Un
contrabajo hiperquinético retumba entre mis oídos. Creo que las cosas ya no son
lo que parecen. Pantallas de humo esconden el verdadero significado de cada
sonido, mi vida pasa frente a mis ojos como una película con un toque
tarantínesco. El bombo entra agresivamente con sus confusas vibraciones,
mis dedos lo sienten llegar en cada nervio, alterando la pasividad de la tibia
sangre. El agua a mi alrededor se revoluciona como un
saltimbanqui enloquecido ¿Acaso soy un payaso dando el espectáculo de
turno? Luces intermitentes ciegan mis nublados ojos con sus destellos
melancólicos, mis labios modulan letras que forman palabras, pero que al final
no son nada más que silencio. Las melifluas notas se escabullen entre los dedos
del artista como gotas derramadas por el quebradizo llanto de una niña, dejando
frente a mis ojos un espectáculo inefable, pero al mismo tiempo tan humano.
Una vez la función
ha terminado, la delicada arpa y el tosco bombo son guardados en sus
respectivas cajas y empacados dentro del mismo vagón. Una relación etérea une
lo divino y lo profano, estrellas enraizadas en lo más profundo de nuestra tierra,
produciendo el hermoso arrebol, engendro del cielo y la tierra, de los astros y
el horizonte, hijo de la vida.
Mis oídos son
colmados de bendiciones mientras mi rostro enfrenta al cielo y la iridiscencia
invade el universo. Luces refractándose en colores maravillosos, permitiendo
que la euforia invada mis sentidos. Aun en lo más oscuro de la noche, la
luminiscencia de las estrellas alumbra el destino de quienes olvidan el origen
y cargan en sus hombros la vida que les queda por delante. Un pie sobre otro.
El ímpetu inmarcesible de un trotamundos decidido a romper los esquemas del
tiempo. Mi mano se posa sobre el agua para sentir la efervescencia de una
voluntad inquebrantable y volátil, olvidando la elocuencia, la cordura, la
lógica y todo lo que amarra al ser humano. Taciturno, observo la aurora
mientras violines violentos alteran mis sentidos, aguas agresivas arremeten
contra la sensatez y el olor a jazmín se cuela de entre las praderas para
colapsar mi olfato. Una epifanía irrumpe las maravillas de la vida y el
silencio dominó la oscuridad. Una escena incolora e indolora implora por el
trato que merece. El trance sempiterno reflexiona sobre la resiliencia del
humano ser, mientras el melancólico alba asoma su existencia sobre el
inconmensurable horizonte. El invierno acendrado invade el jovial prado y copos
caídos del mismo cielo discuten sobre sus diferencias. La blanca ataraxia
domina la pálida escena con su nostalgia. A lo lejos, una llama encandecente
pide permiso para participar de tan singular meditación.
Una liebre, la
bonhomía, jovial, enérgica y arrebatada, recorre blancos prados en busca del
paraíso mondo. Superfluos depredadores acechan a la presa, esperando que
tropiece, que caiga, que se desmorone, que renuncie. Una perseverancia perenne
permite que tan pequeño animal marque tan abismal diferencia. Bastos
conocimientos son absorbidos por sabios y eruditos mientras las huellas del
mamífero se impregnan al camino que debe ser andado, mas nunca relatado. Salto
tras salto, la liebre huye de sus ancestrales miedos, escapando del invierno,
permitiendo que la primera lluvia de primavera dé la bienvenida al preticor y a
los colores. Las simientes germinan y los frutos saludan al cielo, los pájaros
entonan jitanjáforas de único aspecto. La tórtola, casquivana, asoma por donde
no debiera y la naturaleza sigue su curso. Animales encadenan la vida y ciclos
se repiten como procesos inflexibles. El primer día de primavera es una etopeya
en si misma, un relato de colores, sonidos y esencias que fluyen en un mismo
sentido para amortizar el impacto de la inexorable muerte. Un sublime susurro
me indica que el momento ha llegado.
Tenues luces al
final de un tupido bosque me indican el camino que debo recorrer, un pie sobre
el otro. Mi mente avanza pero mi cuerpo no responde. Dedos que tocan el arroyo,
mientras los pensamientos se escabullen donde la carne no es bienvenida, donde
el cielo y la tierra arremeten en contra de la armonía y el caos domina el
paradigmático existencialismo. Un hombre no es cosa distinta a la que hace de
sí mismo, y cada uno debe pavimentar su propio camino, recogiendo la piedra con
la que cae, limpiando el polvo, aunque nadie nunca vuelva a recorrer los
recovecos de tan elaborado laberinto. Artefactos tan humanos como el hombre
mismo. El ser es un continuo devenir, y como tal, jamás puede ser estático. El
calor de verano arremete contra mi cráneo y incinera las ideas que tan
vagamente fueron concebidas en un acto desesperado de reconocimiento. Vivir
solo es morir lentamente, es perderse en un torbellino demencial. Pero, a decir
verdad, aun no conozco demente que no tenga una sonrisa atravesada en el
rostro. Sartreanas palabras colman de jubilo los rebosantes salones de la monomanía.
La locura es un placer que solo los locos conocemos.
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