El tenue sol de esa
tarde de otoño se colaba entre los árboles como pidiendo permiso. La brisa
arrastraba ese olor que deja la lluvia a su paso, como un arroyo de vida que
surca el cielo. La naturaleza se quería adueñar del paisaje, pero ella estaba
allí.
El vestido abrazaba
su figura como un amante apasionado, acompañado por una ráfaga de viento que de
súbito le daba fuerzas para impregnarse a su piel. Y la vida se mantuvo así,
inmóvil, como si el tiempo no fuera nada más que un concepto, un eco lejano. El
sol que escapaba entre los dedos de los árboles se posaba sobre la silueta erguida
al borde del camino, incorruptible. La naturaleza se encontraba a su merced.
Antes de darme
cuenta que el tiempo había vuelto a su eterna inercia, giró sobre si misma,
dejando que su largo pelo formara una dorada estela a su paso, como si no
supiera que el mundo se encontraba rendido a sus pies. Ella era la protagonista
de ese instante, y nadie jamás podrá convencerme de lo contrario.
Sonrío para mis
adentros al recordar ese día, para nada lejano en lo que a tiempo se refiere.
Pero si hablamos de vivir, el tiempo poco tiene que ver en eso. Es como si las
horas se hubiesen apilado hasta traernos aquí, a un pequeño café con aires de
historia, lleno de gente, personas, sentimientos.
Verla hoy, frente a
mí, observando a través del vidrio como los transeúntes divagan en sus propias
rutinas, llena de calor lo profundo de mi pecho. Ella se dio cuenta que la
miraba y me dedicó una sonrisa antes de hundir su rostro en la taza de café. Y
así me doy cuenta que los segundos a su lado son pedazos de eternidad que
guardo en un bolsillo.