sábado, 25 de enero de 2025

Caldera

Me senté en una banca junto al mar, a perderme entre las olas, la brisa y el olor del océano Pacífico. Los botes pesqueros lucían sus vivos colores sobre el paño azul, con sus motas blancas y saladas. Algunas barcazas tenían las mallas lanzadas al mar, otras descansaban la madera bajo el sol de la costa. Nombres ingeniosos tatuaban el costado de cada una de las barcas, añadiendo un nuevo elemento al paisaje que se tejía en el horizonte. 


La calle a mi espalda alojaba motores ronroneantes y bicicletas fugaces. Un par de canes paseaban por la costanera, a la deriva de su dueño, como si fueran viejos amigos conversando sobre el estado actual del clima o de la política nacional. Que mal que están las cosas. Que fresco se halla esta tarde de enero.


Veo mi reloj desde el rabillo del ojo, como quien quiere evadir la realidad y hacerle una finta a cronos. Hago el ejercicio mental de traducir las manecillas y caigo en cuenta de que que el momento de partir se alojó sobre mi,  inexorable, ineludible y definitivo. Inhalo profundamente, como intentando robarme un pedazo de ese aire nortino y costero, hasta sentir entre pecho y espalda esta brisa marina, salada y despejada.


Me levanto de esta banca de madera, y como si el calor del verano me hubiese derretido, queda en el banquillo una huella clara, casi una silueta, de mi cuerpo en reposo. Miro el mar, el océano, las nubes. Alojo la mochila sobre mis hombros mientras recuerdo una linda frase que reza “un pedazo de nosotros perdura en cada lugar donde hemos estado”.