Bajo el rocío que
acompañaba el invernal alba, el Nómade avanzaba con inercia, un paso tras otro,
en presuroso caminar hacia un destino desconocido. Sus planes eran un abstracto
en la nebulosa de su pensamiento, y en su mente sólo dibujaba el sonido de sus
botas contra la maleza escarchada. Un pie por delante a la vez, recorría un
camino cuyo sendero había olvidado, cuyo sentido dudaba alguna vez haber
conocido. Su transitar llevaba meses, incesantemente avanzando, siempre hacia
el norte, sin siquiera mirar de reojo todo lo que sucedía a su alrededor, sin
percatarse que a su espalda aún estaba el sur.
El Nómade detuvo su
pendular mecer al ver la ruta interrumpida por la sombra de una imponente
montaña, donde el sendero llegaba a morir, agotado. El inclemente obstáculo
contra el que se enfrentaba le dejaba sólo dos opciones: Retirarse al sur, sin
poder recordar la razón por la cual comenzó a caminar en un principio, o
hacerle frente a una pendiente kilométrica, arriesgando perderse entre sus bosques
y quebradas. Ante ambas opciones, no dudó en inclinarse por la segunda opción,
y he de recalcar que la decisión fue pesada, calculada y tomada en una fracción
de segundo: “No me importaría morir en la ladera de esta montaña”.
Con aquel pensamiento
tatuado en la sien, y sin perder la inercia de su certeza, puso el pie
izquierdo sobre el primer peldaño de tierra y piedra, el cual fue seguido por
su pie derecho, y luego el izquierdo nuevamente. Escalón tras escalón, el
Nómade subía las irregulares cicatrices que las lluvias pasadas dejaron en la
piel de la montaña. Apoyando su peso en sus rodillas, desconfiaba de cada paso
que daba, mirando siempre al suelo, buscando las rocas que le dieran sustento,
evitando el barro traicionero. La escarcha escondía gran parte del relieve,
pero el experimentado caminante ya se había enfrentado a su incertidumbre en el
pasado. Paso a paso, se daba cuenta que el norte se acercaba. El sendero
insinuado a veces se inclinaba hacia un lado u el otro, a veces bajaba para
luego subir, pero siempre avanzaba. A medida que subía, sentía que el sol lo
empezaba a alcanzar desde el este eterno.
Luego de subir durante
un tiempo, la tierra se volvió más barrosa, la escarcha más dura, el aire más
frío y egoísta. Fue así como perdió pie en un paso y sintió como toda la
historia súbitamente terminaba, inconclusa y yerta. Sin darse cuenta estiro un
brazo buscando vida y encontró una rama que le prestó ayuda, sostén y suerte.
Habiendo evitado la caída, se detuvo a respirar un momento, dándose cuenta que
estaba agotado. Sus rodillas temblaban, sus piernas gritaban y sus pies
sangraban en silencio dentro de las botas. Mirando el suelo, el Nómade pensó
que era un lugar tan bueno como cualquier otro para caer muerto, y lamentó no
haber caído al vacío momentos antes.
Antes de apoyar la
cabeza en el barro, resoplar y disponerse a morir de frío o hambre, según
dictara el destino, escuchó un sonido ligero y vago que se trasladaba por la
fría brisa de las alturas. Abrió los ojos y buscó con la mirada el ave que
emitió tan hermoso canto, mas para su sorpresa, encontró un cielo despejado, un
olor a humedad familiar, y una energía que no conocía poseer. Se reincorporó
lentamente, tomó sus pocas pertenencias y procedió a reanudar el ascenso de la
montaña, envalentonando por el canto de aquel aliado misterioso.
Luego de un varios de
kilómetros, las rodillas se negaron a participar en el viaje, y sin darse
cuenta el Nómade cayó de bruces. Sin energías para levantarse, intento apoyar
sus manos para despegar la cara del barro, pero estas resbalaron y no pudieron
encontrar roca alguna de la cual agarrarse para lograr empinarse sobre sus
pies. Ante el fracaso, el cansancio empezó a pesar en los párpados, y a la
sombra el frío aletargaba el corazón. Preparado para suspirar por última vez,
el Nómade cerró sus puños, aceptando su final, cuando nuevamente escuchó el
bello trinar aéreo que le interpeló horas antes. Sus ojos despertaron y
buscaron en el aire a su creador, que no podía ser otra que un ave cantora.
Ante la curiosidad, decidió hacer frente a la inclemencia del sendero y se
levantó con una energía renovada. El cielo azul permanecía vacío y su compañero
alado no era más que un anónimo.
Pasaron horas y sus ojos
sólo lograban enfocar, de vez en cuando, una borrosa imagen enmarcada en un
negro degradé. Hormigas revoloteaban dentro de sus piernas y sin saber si
culpar al cansancio o a la helada, sentía tiesos los dedos de las manos. Una
roca en su camino le ofreció la oportunidad de caer, y el Nómade esperaba poder
descansar ahí, olvidarse de la vida, perderse entre las ramas y que nadie nunca
lo encontrara. Ya en el suelo, escucho el trinar de su ave guardiana, pero hizo
caso omiso, agotado tanto mental como físicamente. Para su sorpresa, el canto
se volvió insistente, como si le reclamara atención. Era como si el pájaro
estuviese dando un concierto y su único espectador se hubiera quedado dormido.
El Nómade abrió los ojos
y pudo ver un pequeño Colibrí, justo frente a él, con sus colores tornasol y
sus vibrantes alas. Una sonrisa quebró su rostro serio y decidió
reincorporarse. Para su asombro pudo ver que el Colibrí lo acompañaba en su
movimiento, y no solo eso, sino que había llegado a la cima de la montaña.
Inundado de felicidad, caminó por la cumbre hasta una piedra que sobresalía, y
contempló el sur. Reconoció los lugares donde había caído, vio ríos y lagos,
pueblos y ciudades. Un olor apaciguador se trasladaba galopante sobre el
viento. Cerró los ojos y sintió el cantar del Colibrí.
Al darse vuelta y mirar
al norte, se dio cuenta que la montaña sólo era la primera de una larga
cordillera, con cimas cada vez más altas y escarpadas. Pudo ver que un camino
bajaba hasta un pequeño valle, donde un lago y un bosque a su lado ofrecían un
cómodo lugar para asentarse, olvidar su caminar y descansar la cabeza durante
los días venideros. Si el destino era bueno, esos días se volverían años.
Abriendo los brazos, miró hacia el cielo y vio al Colibrí hacer una pirueta
antes de despedirse y partir, rumbo a la cordillera. El Nómade no quería pensar
en donde iba a terminar, así que emprendió la ruta hacia la montaña más
próxima, feliz por la trama que estaba por empezar. “No descansaré hasta
conocer todo el Sur”, pensó el Nómade, dando un paso hacia adelante.