jueves, 3 de junio de 2021

Serindipia

 

El tenue sol de esa tarde de otoño se colaba entre los árboles como pidiendo permiso. La brisa arrastraba ese olor que deja la lluvia a su paso, como un arroyo de vida que surca el cielo. La naturaleza se quería adueñar del paisaje, pero ella estaba allí.

 

El vestido abrazaba su figura como un amante apasionado, acompañado por una ráfaga de viento que de súbito le daba fuerzas para impregnarse a su piel. Y la vida se mantuvo así, inmóvil, como si el tiempo no fuera nada más que un concepto, un eco lejano. El sol que escapaba entre los dedos de los árboles se posaba sobre la silueta erguida al borde del camino, incorruptible. La naturaleza se encontraba a su merced.

 

Antes de darme cuenta que el tiempo había vuelto a su eterna inercia, giró sobre si misma, dejando que su largo pelo formara una dorada estela a su paso, como si no supiera que el mundo se encontraba rendido a sus pies. Ella era la protagonista de ese instante, y nadie jamás podrá convencerme de lo contrario.

 

Sonrío para mis adentros al recordar ese día, para nada lejano en lo que a tiempo se refiere. Pero si hablamos de vivir, el tiempo poco tiene que ver en eso. Es como si las horas se hubiesen apilado hasta traernos aquí, a un pequeño café con aires de historia, lleno de gente, personas, sentimientos.

 

Verla hoy, frente a mí, observando a través del vidrio como los transeúntes divagan en sus propias rutinas, llena de calor lo profundo de mi pecho. Ella se dio cuenta que la miraba y me dedicó una sonrisa antes de hundir su rostro en la taza de café. Y así me doy cuenta que los segundos a su lado son pedazos de eternidad que guardo en un bolsillo.

El Tesoro

 

En mi lecho observo por la ventana como el sol me saluda cordialmente, se quita el sombrero y nos damos los buenos días en un gesto cómplice. Sólo él sabe las veces que me lastimé el corazón, las veces que dejé que el tiempo me perforara el torso sin piedad, carcomiendo la carne gangrenada desde mi corazón hacia afuera. Él me conoce, y lo conozco, o al menos eso creo. Siempre que salgo a correr un rato, el sonríe, por que sabe que llevo el corazón en la mano y una lagrima en la cabeza, que de a poco baja junto al cansancio y la adrenalina, hasta terminar cicatrizando un pedazo de la herida que me cruza el alma. Son tiempos de sanar, de ser luz.

 

“Esa es mi revolución. Llenar de amor mi sangre, y si reviento, que se esparza en el viento el amor que llevo dentro”. Tarareo el son marcado por una época oscura que hoy veo lejos, iluminada por una claridez que en esa época añoraba tan intensamente. Pensar que si la luz de hoy me hubiese alcanzando entonces, probablemente habría quedado ciego. Tiempo al tiempo, y todo en su momento. Antes pensaba que corría para huir de mis problemas, subía cerros para alejarme de todo, recorría kilómetros para perder los miedos, el dolor, a mi mismo. Hoy me doy cuenta que nunca camino solo, mi historia siempre me acompaña, soy parte de mis buenas y malas, pese a quien le pese.

 

La luna me vio llorarle más de una vez, con angustia, con rabia, confundido. Tal vez no lloré tanto como otros, pero esas lágrimas eran mías, nacidas de mi garganta, dolientes y espinadas. Y hoy me rio fuerte, respiro profundo después de tanto. Cambia el rumbo el caminante, cambia el nido el pajarillo, cambia el más fino brillante, cambia todo cambia. Hoy miro la luna desde la cima de un cerro que conozco como la palma de mi mano, me doy el tiempo de observarla y verme en el reflejo de su luz blanquecina. Un pequeño tesoro en lo vasto del cielo metropolitano.

 

Y perdonen si me extiendo una vez más, me gusta estar acá, estar así, quererme aquí. Todo esto pasará, lo se, conozco lo inevitable de la inercia propia de la vida, los caprichos de las hilanderas. Pero hoy estoy, y dejo que la brisa me acaricie la cabeza, como un padre orgulloso o una cariñosa madre. Creo que al final, el mejor tesoro es vivir tan intensamente que, al momento de despedirnos para siempre, la muerte no tenga nada que llevarse.

Quo Vadis


Un escalofrío me caló el alma y se derrumbó hasta mis entrañas, dejando una sensación de que la vida se desvanecía como polvo en suspensión, como el vapor de lluvia o un último suspiro.  El eco del primer tinte del alba inundó un cielo decorado por pilares de algodón, tiñendo el suelo de un color añejado en sepia. Diluyendo los aromas esparcidos por el prado, el rocío despertó el fuego de las rocas y las cumbres perezosas recibieron con los brazos abiertos la cegadora luz del amanecer. Sobre el horizonte se encumbró el calor impúber, mientras las primeras aves celebraban el nuevo día con su trinar aletargado. Amanece.

 

El cuerpo encandecente recorre la celeste tela, dejando un rastro de óleo a su paso, colando su esencia entre las nubes y sembrando su semilla entre la tierra y mis pies. La travesía desde el oriente lejano agota las últimas energías de la tímida esfera, buscando entre las sábanas del océano un sueño profundo. Las olas se tiñen de crepúsculo y la tarde se desparrama por el cielo, dejando un cálido tono que levita entre el cielo y la tierra. El horizonte ígneo permanece quieto mientras el sol agita sus brazos con el último atisbo de energía que le quedaba en el cuerpo, despidiendo y saludando al mismo tiempo. Atardece.

 

En paulatino degradé, la persiana se fue cerrando hasta que la laguna eterna de la noche consumió todo sobre el cielo. Las nubes se tiñeron de almohadas y fueron el asiento de los cuerpos celestes, reverberantes. En carrera, los astros dibujaban sobre el telón siluetas minimalistas de un futuro incierto, preocupados del ahora. Un tenue frío se acongojaba entre los brazos de una luna escuálida, escondida en lo más alto de rosa. El silencio solo se interrumpía por el tímido oleaje que vigilaba las costas solitarias, interpretando las miradas de la dama vestida de novia. Anochece.

 

Y mientras veo como sale el sol, una vez más. Mientras siento el calor del alba en mi rostro, una vez más. Cuando los pájaros se disponen a darme los buenos días, una vez más. Miro hacia el cielo y recibo la mañana con los brazos extendidos hacia el vacío que me abraza, con una sonrisa tallada en mi rostro. Te abrazo y pienso que no importan cuantas mañanas, tardes o noches desfilen frente a la pasarela de mis ojos, mi mente jamás podrá olvidar la silueta de tu figura contra la luz del sol, bajo los rayos de la luna, con tu pelo al viento de la brisa marina. Tomaste mis colores e hiciste cantar mis días. Me cerraste los ojos para abrirme el alma. Un escalofrío sube mi espalda, acompañando tu mano que acaricia mi nuca. Exhalamos y nuestro aliento se vuelve lluvia, amor, viento, nube, cielo. Se vuelve tiempo.