lunes, 22 de febrero de 2016

El Bus


Todos duermen en posiciones poco ortodoxas. Algunos encaramados a otros, los más afortunados se toman de la mano y sueñan que sus corazones palpitan bajo un mismo metrónomo. Una brisa gélida entumece mi garganta y provoca una tos seca en una mujer pocos pasos delante mío. Abrigos son utilizados como mantas, las que a su vez se doblan múltiples veces para servir de almohada. Un violento estornudo escapa y resuena en todo mi cráneo, mis rodillas se quejan estruendosamente al ser estiradas, rogándome que nunca más las deje atrapadas bajo el reducido espacio que me corresponde por decisiones externas a mi persona. Todos duermen y yo sigo despierto. No es por que tenga insomnio ni por haber dormido antes. Simplemente me gusta estar despierto. Adoro la sensación de que todo a mi alrededor corre para encontrarme ¿Egocéntrico? Tal vez, pero yo estoy hablando de persecución en su sentido romántico, como dos cosas que por decisiones del destino han de colisionar con fuerza, para luego repelerse como si nunca hubieran querido conocerse el uno al otro. Hace frío, pero aun así siento como mi alma hierve. Mis manos escriben por decisión propia, mi juicio es un mero susurro a la hora de tomar decisiones. Merma mi confianza el saber que todo mi talento transcurre por mis dedos y no por mi cabeza, pero a veces olvidar que existo hace que la vida sea más llevadera.

Volteo mi cabeza y veo como entre estrechos barrotes corre un paisaje urbano. Personas, animales, edificios nuevos y antiguos se confunden gracias al vértigo y la borrosa imagen no es más que un destello que se refleja en mi dilatada pupila. Está oscuro, pero logro ver a través de las sombras y observo como camina sola. Un sendero solitario guía sus endebles pasos, cargando sobre sus hombros el peso de una vida fustigada por calumnias y desesperación. Una sonrisa me saluda desde el lejano horizonte y ya no hay nada. Pavimento gris predomina en la costumbrista imagen de mi mente. Un caballero camina hacia mi puesto y susurra palabras con su lengua empalagosa. No existe el mañana y el pasado es todo lo que queda. Así es la vida de los condenados. Lamentarse sobre la leche derramada es como llorar la tumba de los muertos. Flores multicolores coronan guirnaldas sobre féretros de tonos apagados, demostrando la sencillez de la muerte. Cada uno sabrá que tan cómodo será su ataúd, pero mientras tanto, nosotros aportamos a cerrarlo, un clavo a la vez ¿Cuantas vidas tendrá el ser humano? ¿Cuantas realmente valdrán la pena? Podría probar con medir la grandeza de una persona pesando sus obras y calculando su trascendencia, pero, nuevamente, el destino se ríe de mi ingenua concepción de la vida.

Veloces árboles corren a mi alrededor y sus desdibujadas ramas me saludan al son del viento. Una línea blanca determina hasta donde iré a parar en esta travesía buscando la verdad. Una pregunta se dibuja bajo mis dedos. Tinta invisible escurre entre las ranuras de mis manos. De pronto mis articulaciones se convierten en bisagras y solo veo movimiento. El escenario cambia a una velocidad irrisoria, mis ojos salen de sus órbitas y veo como árboles de diversas clases atraviesan mi frontera como inmigrantes ilegales. Palabras se tejen frente a mi solo para ser deshilachadas por los bosquejos de una rápida sucesión de imágenes. Nada esta acá, pero nada viene ni nada se va, no hay nada que ver en realidad, solo sombras fugaces que confunden mi mente con su retórica y su sofismo sofisticado. Tanto que ver y mis ojos tan pequeños, ciegos por la oscuridad del cautiverio. Volátiles pensamientos atraviesan mi mente esperando a encontrar la chispa que los lleve al acto. Rebeldía desenfrenada y un cierto aspecto anárquico es lo que invade mi cabeza. Barrotes ficticios encierran carne podrida dentro de inhumanos recipientes. Mientras tanto, un edificio pequeño y cuyas oxidadas vigas apenas mantenía en pie atraviesa la ventana y corre a perderse en el ocaso. 

Un sonido familiar me indica que todo a concluido, la larga travesía ha llevado a sus feligreses a destino con puntualidad casi sacramental. El frío invernal escapa por puertas que ya no están allí y todos escapan de sus reducidos asientos. Mis pies tocan el suelo y la extraña sensación de estabilidad invade cada rincón del cuerpo. La sangre ya no salta con las irregularidades del camino, y solo veo un riel que se escapa en el horizonte. Un hálito fantasmagórico escapa de mis labios mientras una mano enguantada atrapa mi brazo y pone lo que queda de mi cuerpo en una fila de personas. Con pulseras de hierro congelando mis lastimadas muñecas, empiezo a andar al paso dictado por quien va adelante mío, quien a su vez sigue el ritmo dictado por otro, y así hasta el infinito. Sumiso, el ímpetu jovial que años antes me caracterizo entre los míos ya no era nada más que un vago recuerdo en un mar de memorias olvidadas. Gire mi muñeca y pude darme cuenta que mi nombre, cada letra de el, había desaparecido para dar lugar a un número. Setenta y  tres mil ciento ochenta y ocho. Para mi ese número no me decía nada más que los nombres de setenta y tres mil ciento ochenta y siete personas, como yo, atrapadas en una guerra sin sentido. A decir verdad, esto ya no es una guerra, esta aberración no fue ideada como un combate bélico. Esto es un exterminio. Aniquilación masiva de individuos que comparten una religión o una mentalidad distinta a quienes tienen las armas apoyadas en sus hombros y con un ojo en la mirilla.

A medida que voy avanzando veo como me acerco al infierno terrenal. Mujeres temblaban frente a mi, hombres apretaban los dientes y miraban al suelo, tratando de despertar. Niños lloraban desconsolados, se notaba que no sabían donde se estaban dirigiendo. De saberlo, las lagrimas se habrían agotado antes de empezar la tortuosa travesía. Para el año cuarenta y tres ya estaba todo Polonia al tanto de lo que significaba este lugar, y peor aun, lo que significaba entrar allí con un numero en el antebrazo. Letras metálicas se posan sobre una reja que albergaba al mismísimo diablo dentro de sus confines, recitando el nombre con una crueldad incontenible: Auschwitz I. Un slogan casi publicitario se mofa de las almas que se encaminan a su fin. "Arbeit macht frei" susurraba una voz en mi oído, palabras que esperé nunca leer en mi vida. "El trabajo libera". Di un paso hacia adelante sabiendo que nunca podré volver a mirar hacia atrás.


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