Tomás es un tipo corriente. No es un modelo con
facciones marcadas ni un ogro intratable. No tiene un cuerpo atlético ni
tonificado, pero tampoco es obeso o se ha dejado estar. No es un galán
conversacional que aparezca en la vida social de todos los periódicos del país,
pero tampoco se recluye en su habitación esperando a que algo extraordinario le
pase. Tomás no tiene nada que lo haga merecedor de ser el protagonista de
historia alguna. Ni siquiera de un cortometraje, un vídeo casero o un retrato
garabateado en el costado de un cuaderno. No le alcanza para un microcuento, de
esos que no duran ni diez palabras. Pero aquí estoy yo, hablando sobre Tomás, y
allá está él, con su vida para nada extravagante o especial. O eso creía él.
El domingo Tomás se
levantó con otro aire, otro espíritu. No era el Tomás que comía el pan sin
mantequilla para poder asegurarse que así compensaba el deporte que no hacía.
No, este Tomás era aventurero, y no solo comía el pan tostado, sino que le
ponía mantequilla jamón y huevo, y los comía sin vergüenza. Este Tomás salió de
su casa renovado. Vio como la nieve que había caído el viernes se derretía bajo
la mirada del sol. Una carcajada escapó de su garganta y se dio cuenta que todo
era distinto. El frío era más cálido, el aire más puro y la música le parecía
más increíble que de costumbre. Incluso sentía que podía bailar al son de las
lúgubres palabras de Ian Curtis. Nada es un obstáculo para Tomás. Es un hombre
moderno, pero un hombre moderno renovado.
Quitó enérgicamente la
nieve que bloqueaba la salida de su auto, y mientras lo hacía sentía como la
blancura de esta absorbía su mano hasta perderla de vista. Y no solo eso, pues
el frío invernal le hacía incluso olvidar que su mano estaba ahí. Una sensación
de regocijo invadió su ser y sintió como si fuera a explotar de alegría. Que
increíble es el sonido de la nieve cuando uno la aprieta, ese encrispamiento,
esa vibración en su mano, ese color puro y divino. Podría haberle gritado a la
vida de todo para agradecerle, y aún así sentiría que sus palabras serían pocas
y vacías comparado a su sentimiento.
Su celular no funcionaba,
pues la nieve había abatido los postes de luz y la señal era algo que no vería
por mucho tiempo. Pero esto no es un problema para Tomás. El tiene música para
satisfacer su vida, imaginación para inventar una historia y alegría para
regalarle al mundo. Y exactamente eso quería hacer. Lamentablemente, por muy
animado y nuevo que fuera este ilustre Tomás, su capacidad de sobreponerse a la
pereza aún no se hacía presente, pero esto a él no lo desalentaba.
Estadísticamente, pensaba , si se le ocurrían cien ideas para alegrar a la
gente, alguna tendría que ser la más fácil, y que está fuera cien veces más
fácil que la idea más difícil sería motivación suficiente para mover sus pies y
echar a andar la maquina de la felicidad. No me refiero a los perros, como dijo
Iggi Pop. Me refiero al plan supremo para conseguir la alegría masiva del
mundo.
Tomás no sabía nada de
esto, claramente, pues su introspección no era lo suficientemente aguda para
darse cuenta de su propia pereza. Pero sabía que tenía que hacer algo. No sabía
que , y ese era su problema más grande. ¿Que puedo hacer para alegrar a la mayor
cantidad de gente, de la manera más rápida? Nada vino a su mente, y por eso
decidió recostarse y pensar. Pensando se dio cuenta que, aún sin internet,
podía ver una película, ya que una aplicación maravillosa le permitía
descargar, legalmente, las películas que quisiera, mientras estuvieran
disponibles. Y así fue como decidió ver "El fabuloso destino de Amélie
Poulain", o "Amélie", como la conocemos todos. Él ya conocía la
película, recordó que al ganador de un concurso de cortometrajes en su colegio
le dieron una copia de la película como premio. Tomás se convenció de que la
película no debía ser muy buena, pero luego escucho su música. Esa música.
La música es tan buena
que necesito hacer un párrafo a parte, solo para decir lo buena que es su
música. Un acordeón que gime con cada movimiento, exhala e inhala para llorar
cada nota. No llora de tristeza, tampoco de alegría. Llora de fervor, por
pasión, por que ama lo que hace, y si no llorara él, ¿Cómo podría soportar que
Tomás llorase con su melodía, si el mismo no podía hacerlo? Por esta razón el
acordeón llora y solloza con cada nota. Esa canción ha sido replicada por todo
aquel artista que haya aprendido a tocar el acordeón. No solo por qué la
melodía es inmortal y el sentimiento que evoca es de satisfacción, sino también
por qué es un vehículo que nos transporta a lo más profundo de nuestra
imaginación y nos deja caer donde queramos, y creamos lo que queramos.
Dicho todo eso, es
entendible por qué Tomás decidió ver tal película. Además, el francés siempre
le ha llamado la atención. Iniciada esta, los colores fueron lo primero en
generarle ese cosquilleo que indican que algo extraordinario va a pasar. Y es
que así sería. La película recorre los pasajes de París, sus cabinas
fotográficas y un pintoresco café para nada llamativo. Como Tomás. No apareció
la torre Eiffel, o al menos no en primer plano, como suele pasar en París. Y
relata la historia de Amélie, una hermosa chica cuyos gestos y sentido de la
justicia cautivaron a Tomás de manera fulminante. Él ya no sería el
mismo.
Es verdad, no pudo ver la
película de corrido. Es verdad, bajo a comer con su familia entremedio y nada
habló de la película. No quería llenar su cabeza de idea alguna sobre ella.
Solo quería las suyas y su nuevo amor platónico por Amélie, y todo lo que representaba.
Los inocentes, los ignorantes, los introvertidos, los traviesos y los
idealistas. Tomás era todo eso, y tal vez un poco más. Aunque a veces era un
poco menos. Cada vez que pasaba sobre un papel y no lo recogía, cada vez que
hacía vista gorda a quien subía una maleta por la escalera del metro o cuando
no sonreía a aquellas personas que parecían necesitarlo. Él sabe que podría
haberlo echo, y que no le costaba nada, pero la pereza y el apuro, incluso el
estrés, son coartada suficiente para dejar de hacer una pequeña buena
acción.
Pero él quiere ser más.
Quiere trabajar en las sombras, construir alegrías, armar andamios para que la
gente apoye su mentón en ellos y poder caminar con la frente en alto, y ojalá
con una sonrisa. Quiere ser como Amélie y dar felicidad a quienes no lo
conocen. Y viendo como su nuevo amor empezaba a jugar con papeles y mensajes,
idea un plan absolutamente falible, impensable e imposible. Perfecto para él.
Tomaría un cartel que dijera algo así como "Ayudó gratis con lo que
sea", o quizás con palabras más comerciables. Se pararía en el metro Baquedano
o en alguna avenida ajetreada y ofrecería, a viva voz, ayuda. Eso y solo eso.
Honesta y simple ayuda, de manera gratuita, siendo el pago la sonrisa del
prójimo.
Si, esa idea es
extraordinaria, pero Tomás sabe que es flojo y que es difícil que logre algo en
estos dos días que le quedan en Chile. Tal vez cuando vuelva. ¡Eso es! ¡Cuando
vuelva! Las calles estarán más concurridas y la gente más necesitada. Pero hay
que escribir esto, de otra manera se va a olvidar. Pero no puedo escribirlo en
cualquier parte, se perdería con el resto de mis ideas. No, tengo que ser
original, evidenciarme, exponerme a ser llamado un fraude si no logró mi
cometido. Debe quedar evidencia, a la vista del mundo. ¿Un vídeo? No, no, mi
rostro no ha de robar un solo segundo de la genialidad de esta idea. ¡Que
locura estoy diciendo, este plan es imposible! Pero igual puedo hacerlo. Me
tengo fe. Como lo relato, como dejo constancia de la existencia de este plan.
Tal vez podría pedirle ayuda a mi compañera del viernes como confidencia. Es
inteligente y creativa. Me tildará de iluso, de pobre de mente, de fantasista.
Serían tres verdades a cambio de un favor enorme. Pero no quiero molestar. Tal
vez tenga mejores cosas que hacer que recordar el desvarío imposible de una
persona cualquiera. Seguramente las tenga.
Escribiré un cuento. Eso
haré. Es perfecto. Tengo una afición enfermiza por la escritura, casi una
adicción. Las palabras se cuelan entre mis dedos y se derraman sobre una hoja
blanca. Bueno, en realidad no se derraman, se plasman. Y no es una hoja, es la
pantalla de mi celular. Peor sería nada. Escribiré un cuento que parezca un
viaje, algo extraño, incluso sin sentido. Mejor aún, que sea la historia de
otra persona. Pero igual debo quedar expuesto a la vergüenza pública si no
logró mi cometido. Usaré mi nombre para el protagonista. Será un autorretrato,
un autorelato. Que ocurrencias. Lo publicare en mi blog, donde nadie más que yo
y un puñado de amigos cercanos pueden leerlos. No es que el acceso este
limitado, pero ni yo soy tan iluso como para pensar que leer un blog amateur de
un pseudo aficionado debe ser muy divertido. Tal vez escriba de fútbol.
Dicho y hecho, mi obra se
encuentra acabada. Arduo trabajo de un par de horas solo para que resulte en un
plan, que probablemente sea un fiasco. Adoro esto. Me faltaba lanzarme a la
vida de esta forma. Ahora, espero que la gente necesite mi ayuda, por mínima
que sea. Soy un iluso, un idealista, un ingenuo corto de mente que vive dentro
de su propia imaginación, que rechaza la realidad y que no es capaz de poner un
solo píe en tierra y darse cuenta de lo que sucede en las calles de Santiago.
Ese es Tomás. Ese soy yo.