Una mano asoma por aquel agujero levitante. Tres dedos se levantan, uno
tras otro: Tres. Pietro toma a su hermana de la mano y salen de la habitación
en llamas, dejando una estela de humo detrás suyo, respirando el olor a
combustión y azufre. Recuerda el número tres. Un cuadro de Salvador Amenabar
cae al suelo, "El Aquelarre" es consumido por las llamas hambrientas,
degollando a los demonios y las brujas que danzan al rededor del cordero poseído.
El fuego trepa por las paredes y hace crepitar los muebles, camina con
tranquilidad por sobre libros de Neruda, Vargas Llosa, Huidobro y Lillo. Sus
hojas lloran tinta calcinada, el viento entra por la ventana, cuyo blanco marco
no es nada más que cenizas. Pietro aprieta la mano de su hermana, le hace daño,
pero piensa que sus gritos son de terror, que su inanimado perseguidor le causa
pánico. Las tablas de madera se doblan y crujen, aúllan a la noche carmesí,
antes de caer carbonizadas en los escombros del incendio. Un peldaño sigue al
otro, y el primer piso recibe las llamas como pasto seco esperando a ser
desmalezado. Luego de tres pesados pasos, la escalera colapsa y los hermanos
caen a la hoguera, alimentada por la caoba de los peldaños y los sueños rotos
de Pietro. Baja el telón.
Un sueño, todo fue un sueño.
Un negro despertador deja sonar su alarma y líneas de color rojo fosforescente
dibujan las tres treinta y tres de la mañana. El recuerdo invade su memoria y
se levanta de la cama, camina por el angosto pasillo, decorado con cuadros de
batallas épicas, todos pintados por un fraile, donde se ilustran momentos
gloriosos, abrazos de hermanos y muerte. A Pietro nunca le gustaron esos
cuadros, miraba la desgastada punta de sus zapatos de cuero verde mientras
caminaba. Justo antes de abrir la puerta de su hermana, un olor a brazas
invadió sus sentidos. El calor era insoportable y aumentaba a medida que
caminaba, no, corría, a la pieza de su hermana. Con fuerza abrió la puerta, y
el viento revolucionado alimento las llamas que se cosechaban tímidas. Tomo a
su hermana fuertemente, hiriéndole la muñeca, y la saco de su cama, de su pieza,
del incendio y de sus sueños. Corrieron viendo cómo se quemaba la biblioteca,
los cuadros y como al final del pasillo ardía el cuadro sobre el Aquelarre que
tanto le gustaba a sus padres. Un peldaño primero, luego otro. Pietro se detuvo
y saltó al cuarto peldaño, dejando el tercero intacto. Pisó el quinto el sexto
y el séptimo, y después los que les siguieron, llegando rápidamente al sólido
primer piso. Ambos miraron la gran puerta principal pensando lo mismo: Debían
salir inmediatamente. A medida que se acercaban a la oscura madera del pórtico,
alguien tocó la puerta, una, otra y otra vez. Pietro abrió la puerta, nervioso,
y el marco de esta colapso sobre él y su hermana, ahogando sus gritos de desesperación
mientras el silencio de la noche revelaba que no había nadie al otro lado de la
puerta. Baja el telón.
Con un grito en la garganta
despertó Pietro, transpirando frío y confundido. ¿Soñó estar soñando? La alarma
mueve sus líneas rojas y forma las tres treinta y tres de la mañana, y Pietro
no quiere asumir su realidad. Corrió a buscar a su hermana, la tomo de la mano.
Esta vez con cuidado, pensó. Corrieron por el pasillo en llamas, saltaron el
tercer peldaño y bajaron rápidamente al primer piso. Evitaron la puerta de
entrada, y escucharon como a sus espaldas alguien tocaba la puerta tres veces.
Mientras el fuego consumía los peldaños de madera y escuchaban como el cuadro
del Aquelarre ardía furioso, entraron en la cocina, para salir. Desde el
comedor, contiguo a la cocina, se escucha como el viejo tocadiscos reproducía
"Un sueño de una mañana de Verano", de Gustav Mahler. Trompas
abriendo la barrera del silencio, haciendo olvidar a Pietro que la casa estaba
en llamas. Tomó a su hermana de la mano y se adentró al cálido comedor,
escuchando la envolvente música, mientras una antigua copia de "Así habló
Zaratustra" se incineraba. Dios ha muerto. Una frase queda intacta,
protegida por un velo de las hambrientas llamas: "Dormir no es arte
pequeño: Se necesita, para ello, estar desvelado el día entero." Pietro
tomó el pedazo de papel que inmortalizaba tan insignificante reflexión, y
corrió de aquel lugar, arrastrando a su hermana, quien comprendía poco y nada
de lo que sucedía.
Dudas asaltan su joven mente.
¿Que está sucediendo? ¿Tendrá que evitar el número tres o tal coincidencia será
solo producto una serie de acontecimientos desafortunados? La pequeña lo mira
con ojos curiosos, somnolienta, tratando de descubrir que era lo que pasaba.
Ambos salieron al jardín posterior, y la clara noche se escondió bajo el negro
humo del incendio. El pequeño fragmento del libro que había sobrevivido el
incendio estaba helado, gélido, pero a la vez los reconfortaba. Tan cálida
estaba la noche, tan abrasadora la brisa nocturna. Paso a paso, ambos cayeron
bajo los brazos de Morfeo, y el pequeño pedazo de papel terminó por quemarse.
En estas altas horas de la noche, sirenas y bocinas abrieron paso a una lluvia
de comentarios, llantos, esfuerzos y ayuda comunitaria. Pero los hermanos
dormían, y dormirían para siempre, envueltos en el frío manto nocturno. Los
últimos compases de la tercera sinfonía en re menor de Gustav Mahler suena
entre las llamas. Un coro de niños canta ceremoniosamente: "¡La alegría es
más profunda que la pena!, ¡Una eternidad profunda, profunda eternidad!"
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