martes, 22 de noviembre de 2022

Feliz al final

Las personas que me conocen saben que no soy un fan del tiempo, de su paso o de su importancia. Hay cosas que pesan más al momento de sentir, de pensar. Al momento de querer, de olvidar, de amar, de ser. Y ahí es cuando pienso en ti. El poco tiempo, que de poco no tuvo nada si pensamos en otras medidas de existir. El peso de los días era inconmensurable, no por su duración, sino por las experiencias que lograban colarse entre los minutos, esconderse entre las horas, detrás de la puerta de la noche, en la bisagra del alba. 


Aquí es cuando pienso en ti, en que no se bien que decir. No soy de despedidas, pero las despedidas si gustan de . O tal vez no le caigo bien a los para siempre. Los momentos que se apilan unos sobre otros, llenan la piscina de memorias, como gotas que se avientan al vacío, como copos de nieve, cada uno único e incomparable, dispuestos a alojarse en el suelo para acurrucarse unos a otros, en el calor de la helada. La quemadura del hielo, la soledad de la luna. Siempre dijimos que nunca seríamos, y hoy pienso en lo que fuimos. 


Te pienso en silencio, desde lejos, en el anonimato de un sonido mudo, un eco sordo. Recuerdo los lugares a los que nunca fuimos, donde nunca iremos. Pasos que no daremos. Miedos que no miraremos. Al final, todo lo real que tuvimos, y que buscamos evitar, fue el peso que terminó por separarnos, el querer no querernos, la distancia cómoda de un nudo inseguro. El ímpetu cobarde que se escondía tras un impulso, un sabotaje, una desolación de a dos. 

Y así nos diluimos, como sales en el agua, perdidos como lluvia en la acera, cansados como viento en la ciudad. Tuvimos tantos momentos que el tiempo no hace sentido. Así, en tan poco paso mucho, y en breves días, lo perdimos todo. Creo que estamos solos, cada uno a su lado, tomando a otro de la mano, en un abrazo que no entibia el alma, que no emociona, que no calma. Las mariposas se sentaron a descansar y pensamos que eso era malo. ¡Oh, ser un pájaro descansando en su nido! Me pregunto si algún día sabremos lo que queremos, al fin y al cabo, el reloj siempre da la vuelta.  

Luego, existimos

Una idea revolotea la cabeza, como un pájaro esperando encontrar la puerta de su jaula abierta, batir las alas y echarse a volar hacia un horizonte lleno de incertidumbres color bosque, con olor a mar, suaves como el blanco recién nevado, sabor atardecer, con ecos de montañas. Un ave de casa, al acecho del momento justo, el instante ideal, para caer en picada sobre el único agujero que le permite escapar de este hueco pensadero. Eso es, para mí, una idea. 


Las encuentras montando la brisa en bandadas, o solitarias como un gato merodeando los recovecos de un barrio ajeno. Las hay grandes, casi galácticas, y otras más pequeñas, como partículas. No se confundan, que el río más grande no es el que hace más ruido. A veces encontramos una pequeña idea que penetra nuestra sien, como una aguja entrando en lo más profundo de un pajar. Y otras tantas veremos como una idea es tan fantabulosamente enorme que es imposible concebirla dentro de una sola vida.  


Hay ideas virulentas, que se pegan sin siquiera tocarse, sin conocerse, sin saber de la existencia de un otro, del ajeno, de la personalidad apersonal de quien no se apersona frente a la persona que concibe la idea. Las existen enredadas, como esas carreteras que vistas desde un ojo de águila no hacen sentido alguno, aunque tras el volante no haya forma de perderse. 


En fin, existen ideas e ideas. Pero nunca habrá nada más tuyo, ni nada más mío, que esa idea que me compartes, que ese concepto que recibo, que abrazo, que palpo, huelo, veo, saboreo y oigo. Porque cada vez que piense en tu idea, será esa sonrisa la que se me vendrá a la cabeza, probablemente atiborrada de las perlas blancas de nuestras memorias compartidas. Cada vez que escuche la canción que compusiste, me acordaré de las risas entre estrofas y versos. Detrás de ese rápido bosquejo, tus ojos me observan con la misma intensidad que el día que me mostraste tu arte.  

Pienso en ti, luego existimos.  

Un poco más azul

Creo que le voy tomando el gusto a ser azul. A tener una pena abrazada, acurrucada en el pecho, a acarrear el lagrimero rebalsado, a mirar los adoquines, bajar la cabeza y espejar los ojos empañados. Creo que eso mismo es lo que me hace tomarme las cosas con cariño. Ver los colores deslumbrando, el cielo azul, la cordillera nevada, los vidrios de los edificios reflejando la vida a su lado, los ángulos, la lluvia, el bosque, los cerros. Tal vez sea la pena que me aloja la que me regala tanta alegría. 


Y si, sentirse solo no es lo ideal, ir por ahí pensando en la calidez de sostener una mano, lo importante de un abrazo, echar de menos una siesta acurrucado, que te den un beso en la frente. Siempre me sorprende que jamás me hayan regalado una flor. Que te hagan cariño en la espalda y sin que nadie se lo espere, te digan te quiero, sorprendiendo incluso a quien lo dice. A veces la tristeza acentúa los grises más que los azules, pero es normal. Creo. Al final es cosa de no quedarse ahí ¿no? Si igual después de todo, todo pasa, y esto también. 


Miro los pájaros y olvido el azul un segundo. La alegría de un perro que cruza mi camino y fija su mirada a mi paso. La oportunidad de acostarme en el suelo y ver algo nuevo. Sorprenderme. Tal vez con alguien colgándome del brazo, o yo del suyo, sería mejor, pero tampoco lo se. Tal vez esto es lo mejor que hay. Creo que si así fuera, no tendría tanto problema. Al fin y al cabo, parece que me gusta ser azul.