martes, 13 de febrero de 2024

Mosaico

No fue otro que Borges, quien dicho de paso, aunque no lo entienda me encanta como escribe, quien dijo algo así como “No estoy seguro de que en realidad yo exista. Soy todos los autores que he leído, la gente que he conocido, las mujeres que he amado. Las ciudades que he visitado, todos mis antepasados”. Y es que de tanto en tanto pienso eso mismo. No con las mismas palabras, porque para eso me falta el léxico, la idea y un Doctorado en Harvard. No, lo pienso más en tierra, más bajito. Somos lo que nos rodea, lo que nos empapa, lo que nos cobija.

Me gusta pensar que el corazón está lleno de cajones, bolsillos, puertas y puertitas, y que de cada tanto en tanto vamos guardando cosas, algunas más por fuera, otras bajo llave. No siempre con querer, claro. Me gusta pensar en llevar en el corazón un pedazo de la gente que me rodea, aunque ya no estén, cerca o lejos. Guardar un recuerdo, independiente de si la despedida fue para siempre o hasta nunca.


Y así, como lo dice Jorge Luis, somos un poco de todo lo que nos acompaña durante la vida. Cada vez que veo un perro se ilumina mi día, por que así me enseño mi mamá; la música me inspira y me recuerda a las tardes con amigos del colegio compartiendo un nuevo disco, una última canción, algún concierto o escucharlos tocar algún instrumento, mientras canto con más esfuerzo que talento. 


El Rock Argentino me lo regalaron apenas salí del colegio, con Cerati en coma y Spinetta ya perdido. Siempre tendremos a Charly. La Psicodelia Inglesa me la mostraron en la universidad, grandes, grandísimos amigos con quienes converso más en mi memoria que en el día a día.


Juego fútbol desde chico porque desde chicos jugamos todos: amigos, enemigos, compañeros y desconocidos; Juego rugby ya de grande porque un muy amigo, con quien ya nunca hablo, me conocía bien, mejor que yo mismo, y me recomendó que lo intentara, hace ya más de diez años.


Guardo en mi billetera los modelos de los tatuajes que tengo, que me recuerdan a esta amiga tatuadora. También guardo un billete con sal por que mi tía dice que es de buena suerte, así como un santito que me protege, regalo de mi hermano. Por ahí guardo un par de boletas porque así lo hacía mi vieja.


Tengo ese poleron que todavía huele a otra persona, esa camisa que “se le perdió” a un amigo. Una polera por cada equipo en el que he jugado, todas gastadas, quemadas por el sol y el roce, como debe ser. Cada vez que escucho “Golden”, la canción me come la oreja, méritos de mi compañera de oficina. Cuando veo un Volskwagen Golf, pienso en ti, en tu auto, y si será el tuyo.


Me gusta el sur por que voy donde un amigo, donde sus papás son prácticamente mis papás postizos; Al norte le tengo cariño, de ahí es mi papá, y porque por trabajo me ha tocado conocerlo en sus huesos, sus minerales, su pasado y su futuro.


Le agarre cariño a cocinar, y de grande me encanta darme el tiempo de hacerlo, y todo gracias a mi hermano chico y a todo lo que goza haciéndolo; Me río de la vida, o al menos trato, por que así es como veo a mi hermana vivir la suya, o al menos lo intenta.


Al final, y como le vi a una amiga escribir por ahí, un poco como que somos el mosaico de toda la gente que nos toca. Y ojalá así siempre sea, caminando con el corazón y sus bolsillos llenos.

viernes, 2 de febrero de 2024

Camaleón

Cuando la noche eterna empezó a abrazar mi gélido torso, elegí dar una última pelea, levantar un estandarte inútil, un grito mudo para quebrar el estruendo nocturno de la brisa que acariciaba cada pedazo de mi. Decidí despedirme del frío con el calor de mi último aliento. La oscuridad cubrió mi ciego rostro como un velo pesado, reconfortante, y supe que era momento de dejarme la vida luchando. Colores.

Le regalé a la sombra toda mi luz, cada matiz, cada espectro de color que decoraba mi alma. Lo dejé todo en un momento, por un instante, para siempre. Un alegre verde, un dolorido café, un rojo acongojado. Un negro que me agobia, que me asfixia, que me agota. Tomé cada pintura que conocí en vida, para entregarla en un último adiós, una bocanada final llena de arte, llena de vida, de brío, de amor, dolor, tristeza y sinceridad.


Vi, por un segundo, doblegarse la oscuridad, arrodillarse, sometida. La inclemente pidiendo misericordia, la inmisericorde pidiendo clemencia. Por un momento la noche retrocedió, retrocedió, retrocedió, y disfrute de mi luz, de mi brillo, de la iridicencia de mi piel, la encandecencia de mi alma. 


Con mis brazos agotados y los últimos minutos de vida apoyados en mi flanco, sentí como el frío acariciaba mis venas, como la oscuridad acobijaba mi dolor, a la noche acurrucar mis congojas. Antes de regalar mi último aliento a la sempiterna luna, grité, desde lo más profundo de mi pecho desgarrado, un lastimero silencio de quien ha regalado la vida, viviendo, de quien ahora llora, riendo. 


Mis colores son el testamento, mi testimonio, mi saludo y despedida. Adiós noche, fría, adiós luna, mía.