jueves, 20 de agosto de 2020

Campos de Trigo

    El techo de mi casa es un lugar cómodo para contemplar la inmovilidad del tiempo, la templanza de los árboles que mecen su copa acariciando el cielo como si se tratara de una barriga felina. Su bamboleo me recuerda al movimiento de balancear las piernas cuando uno está sentado y no alcanza el suelo. Un sentimiento de libertad, de movilidad absoluta, donde la gravedad juega a nuestro favor y nos fomenta el alborotar de nuestras extremidades que cuelgan como hilos amarrados a las rodillas. El rugir del viento me obligó a despabilar y agarrar mi gorra antes de que esta acompañara el alegre revolotear de las tórtolas que escapan a sus nidos bajo el tenue calor de esta tarde de invierno. Tan lejos como llega el horizonte, veo como un mar de oro cubre el fértil suelo que ha sido parte de mi familia por generaciones, desde tiempos que ahora son solo memorias recubiertas de polvo entre dos tapas de cuero. Descanso mis párpados y dejo que el viento restriegue el calor de mi rostro, hinche las ropas de aire y se lleve todas mis preocupaciones junto al polen. Asomo la cabeza y pienso en el día en que todo esto pasó a ser mío.

 

    Era primavera, las lluvias de invierno habían dejado barro a su paso y eso significaba que tocaba arar y preparar la tierra para plantar las semillas que nos entregaban altruistamente su vida para nuestro sustento. Mi padre siempre me decía que darle sentimiento a las cosas que hacemos no significaba que fueran a valer más. Yo estoy en profundo desacuerdo: Una vida sin el incesante ir y venir de los corazones, no es vida al fin y al cabo. Tal vez era mi deseo de ser escritor, o pintor, o cantante, o ser bueno para alguna de esas tres cosas. Creo que nunca me rendiré con ninguna, me agrada la esperanza que entregan los sueños. Ese día mi padre partió temprano al pueblo para comprar algo que faltaba, no recuerdo que era, pero me da la impresión que se trataba de café. Siempre ha sido impresionante la cantidad de café que consume mi familia. Más que nada mi papá, él tomaba mucho café. En realidad es lo único que tomaba. A eso de las cinco llegó don Antonio, el almacenero, para contarnos que mi padre había tenido un accidente.

    Corrimos hasta el almacén y lo vimos ahí, ya tapado por una frazada, de pies a cabeza. Mi madre se mantuvo recia y compuesta, como si hubiera sabido que esto podía ocurrir. No es que mi padre fuera especialmente viejo, creo que era simplemente el hecho de que le gustaba la vida, y eso a mi madre la mantenía tranquila. Al preguntarle a alguien que estaba al momento del accidente, me comentó que fue una situación muy extraña: Mi padre caminaba por la calle principal cuando se detuvo a mirar el horizonte, dijo una frase al aire que el transeúnte no logró agarrar y luego cayó el gran cartel que colgaba a la entrada del almacén de don Antonio. Falleció al instante, sin dolor y sin darse cuenta de que es lo que había ocurrido. Recuerdo que miré al horizonte y sentí como si ese fuera un regalo de mi padre: los colores pastel se entremezclaban con la polvareda que se levantaba en la angosta calle, enmarcando el atardecer recostado sobre el prado verde que se lograba encontrar al final del camino. Al día de hoy, dibujo atardeceres cuando los lápices me llaman, canto de tanto en tanto para alegrarme el alma y escribo palabra tras palabra hasta lograr hilar una idea. Todo esto me lo dejó mi viejo: La vida puede ser un camino triste, pero siempre será una travesía hermosa

Paseo Imaginario

    Una buena parte del tiempo la pasó dentro de mi cabeza, tejiendo escenarios que nunca pasarán, situaciones imposibles y coincidencias improbables. A veces una idea gira en mi cabeza como carrusel desbocado, dando vueltas hasta el agotamiento, siempre en círculos. Otras, las más veces para ser honesto, tomo un lápiz que siempre cuelga del techo y dibujo. Bosquejo con los ojos cerrados un paisaje surrealista, una escenografía ridícula. Pinceleo, por ejemplo, una cordillera que atraviesa el océano, con árboles creciendo en sus copas nevadas, todo mientras una imponente metrópolis crece de cabeza desde el corazón de las grises nubes que cubren un atardecer acaramelado. El sol deja el reflejo caminando sobre el mar, quieto. Algunas veces el lápiz es verde, y todo depende de la fuerza con la que aplique el color, el sentimiento, la forma, la textura. El sonido del grafito paseando sobre la blanca tela infinita del imaginario.

 

    A veces no tomo ningún lápiz, ni una brocha, ni pinceles. A veces tomo una cámara que dejo en un velador gastado y tomo fotos de lo que pasa en mi cabeza. Atardeceres llenos de viento, nubes que surcan los cielos, aleteando enérgicamente, migrando a climas más cálidos o más fríos. Me he encontrado con rostros, saludos, siluetas. Luces y sombras. Amigos y conocidos, y un poco de cada uno. Hoy, por ejemplo, cerré los ojos y vi una pequeña ventana, dejando entrar el tiempo, que corría deprisa. Dentro de su marco podía ver un alto edificio y las nubes corriendo a lo ancho del horizonte velozmente, apurando los minutos del alba al ocaso. Una silueta observaba lo mismo que yo, pero al otro lado del vidrio. ¿O tal vez era un espejo?

 

    Mis días favoritos son cuando prendo el tocadiscos. Casi todo el tiempo. A veces bailan letras que no salen de ningún lado, se improvisan unas sobre otras y descansan sus movimientos a destiempo. A veces son más ordenadas y salen claras, transparentes. Otras son solo un tarareo, un suave silbar, un tac tac de los dedos o un tom tom del pie. Puede ser un tac tom tac tac tom tom tac y terminar con un suspiro profundo. La coordinación no es lo mío, pero dentro de mi cabeza la teoría músical solo es una idea, nada más. Hay días que una canción se repite, una y otra y otra vez. What if, Bruises, Nos siguen pegando abajo, Muchacha ojos de papel. Mi novia tiene bíceps. Sí, yo tampoco me entiendo a veces.

 

    Creo que lo que más me gusta, es que podría tratar de escribirlo todo, y aún así no sería suficiente, porque ni yo mismo lo recuerdo. Creo que la parte que más me gusta es cuando despierto y todo lo que soñé pasa como una película en un segundo. Probablemente no lo recuerde luego de haberme duchado, pero la sensación de soñar, despertar y contemplar, no sé si se pueda comparar a alguna otra cosa. Y es por eso que me gusta escribir, a ver si algún día logro mostrarles lo que pasa por mi cabeza.

Somos Fuego

    La arena galopa suave y grácil sobre sí misma, en dirección sur, acariciando el mar con sus dedos, dejando la espuma marcada a su paso, saludando el vaivén de la marea que, bajo el plateado brillo de la luna, decora el silencio que nos rodea, reconfortante. El crepitar de las olas toma la mano de la brisa y se eleva de cada tanto en tanto, saludando bruscamente las rocas que se presentan a su paso, decorando la claridad de la noche alunada con pequeñas estrellas de sal. Las nubes acobijan la regordeta luna, que descansa su mirada maternalmente sobre nosotros, conmovidos por la conjunción de sonidos, olores, sensaciones. Ebrios de vida. Adictos a sentir. Felices de ser. Siempre expectantes a la siguiente maravilla que se cruce entre el firmamento decorado por nuestros sueños. Guardamos silencio por miedo de asustar el horizonte con palabras huecas, llenas de ecos egoístas. Cerramos los ojos para escuchar mejor y sentir el palpitar. Abrimos nuestros corazones para vivir un poco más fuerte.