El techo de mi casa es un lugar cómodo para contemplar la inmovilidad del tiempo, la templanza de los árboles que mecen su copa acariciando el cielo como si se tratara de una barriga felina. Su bamboleo me recuerda al movimiento de balancear las piernas cuando uno está sentado y no alcanza el suelo. Un sentimiento de libertad, de movilidad absoluta, donde la gravedad juega a nuestro favor y nos fomenta el alborotar de nuestras extremidades que cuelgan como hilos amarrados a las rodillas. El rugir del viento me obligó a despabilar y agarrar mi gorra antes de que esta acompañara el alegre revolotear de las tórtolas que escapan a sus nidos bajo el tenue calor de esta tarde de invierno. Tan lejos como llega el horizonte, veo como un mar de oro cubre el fértil suelo que ha sido parte de mi familia por generaciones, desde tiempos que ahora son solo memorias recubiertas de polvo entre dos tapas de cuero. Descanso mis párpados y dejo que el viento restriegue el calor de mi rostro, hinche las ropas de aire y se lleve todas mis preocupaciones junto al polen. Asomo la cabeza y pienso en el día en que todo esto pasó a ser mío.
Era primavera, las lluvias de
invierno habían dejado barro a su paso y eso significaba que tocaba arar y
preparar la tierra para plantar las semillas que nos entregaban altruistamente
su vida para nuestro sustento. Mi padre siempre me decía que darle sentimiento
a las cosas que hacemos no significaba que fueran a valer más. Yo estoy en
profundo desacuerdo: Una vida sin el incesante ir y venir de los corazones, no
es vida al fin y al cabo. Tal vez era mi deseo de ser escritor, o pintor, o
cantante, o ser bueno para alguna de esas tres cosas. Creo que nunca me rendiré
con ninguna, me agrada la esperanza que entregan los sueños. Ese día mi padre partió
temprano al pueblo para comprar algo que faltaba, no recuerdo que era, pero me
da la impresión que se trataba de café. Siempre ha sido impresionante la
cantidad de café que consume mi familia. Más que nada mi papá, él tomaba mucho
café. En realidad es lo único que tomaba. A eso de las cinco llegó don Antonio,
el almacenero, para contarnos que mi padre había tenido un accidente.
Corrimos hasta el almacén y lo vimos ahí, ya tapado por una frazada, de pies a cabeza. Mi madre se mantuvo recia y compuesta, como si hubiera sabido que esto podía ocurrir. No es que mi padre fuera especialmente viejo, creo que era simplemente el hecho de que le gustaba la vida, y eso a mi madre la mantenía tranquila. Al preguntarle a alguien que estaba al momento del accidente, me comentó que fue una situación muy extraña: Mi padre caminaba por la calle principal cuando se detuvo a mirar el horizonte, dijo una frase al aire que el transeúnte no logró agarrar y luego cayó el gran cartel que colgaba a la entrada del almacén de don Antonio. Falleció al instante, sin dolor y sin darse cuenta de que es lo que había ocurrido. Recuerdo que miré al horizonte y sentí como si ese fuera un regalo de mi padre: los colores pastel se entremezclaban con la polvareda que se levantaba en la angosta calle, enmarcando el atardecer recostado sobre el prado verde que se lograba encontrar al final del camino. Al día de hoy, dibujo atardeceres cuando los lápices me llaman, canto de tanto en tanto para alegrarme el alma y escribo palabra tras palabra hasta lograr hilar una idea. Todo esto me lo dejó mi viejo: La vida puede ser un camino triste, pero siempre será una travesía hermosa