martes, 20 de agosto de 2024

Te deseo todo

Te deseo un océano tranquilo, una almohada con sus dos lados fríos, una ducha con la temperatura correcta, que el café nunca esté hirviendo ni tibio, sino justo como te gusta.


Espero la vida te regale un sol tibio cuando tengas el frio preciso para disfrutarlo, que tus bebidas te hagan soltar un “ahhh” de lo refrescante que estén. Que cada vez que tosas, te quites el picor de la garganta, que cada vez que sea de noche, veas las estrellas y su danza.


Te deseo el bien, ese placer etéreo y abstracto. Que levantes la mirada y la vida te quite un suspiro. Que tu mamá y papá vivan muchos años. Que tus hermanos te abracen cuando te vean. Que los perros rompan su rumbo para saludarte. Que los gatos te elijan, y sus dueños digan que no son así con cualquiera. Que tus canciones favoritas tengan otra versión incluso mejor, y escucharla sin querer en la radio. Que alguien diga tu nombre con cariño, con deseo, con calidez, con orgullo, con honor, con deseo. 


Te deseo que siempre caigas de pie, que la vida te recuerde lo importante de vivir. Te deseo el sol de la mañana, el olor del rocío, el sabor del chocolate. Que la vida te acurruque entre sus manos, que reconozcan tus logros, que seas indispensable en el trabajo (y te lo digan). Te deseo éxito, humildad, generosidad. Te deseo la ducha caliente luego de un día helado, el tomar la taza de té con las dos manos, el amargor del primer mate. Te deseo la cerveza fría luego de hacer ejercicio, el abrazo de tus amigos, la calma al hacer deporte.


Te deseo que mires atrás, mires adelante, que mires a tus pies y al cielo. Que la rosa de los vientos te guíe a donde quieras llegar. Que el destino te ofrezca caminos y sepas recorrerlos. Te deseo todo, todo, y mucho más. Y para mí, deseo poder verte recibirlo todo, aunque sea al otro lado de la acera, y ver tu sonrisa acoger la vida, que me mires de lejos, y me muestres que vale la pena vivirla. A ver si así me convenzo de hacerlo.

Cuatro meses después

Blancas páginas de seguían unas a otras. Volteaba las hojas incesantemente, todas blancas, prístinas, vírgenes. Luego de una tapa de cuero, amarrada al silencio por una soga eterna, por un nudo ciego, por la ignominia muda de quien dice todo sin emitir un solo sonido. El insulto perenne, la mirada furtiva, las letras esquivas, la espalda apuñalada por oraciones que miran a otro lado cuando las apuntan con el dedo.


La inercia de quien pierde el ritmo, el aplaudir manco, el paralítico caminar de quien se empuja en balde a decir aquello que no significa nada, alimentando una perorata injusta, idealista, inverosímil, carente de pasión, de fuerza, de vida. Alma cegada por inmóvil, arrastrada al subsuelo por la desidia, la negligencia, el olvido. Un intelecto sediento, hambriento, rogando los nutrientes de un desafío, por sencillo que fuere. Una almendra en el desierto.


Las hojas blancas se suceden aún, una tras otra. La mano empapada en angustia avanza y retrocede a lo largo de un libro que no existe. Los dedos torpes intentan sujetar la esquina de cada hoja, sin poder separar a las hojas gemelas, las trillizas, capítulos omitidos, titulares inexistentes. La anorexia de un libro que no se alimenta de tinta, muerto de hambre por falta de sueños, de deseo, de trabajo. Un libro vacío, que nada significa para el autor que aún no lo escribe, que no lo descubre.


Infinitos simios escribiendo infinitas palabras al azar, mecánicamente, sin descanso ni reparo, sin correcciones ni errores. Empapan de letras el papel que hasta entonces se encontraba perdido en la resma, sin sentido alguno más que la de ser una revista en potencia, una idea, un gesto, una carta, un romance, un guion. Las blancas hojas que me miran desde el escritorio me juzgan, mejor estarían en la máquina de alguno de esos monos. Que puedo hacer, si hace tiempo mi alma murió de inanición.