domingo, 14 de septiembre de 2025

Cruce Costero

La brisa marina traza un dibujo sobre la arena, lentamente, tramo a tramo, empujando un grano de arena de forma certera, precisa, justa y calculada. La sal flota en forma de espuma y se confunde con las blancas nubes que decoran  el cielo, vistiendo al tímido sol. Se escucha el graznar de una gaviota que zurca los cielos en búsqueda de un sentido, atravesando el olor del océano, las corrientes de viento, el tibio calor de septiembre, el paisaje bosquejado sobre el lienzo que es el horizonte. 


El dibujo se vuelve seña, se vuelve santo, un mensaje escondido en las entrañas de la costa. Se remueve la arena, un aliento de vida, una bocanada de oxígeno que alimenta los pulmones. Luz de esperanza, la puerta hacia el cielo se abre y derrumba la estructura que los acobijó durante seis meses. La habitacion que los protegió una vez, se volvió celda y prisión. Las cabezas penetran como arietes la corteza de arena seca que se posaba protectora sobre su nido. 


El olor a sal les golpea la cara y estiran con urgencia sus extremidades, recién descubiertas. La supervivencia les susurra al oído “adelante”, el destino les grita “corran”. Sin demora, las pequeñas crías de tortuga han iniciado su carrera de vida, luchando contra la trampa de arena que las protegió hasta la fecha. Se agolpan unas sobre otras, sin escuchar razones más que el instinto y el sabor de la sal al viento. Un graznido imprime urgencia.


La marea escala lo más alto que puede, en afán filantrópico, asistente de las pequeñas criaturas que no han tenido tiempo de procesar su primer respiro. Los seres alados se agolpan, giran en círculos sobre las calvas coronas, los blandos caparazones, los bocadillos frescos. Graznidos trinan ensordecedores, sobre la espuma marina, la sal efervescente, el tibio tenue viento. Tan solo un metro separa el océano de las pequeñas tortugas. Tan solo un metro separa a las aves de su presa.


Una gaviota emprende vuelo en picada, trayectoria penetrante e inclemente. Algunas tortugas han cogido de la mano a las altas mareas, y han sido acobijadas por la recogida de las mismas. Otras esperan la nueva ola. Vulnerables. Expectantes. Entre las fauces de la gaviota, el mar se hace cada vez más pequeño. El océano parece dibujado a lo lejos. Una tortuga jamás pensó volar, elevarse, inevitablemente, más allá del cielo.


Un aguilucho agazapado en las nubes, cruza cuál relámpago el cielo y apresa con sus garras la gaviota depredadora. El ave marina se retuerce en el aire y deja escapar a su presa, en un intento desesperado por conservar la vida propia. La tortuga, durante un minuto, cayó libremente entre pasajes construidos de nubes y brisa, sal y mar, antes de ser cobijado por las olas y devorado entre las fauses del océano. Aturdido por el golpe, rápidamente se reincorpora y se sumerge en las profundas entrañas del azul profundo. 


Y esta es la historia de una tortuga voladora, la cual nunca dijo nada y calló tremenda hazaña. No es como que sus hermanos fueran a creerle, o que en público diario pudiera exponer su periplo. Aunque si conociera palabras, y compartirlas pudiera, tal vez sería ella contando esta historia.