miércoles, 2 de agosto de 2017

Materialismo

La música se confunde con el estridente andar de la primera micro del semestre. Un par de audífonos que me han acompañado durante largos 5 años, fieles compañeros que hasta parecen más cansados que yo. Y no los culpo, pues no conocen de fines de semana, feriados legales ni viernes informales. Si me va mal me acompañan fielmente, gritando en mis oídos las estridentes melodías de Iron Maiden o la melodiosa voz de Chris Cornell. Audioslave o Soundgarden, da igual. Si, en cambio, el día es alegre y me despierto con ganas de levantar la cabeza, el funk de James Brown escapa por sus bocas plásticas para aterrizar en mi oreja y quedarse ahí, como un colgante. 

Pero el tiempo no ha tenido clemencia alguna con mi querido amigo. Y yo tampoco. Soy el más negrero de los empleadores. Nunca he escuchado la palabra descanso, como tampoco he escuchado sobre cansancio. No señores, mis audífonos en cinco años jamás se han quejado. Pero los veo, y yo los conozco. Las baterías suenan apagadas, los bajos se pierden de vez en cuando y la exquisita voz de Freddy Mercury ya no alcanza esas notas celestiales. Poco a poco, año a año, día a día, pista tras pista, he visto como mi querido acompañante ha perdido fuerza, dando lugar a errores antes imperdonables, pero que el cariño que les tengo han sabido dejar pasar. Me dicen que compre otros, o que busque los mismos si quiero, pero que cambie este trasto viejo y olvidado.

Ellos no ven las cosas como yo, y bien saben que no puedo pensar como ellos tampoco. Puede ser que el cable este pelado, las esponjas sucias y hasta el sonido reventado, pero a un amigo no se le da la espalda. No es materialismo, caballeros, ni tampoco un afán de ser diferente. Es solo devolver el favor concedido durante tanto tiempo. No solo han pasado a ser una característica mía. No, no, ¡Mucho más que eso! Son parte de mi. No me imagino verme al espejo y no tener este pedazo de plástico industrializado abrazando mi cuello, como un amante apasionado. La marca que elabora el modelo ya no se puede reconocer en el mismo, pues el tiempo ha rasgado toda denominación de origen. 

No crean, ni por un solo segundo, que hablo de un par de audífonos profesionales o de esos grandes que hacen saber a todo el mundo que escucho música. No, estimados, así no. Estos son unos de esos que se ponen por sobre la oreja, con una conexión que rodea la nuca desde un lado al otro, como un arcoíris negro. Como un río de petróleo refinado. No es uno de esos audífonos que recoge el sonido más ínfimo, ese que el productor pensó que jamás sería escuchado, ni tampoco los bajos subterráneos. Solo me muestra los sonidos que su oído musical le permite. No es ningún erudito ni crítico de música, no le importa si escucho Close to the Edge o Despacito, no discrimina mis gustos por sonido o complejidad. No discrimina por nada, para ser honestos.

Y aún así, sin ser de la realeza plástica, me sumerge en un mundo de placer auditivo, me guía a través de negras y blancas, corcheas, semi corcheas y todas esas notas complicadas que algún día juro comprender. Bemoles y sostenidos, silencios y crescendos. La canción termina con un largo y emotivo fade out, y mis audífonos lo ejecutan a la perfección. Termina la canción y abro los ojos para darme cuenta que una vez más me pase del paradero para hacer la conexión. Habrá que poner un poco de Franz Ferdinand, a ver si se me arregla el día. 

Mis audífonos ríen de gozo porque fue culpa suya mi descuido. O tal vez no. A estas alturas da igual. Miro al chofer y le pido que me deje en el primer paradero que venga. Él sabe lo que me pasó y sonríe, divertido. Me bajo y me doy cuenta que no estoy tan lejos, y que la distancia es cambiable. Hace frío y no tengo guantes para proteger mis dedos de la helada mañana. Siempre me pasa la misma wea.


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