzados. El regusto de sus pies será recuerdo perenne en los oceánicos labios que abrazan a su paso. Sobre ellos el agotado firmamento empieza su peregrinar y los cuerpos celestes se vuelven cobrizos, burdeo, tímidos. Antes de darme cuenta, las siluetas caminantes se acurrucaron en la oscuridad de una playa, iluminada por una sonrisa lunar torcida, una mueca divertida. Arte natural.
Los minutos pasan frente a nosotros rápidamente, como si quisieran terminar su sexagesimal vuelta solo para atrapar en el rabillo del ojo tu perfil una vez más. Sonrío y entre la calma, como si estuviesen acechando este momento para escapar, mis pensamientos salen a caminar sobre la estela que dejaron elegantemente las gaviotas, como trapecistas bamboleantes, bailarines saltimbanquis. Siempre sentí que arrastraba los pies a lo largo del calendario, olvidando que cada día era una maravilla distinta, sentía el sopor de las semanas, la rapidez de los meses, años que pasaban como si estuvieran ordenados en línea, listos para saltar al vacío. Días eternos y semanas apuradas, demasiadas horas y muy pocos minutos. Cierro los ojos un momento para atrapar mis emociones antes de que se fuguen traicioneramente por la ventana, esperando que las tribulaciones calmen, que el nudo se acomode en mi pecho y el frío vuelva a mi sien, pero el calor de tu mano sobre la mía es la llave que abre la jaula en la que guardo mi cabeza. Abres la puerta de mi pecho y ves el cristal fragmentado que alberga estas emociones. Y después me das un beso en la mejilla, entendiéndolo todo.
El nudo se desata, la compuerta se abre permisivamente y mis pensamientos transitan tranquilos sobre nosotros, revoloteando traviesos y haciendo piruetas para entretenernos. Veo como los tuyos salen al baile, pintando el oscuro velo que nos cubre, transformándolo en la Noche Estrellada con sus espirales delicadas y pinceladas precisas. Tomas todo el escenario, haces un desplante completo mientras yo observo esta obra, perdido bajo el sonido de cada una de tus palabras, embelesado por las ideas que escapan tan ligeramente, con tal armonía. Tus ojos verdes sonríen y me doy cuenta que me miras de verdad, sin pantallas ni disfraces. Descansamos la mirada sobre el horizonte perdido entre azules y solo escuchamos la sonata que nos prepararon el mar y la hojarasca crepitante de su oleaje. Tu cabeza descansa sobre mi cuello y dejo caer suavemente mi mejilla. Un abrazo nos presta el calor que a poco empieza a hacer falta y ambos cerramos los ojos bajo cómplices nubes costeras. Supongo que a esto se refieren cuando hablan de silencio.