jueves, 22 de marzo de 2018

Un Rincón de Sur


En un camino perdido entre verdes colores, autóctonos y vírgenes, se encuentra el sol sobre un indómito paraje. Sonidos esencialmente sureños invaden el silencio y lo secuestran entre trinos y graznidos. La escena es impresionante. Diminutos aleteos se pasean de vez en cuando, y una leve brisa es atajada por árboles ancestrales. La periferia se vuelve inmensa una vez la cima es conquistada, no existen banderas ni palabras de apoyo, solo el aliento exhausto y lo que queda de un “no voy a poder” son los vestigios de un sonido que hace eco a lo largo y ancho de este sur inmenso, sur precioso. Tanto que decir y tan pocas palabras. ¿Hasta donde nos permite el intelecto transcribir lo que vemos? Nada más ni nada menos que una maravilla verdiazul se encumbra frente a los ojos de un aventurero derrotado y agobiado por el día a día de una voluntad maltrecha. La vida es un deporte magnífico.

La mirada castigadora de las estrellas repartidas por la negrura eterna de la noche se posa sobre mis tímidos pasos. Nadie dice nada y el silencio se proyecta hacia el infinito,. Mientras tanto, el ladrido furtivo de un can paranoico y el oído atento de un ser tan despierto como la tierra misma, secuestran el vacío de esta nocturna velada. El polvo duerme bajo el peso de la lluvia y el camino parece más fresco y renovado. Un mugido se escapa de lo normal y toda la atención se vierte a la vaca en cuestión. El cielo estrellado se ve carcomido por las negras nubes que invaden la vista con su ingrata presencia, maestras del momento e integradoras de la escénica ¿Que sería de un paisaje sureño sin una nube furtiva? El lago refleja la imagen nocturna y las estrellas bailan sobre el agua, traviesas. Una luna escondida busca su lugar, pero hoy le ha tocado feriado y este es irrenunciable. Pobre luna, tantas ganas que tenia de salir a iluminar las infinitas perlas que forman el camino. 

Más infinitas que los granos del eterno desierto son las tintineantes estrellas que decoran con tanto ahínco la noche perenne. El sonido lejano se pierde entre altas ramas de arrayán y grillos cantores. El quejido de un río lejano completa el silencio y lo hace dulce, apacible. Caminos demarcados por antorchas de la noche sobrevuelan mi conciencia y ocupan mi pensamiento, alojan en mi mente sin pedir perdón ni permiso. Las siluetas de los árboles centenarios se esbozan sobre este manto infinito, pintado de azul, blanco y negro. Oscuro como la túnica que cubre a la muerte, la noche se extiende a todo lo ancho del horizonte y me invita a olvidarme que existo, que soy, que estoy aquí y ahora ¿Como no querer ser siempre uno más entre tanta luz cegadora? Estrellas apostadas en los caminos de las constelaciones como luminarias en un callejón sin salida. El camino es largo, pero también lo es la noche. Y la luna sigue misteriosamente ausente.

El camino seco y bañado de noche se convierte en un pequeño bosque verde. Lo que antes era fresco ahora es tierra, inclemencia del clima, desdén del tiempo. La piedad no es una característica de la vida, pero tampoco lo es la desesperanza. Hay tantas estrellas que pareciera que pesan sobre mi mirada atónita y el paso rastrero que me lleva hacia adelante se vuelve inercia, energía independiente con voluntad propia, siempre hacia adelante, irracional, instintivo. El silencio se consume lentamente como una leña en el fuego, despide humareda y grita presente en un lugar donde todo lo que está parece mágico, y lo que falta se nota auténtico. Vestigios del hoy se camuflan entre los últimos segundos de la madrugada y el cansancio pasa la cuenta. Otro sol, otra luna, otro cielo despejado. El reflejo celeste de los árboles costeros y las montañas presuntuosas, una roca se ve a lo lejos y parece ser que no siempre fue así. Una maravilla de paisaje. Un recóndito rincón de sur atesorado en la pupila atenta, imagen impregnada de olores y sonidos, texturas y sabores. Color de vida, teñido de verde y azul.

Hasta la Proxima



            Hora punta, o tal vez no tanto. Miradas furtivas llenas de vergüenza se cruzan en un espacio lleno de indiferencia. Pantallas brillan iluminando los ojos de sus usuarios. Toca una combinación y todos bajan, todos suben. Como en un ajedrez confuso, las piezas se mueven para ocupar algún lugar preciado, pues todos tienen preferencias distintas. Acá no existen reyes, reinas, alfiles ni torres, mucho menos caballos. Solo existen peones cansados por una rutina que asfixia y los deja exhaustos. Pero entre esas figuras blancas y negras se encuentra ella, tímida y confundida, curiosa, con sus ojos grandes y profundos. Dentro de esta cultura donde solo es aceptable mirar los zapatos propios y evadir a toda costa el contacto visual, nuestros ojos se encontraron, traviesos, a la altura de Los Leones. Como dos canicas dentro de aquel infantil juego, sentí como sus ojos empujaron a los míos fuera del circulo donde se desarrollaba ese juego. Lo perdí todo detrás de esas perlas redondas e inocentes. La brisa artificial que se siente entre los cuerpos agotados que me separaban de esos ojos profundos me inspira a dar un paso hacia delante, un paso hacia el costado, un paso osado. Entre empujones y caras de reprobación, en respuesta a mi anticonvencional movimiento, sonó la voz metálica por los altavoces, anunciando una nueva combinación. Una nueva parada interrumpe mi desesperado intento por acercarme a ella, la chica de los ojos inocentes.

            El miedo es el único sentimiento latente, el susto amenaza con fulminar mis esperanzas. ¿Se bajará? Si es que lo hace ¿La sigo?. Gente baja y gente sube. No logre librarme de la incertidumbre y cuando tome la decisión de bajar la manda de personas ya estaba ingresando al vagón. Me fue imposible pasar entre ellos y me vi amarrado a quedarme y esperar lo mejor. Traté de recordar donde, más o menos, podría ella encontrarse y di un par de pasos en esa dirección, cerrando los ojos y esperando verla cuando los abriera. Giré mi cabeza en un movimiento lleno de suspenso, ansia y terror, pero el sentimiento que lleno mi mente fue la felicidad y la sorpresa de verla aun allí, con ojos curiosos, con una postura despreocupadamente tímida. Estaba ahí, a solo un par de pasos de distancia, increíble. Una sonrisa traviesa se coló en mi rostro y más aun fue mi sorpresa cuando en el suyo una sonrisa de similares dimensiones hizo de reflejo a la mía, como si de un espejo se tratara. Un par de mejillas ruborizadas terminaban de decorar ese rostro divino mientras una mano delicada quitaba su crespo pelo de su cara, en todo lo que se podría llamar una indirecta de libro, si es que tal cosa existiera en este mundo. Su mirada bajo llena de vergüenza, pero la curiosidad pudo más y alzó su mentón, mirándome con rostro inocente y jovial, casi pidiendo permiso a esta sociedad maldita donde una mirada se censura como el más obsceno de los actos.

Los cortísimos segundos se hicieron eternos y la timidez se apodero de mi ser, paralizándome y cortándome la lengua como si de un sacrificio se tratara. No es que mi mente estuviera en blanco, sino todo lo contrario, las palabras volaban en mi mente como notas en una partitura atiborrada de sonido. Eran tantas que se atascaban en mis labios y se perdían a lo largo de mi lengua confundida. Antes de darme cuenta, el sonido ya había vuelto el ritmo a la circunstancia y llenado el vacío que estaba dejando la emoción. A la cámara lenta le sucedió una escena acelerada en la cual ella se bajo y con una mirada me suplico que también lo hiciera, para poder mirarnos eternamente en la estación. Pero sus ojos inocentes solo irradiaron desconcierto al ver como se cerraban entre nosotros las puertas del metro. Una lagrima avergonzada se ahogo en mi garganta llena de palabras y mis ojos se posaron sobre el sucio suelo del vagón donde tantas cosas había vivido.

Con una fuerza inevitable, el metro emprendió la marcha, y con él también lo hicieron esos ojos profundos y honestos que ahora me daban la espalda, mirando al horizonte que decía “salida”. Mis ojos nuevamente apuntaron al suelo y aquí estoy ahora, esperando enamorarme de nuevo.

Isla Grande



Un árbol se alza sobre el resto como un cuchillo rasgando el cielo. Sangre y sol escapan de una herida tan larga como el horizonte. Los pájaros sobrevuelan el espejo salpicado de rojo y amarillo, sombras vuelan al son del viento, arriba y abajo. Puntas de lanza rompen el mar, separándolo de sus raíces, de su historia. Así comienzan los recuerdos.

Una corriente austral surca el manto negro de la noche, velo manchado de blanco y luz, atravesándolo como una espada cegadora. Arboles se balancean con los brazos abiertos esperando el abrazo de la brisa. Cubiertos de musgo y tiempo, de vida y memoria. Alfileres amenazando con agujerear el cielo. Nubes jugando entre ellas, coqueteando con el sol. Blancas y negras, acompañando a todos los matices de grises. Algunas cargadas de pena, otras de calor. Maravillas de una isla recóndita, de una isla del sur.

Una nube observaba desde las alturas a las hormigas peregrinado ras, caminando de isla en isla, vagando de madera en madera, de islote en islote. Y de que me sirve escribir, si no puedo describir en texto lo que siento. Miro a mi alrededor y veo colores, siluetas, cosas, personas. Vida. Veo como las calles se acumulan en mi memoria a medida que pasan. Arbustos y arboles, animales y flores. Un perro llama mi atención y olvido en que estaba pensando. La historia de mi vida. Casas de colores, celestes, amarillas, con arreglos que desvían la mirada de sus imperfecciones y otras un tanto más sobrias. La velocidad se hace insoportable. Tanto que ver y tan poco tiempo. Un gracias de una niña que baja del bus y mi corazón da un salto tímido. Se siente un poco más tibio en este sur recóndito. Sur que es hogar de fríos glaciares y magia autóctona. La música me ínsita a cantar, bailar y observar. Ser Feliz. Tanta gente y tantas historias. ¿Cómo poder conocerlas todas? Rostros conocidos como fantasmas de mi hogar caminan arrastrando los pies, cansados de recorrer este sur eterno, sur precioso. El sol calienta los rostros y la vida baila al son del viento. Pájaros blancos pasean por su casa, mirándome con curiosidad. Un menudo tipejo de azul con su pequeña libreta negra y un lápiz gastado por tanto movimiento, por tanto caracoleo sin rumbo sobre un papel manchado de viaje. Las curvas del camino sueltan casas rodeadas de bosque y la brisa se lleva los palafitos. La marea observa hambrienta.

El cielo despejado está pidiendo a gritos un volantín, un avión de papel, una estrella. Dedos sucios acarician un perro solitario, hijo del rigor. Se oscurece y la noche presagia música alrededor de un fuego fatuo. Se congrega la gente y las gargantas se ensanchan llenas de brío, rebeldía y libertad. No son de nadie mas que de la vida, hijos de esta, conquistadores de los días, amos de sus destinos aunque sea por un minuto. ¿Quién podrá detenerlos? Nada menos que la inclemencia de un clima caprichoso y picarón. Lluvias torrenciales se aproximaron inminentes mientras los viajeros sienten la duda carcomer la conciencia por primera vez. ¿Pero que es de la aventura sin incertidumbre? El desconcierto dice presente y el viento mueve las ramas imitando el ruido de las cascadas que los esperan. Esa es la señal.

Una larga espera genera ansiedad, pero la recompensa lo vale. Una vista única, inigualable, irrepetible. Maderas que llegan a un acantilado infinito, rodeado de horizonte y naturaleza. Las olas rompen a lo lejos con valentía y producen una  música delicada que hace juego con el silencio, dejando un eco de lo que luego será espuma, luego viento. Un camino se encumbra por el lado entre arboles centenarios, guardianes de la majestuosa vista que se alza bajo los aleteos furiosos de las gaviotas. Caballos salvajes galopan a lo largo de los verdes manteles y la espesura arbórea de este paraje mágico. Alfombra de pasto manchada en flora, cubierta de fauna. Pájaros miran con superioridad a las criaturas mundanas mientras se mecen sobre el viento frío de Chiloé. Un horizonte azul y eterno nos saluda amistosamente. Somos pasajeros en un tren al sur, escuchando Los Prisioneros. Una guitarra desconocida llena el paisaje de acordes alegres mientras las cuerdas acompañan al sol y la brisa, en un tibio día de verano. La vida es bella. La vida es buena. La vida hoy es una mezcla de azul, verde y música. Cielo, tierra y sol. La vida hoy está llena de vida.

Si, de vida. ¿Qué es la vida sino sentir la ráfaga marina en tu rostro? ¿Sin saborear el verde color del pasto? ¿El naranjo tronco del arrayan? ¿Existe, acaso, vida sin movimiento? Un caballo veloz, un gato curioso y un perro faldero. La vida como el paso frenético de un pájaro caminando sobre la arena humedecida por el frío mar de este gélido y cálido sur. Eléctrico caminar tiene aquel que vuela, mas nunca corre, pues la prisa siempre le persigue, pero nunca le alcanza. Un chirigüe dibuja una trayectoria sublime en un cielo secuestrado por nubes que se avecinan grises. Diminutas gotas saltan al vacío desde trampolines de algodón y aterrizan entre las líneas que esperan el contacto de la tinta. Los arboles amenazan con despegar del suelo que los vio crecer, sus copas corren de ida y vuelta desesperados, buscando sentido a lo que sucede. ¡Alguien asesinó al sol y las nubes usurparon su lugar! Como cincuenta puñales de luz atraviesan el nubarrón que cubre nuestras cabezas mientras el viento cabalga penando el verde pastizal que nos rodea. Nosotros, sobre un pavimento alienado, miramos el horizonte y esperamos que la garuga se convierta en lluvia, luego en nada. Un pequeño techo de madera nos protege de la lluvia inmisericorde y una conversación amena hace que todo sea un obstáculo franqueable, solo un detalle más de este paisaje fantástico.

Piso el freno entre tanto movimiento y dejo que el calor de una cazuela reconforte mi alma. Tibio manjar familiar para quien sufre en el corazón de nostalgia. El agua como fiel compañera y los rostros de siempre, donde siempre, junto a risas y ocurrencias, relatos y desafíos. Un almuerzo tranquilo y las energías renovadas. Ha vuelto la calma entre la tormenta y, aunque es poco lo que sabemos y la incertidumbre mina el paso, no existe mejor sensación que tirarle una gambeta a la vida y salir airoso. Cuanto me hace falta una pelota por estos lados. Acariciarla con el empeine y verla volar a ninguna parte. Las nostalgias de casa y lo que nos depara el futuro. Se me viene a la mente una frase del flaco: “Aunque me fuercen yo nunca voy a decir, que todo tiempo por pasado fue mejor”. Que grande el flaco

El viaje es largo, pero la vista es extraordinaria, tanto así, que logró secuestrar mi atención que hasta ahora estaba religiosamente posada en el libro que me regalo mi hermano. Todo se detiene a tiempo, incluso la brújula que nos guiaba hasta entonces. La intención fue más que la duda, la resistencia más que la incertidumbre. Dimos un paso al frente y nos vimos en las fauces del acantilado, caímos de pie, cantamos y reímos. Entre perros y lluvia llegamos al bosque, un lugar tocado por la magia sureña, por la circunstancia, por el destino. Y celebramos. Vaya que celebramos. Cáliz rojo hijo de la parra laburadora, paseando sobre la mesa como Pedro por su casa. Esta era su casa.

La mañana asusto con las inclemencias propias del sur, mas la luz dominó la escena y los verdes colores rodearon a los protagonistas, más verdes que nunca. Frente a ellos un puente de arena se levanta entre las olas pacificas y los vientos oceánicos. Un pequeño faro al final del camino iluminó el día y botes a la deriva acarrearon magníficos delfines, agujas cosiendo un hilo blanco a lo largo del mar sereno. Una isla tranquila y el avistamiento de un horizonte cada vez más cerca, cada vez más enorme e inabarcable. Satisfacción y sorpresa. Sonrisas y palmadas en la espalda. Una noche larga con sabor a añejo, a nostalgia. Cuatro puntas como cuatro esquinas en un mazo del que salen cartas que parecieran no acabar nunca. Más que nada aces y reyes, no tanta reina y uno que otro siete travieso. El viento nocturno se acabó antes del amanecer, se cambio el bosque por el cemento y la vida sigue el curso inexorable del tiempo.

Sobre la hora se acogió al viajero y este emprendió el paso hacia el festejo, el vicio y la euforia. La música emanaba por los poros y la estruendosa risa hacia eco en los vasos vacíos sepultados en la mesa. Licor de malta y cebada, colores opacos y sabores curiosos. Una mano conocida azotando las cuerdas de la fiesta y el descontrol se hizo general. Cuando el velo negro se posó sobre el escenario, solo quedó respirar profundo y hondo, tomar la mejor peor decisión posible y olvidarse de que podría existir un mañana. Entre balones y pelotas se perdieron los textos, mas se encontraron sentimientos escondidos y agobiados por tanto caminar. Una risa juvenil despierta el ímpetu dormido y los pies experimentados cometieron los mismo errores de inocente niño. La memoria nunca es fiel al momento de ponerla a prueba.

Un navío surca el mar, confuso y desentonado. Voces inentendibles hablan dialectos extraños, buscando ser comprendidas por orejas ignorantes. Sobre el océano se encumbran montañas de mar y tiempo, inclemencia y destino. Aves eternas nos deslumbran con colores monocromáticos y nosotros no entendemos nada. Todos los caminos van hacia delante y la vida solo corre en línea recta, apuntando a ningún lado. Más que un juego de azar, parece ser de destreza. No se confundan, solo parece serlo.

Entre dos cumbres verdes se abre el inmenso océano, en cuyo horizonte solo se encuentran islas desconocidas en parajes paradisiacos. No lo se, para ser honesto, pero es probable. Un vendaval travieso se desata entre ramas y estrellas, trayendo consigo lagrimas de cielo que caen a la tierra danzando en un compas a tres cuartos, vals del viento, de la lluvia. Olor a pradera, a bosque, a sur. Las almas se estremecen en sus pesados sueños, el cansancio puede más que el movimiento. El silencio se disfraza y ruidos naturales llenan las nubes de eco infinito. Los pájaros se esconden y un perro fiel descansa bajo la mesa, acostumbrado a este enorme pequeño sur. El mar golpea la costa y esta se queja, una melodía compuesta por el tiempo, dirigida por ninfas que afinan la naturaleza a su placer. Una sinfonía escandalizada comparte los frutos de miles de ensayos. Mil años e incluso más, contando, bailando, tocando y sintiendo. Una naturaleza móvil, viva. Un verso sincopado y todo muere en silencio cuando despiertan al sol. Parece que acabo la fiesta.

Soy un tonto, un estúpido enamorado de un pedazo de tierra inmóvil. Eso pensaran los escépticos. Es un pedazo de tierra inmóvil y frenéticamente animada. Me enamore del olor a aventura que habita cada rincón de esta pequeña y misteriosa isla, enorme e inexplorable tierra. Aunque a ratos una mano usurpadora reclame por ignorancia lo que no le pertenece y labure sobre cifras y no cisnes, la isla invade los sentidos, llena de color el olfato, de sabor al contacto. Se escuchan paisajes increíbles y mi boca se llena con palabras llenas de sentido. La vista siente la brisa marina y los ojos se cierran junto al aliento chilote. Se llena la vida de vida, de saludos furtivos, sonrisas fugaces, melodías nostálgicas, recuerdos tiernos de un ayer verdadero y real. Verdaderamente real. Aunque tanta palabra suene a paja intelectual y molido sin sentido, cada letra dice algo y tiene su razón de ser, tinta azul desparramada en un orden socialmente acordado, más no reglado. La vida es demasiado linda para no rodearla de adjetivos que la encumbren, aunque todo lo dicho jamás logre colorear los sentimientos con la fuerza que merece.

Casas salidas de una paleta traviesa y un ingenio germánico le dan un broche de oro al viaje que nunca acaba. El horizonte siempre es largo y lejano, más las ganas de perseguirlo solo abundan, rodeado de chirigües y zarapitos, petirrojos y silbidos. Graznidos perennes en la memoria de los que escuchamos y cantos atronadoramente suaves como pista de sonido en un video que se repite por siempre. El tiempo se disfraza de estatua y juega a perderse mirando hacia delante, siempre hacia el horizonte. Ninguna nube será demasiado oscura o día muy soleado. Una voz lejana murmura algo a mi lado y una caja de música entona “Si vas para Chile” de Chito Faró. Suena un cierre viejo y la mochila cierra sus fauces con el estomago vacío. Me mira con pena y le devuelvo una mirada de esperanza. Esto no ha terminado.

miércoles, 21 de marzo de 2018

Martín Pescador



Doy vuelta la cabeza y no veo nada, nadie, solo polvo de vida, un ruido lejano. Un saludo cuelga de una nube sobre mi cabeza. Luces de neón se despiden mientras paso, agitan sus colores con reprobación. El aire en la cara me da sueño, me hace sentir que vuelo. Puedo volar. Mis pies se agitan como banderas ondeando al ritmo de la brisa. El cielo se ve tan celeste, tan celeste. Tanto color puro, la vida se siente frenética. Mi polera se hincha como un globo de cumpleaños y mi pelo se peina con el viento. Lagrimas escapan de mis ojos y caen hacia arriba por la velocidad de mi marcha. Vuelo como un Martin Pescador, al acecho, decidido y dispuesto.

            Miro mis pies y los ladrillos que pisan, que pasan, saludan y se van en un mismo momento. Cierro los ojos, todo va tan rápido. Va rápido como un deseo, como un sentimiento, como un grito ahogado, como un nanometraje resumiendo mi vida. Los juegos que hacíamos de niño con los típicos amigos del barrio. Goles en arcos de piedra, gritos eufóricos callados por la noche. Caminatas por el rio, risas de niño, ojos expresivos, ojos de adulto llenos de inocencia. Cada recuerdo es una fotografía, como un puñal, como una polaroid incansable, hambrienta. Marcos refinados resaltan los juegos, los bailes, los gritos, sonrisas, llantos. De niño y adulto. Penas, traiciones, malas pasadas. Hago memoria de lo malo que he hecho, que no es poco. Hago memoria de las cosas por las que nunca me hice responsable. El reflejo de filos incrustados en las espaldas me enceguecen mientras escucho un grito en el cielo. Ojos blancos y avidriados.

Veo mis recuerdos como burbujas escalando en un vaso de cerveza, desnudándome, pidiéndome olvidar, rogándome. Pero no quiero, no soy así. Hay mucha risa, mucho encanto. Abrazos apretados, despedidas, reencuentros. Sentimientos. No quiero olvidar. No quiero olvidar absolutamente nada. Ni lo bueno ni lo malo. No quiero olvidar como se veía mi abuelo dentro de su ataúd, vistiendo ese traje tan elegantemente absurdo. No quiero olvidar el olor del pasto recién cortado, el olor de la tierra mojada después de jugar con mis amigos. Los retos de mi mama por jugar en el barro. Los colores de Monet, las palabras de Neruda, los sonidos de Charles Mingus, los consejos de mi mamá, las bromas de papá. El quebrado humor de mi hermano, el cariño furtivo de mi hermana. Mis perros. No quiero olvidar a mis perros.

Abro los ojos y no veo más recuerdos, más memorias. No hay fragmentos, solo silencio. Frío y escandaloso silencio. El silencio ensordecedor de una caída al vacío. Ya no quiero caer. No quiero caer. ¡No quiero caer! No quiero sacudir el frío pavimento y ser recordado como un quebradizo sonido sobre la acera. No, olvídenlo. No quiero caer. Los ladrillos corren al frente mío y el cielo cada vez esta más lejos. Cada vez que paso por una ventana veo el reflejo de un hombre desesperado, arrepentido, atrapado. La silueta que se dibuja sonríe, me mira con desdén y murmura un “te lo dije”. Lo odio, lo odio ¡Lo odio! Odio todo esto. No quiero volar más, por favor que alguien me detenga, que alguien pare este viaje interminable, esta tortuosa caída. Cierro los ojos para escapar de la realidad , pero solo encuentro mas excusas para vivir. Familia, amigos, compañeros, risas. Cantar. Como adoro cantar. No es que sepa hacerlo, pero me encanta sentir la pasión escapar de una garanta chueca por tanta nota desafinada. Trato de entonar una melodía, pero me traiciona el aire, me ahoga la velocidad, me cansa el vértigo. Todo alrededor mío es aire.

No logro recordar cuantas ventanas han pasado. ¿Seis? ¿Diez? Ni siquiera pensé en esto cuando llegue arriba. Debería haber contado los pisos. Esto me pasa por subir la escalera. Al menos eso valió la pena, el amanecer estaba precioso, una crema celeste salpicada de amarillo y caramelo. Las nubes solo contrastaban los colores y hacían de la vista una fotografía invaluable. Miro hacia el suelo y parece que ya esta cerca. Ya no queda nada que agregar. Subí por un paisaje y bajo por un impulso. Solo eso bastó. Que frágiles somos. Un pensamiento, una idea, un recorrido por los vacíos que aquejan el alma. Si ella nunca se hubiera ido. Si él estuviera a mi lado. Si hubiera dicho que si a esto o aquello. Ya no importa nada. Miro el pavimento y noto que no hay nadie. Mejor, así nadie se vera arrastrado junto conmigo. Eso seria una tragedia. Cierro los ojos una vez más y espero que sea la ultima vez que lo haga.

Nunca nadie dice que los últimos metros son los más largos. La impaciencia me ganó la pulseada y abrí los ojos. A estas alturas ya solo quiero terminar de caer y acabar con esa tortura de caída. Cada ladrillo, cada marca, cada vidrio me recuerda a alguien distinto, algo que me faltó hacer, un perdón que por orgulloso nunca pedí, un gracias que nunca me había dado cuenta que faltaba. La verdad es que nunca me preocupe mucho de eso, siempre asumí que tendría tiempo. Que ingenuo, traicionado por mis propias emociones, por encerrarlas bajo candado y perder la llave. Al final, lo único que me llevo es el arrepentimiento. Ya no queda nada y veo como se aproximan los últimos ladrillos. Puedo oler el alquitrán de la calle y el polvo me hace querer estornudar. Solo siete ladrillos más. Cinco. Cuatro. Ahora solo dos. Uno.

Un gritó me levantó de la cama. Son las doce de la tarde y el sol ya se cuela entre la cortina. Siento la boca seca, mis manos tiritan y siento un mareo insoportable. Traté de levantarme pero mi cuerpo se reusó a hacerme caso, cayendo postrado de espaldas sobre la cama. Había sido todo un sueño. Una simple, confusa e hiperrealista pesadilla. Me restregué los ojos con unas manos empapadas de sudor frío. Cerré los ojos un minuto e intente pensar en todo lo que había soñado. Todo era muy extraño, muy real, muy vivido. Recordé el grito que me despertó y me di cuenta que era yo mismo, gritando desesperado, lleno de miedo, pena y decepción. Era un grito pidiendo perdón.

“¡Tomás!, levántate ya que son las doce de la tarde y tienes cosas que hacer” – gritó una voz desde afuera de mi habitación.

Lleno de pereza, tomé lo que me quedaba de voz y respondí -“Dame cinco minutos más, quiero ver en que termina el sueño”.