Caminaba por Paseo Bulnes, de paso a hacer algún gris trámite, cuando alguien me pidió un segundo, estirando su brazo. Por costumbre y rutina dije que no, sin siquiera levantar la cabeza. Esto hasta que vi una mano frente a mí, ofreciéndome un peculiar libro.
Si bien últimamente la prisa se convirtió en cosa de todos los días, todavía logro encontrar un poco de curiosidad de cuando en cuando, y perder la vista en el ineludible paisaje urbano.
Esta vez alcancé a comerme mis palabras, pedir perdón y dar las gracias por el regalo. Una sonrisa escondida por la mascarilla y seguimos cada uno en lo suyo, yo tramitándome la vida, y él entregando letras vivas.
El libro en cuestión era pequeño, tipo de bolsillo, el cual compilaba los mejores cuentos del concurso “Santiago en 100 Palabras”. Sonreí pa’ dentro, acordándome de todas las veces que participé, cada vez con menos expectativas. Nunca gané nada y con el tiempo lo olvidé, junto con el gusto por escribir.
Revisé un par de cuentos, me sacaron una risa y un pensamiento. Me quedé dándole vueltas a cuanto me gustaría estar en este librito, y después pensé en los autores que formaban parte de esta recopilación. Me alegré por ellos, me imaginé sus historias, sus contextos y los malabares de su imaginación. Agradecí en silencio, como si se tratase de una oración solemne, y seguí con mí ya no tan apresurado caminar. Un poco menos tenso, un poco menos gris.