lunes, 9 de diciembre de 2019

Un Existir Desenfrenado


Una leve brisa se apodera de mis ropas y deja mi camisa meciéndose al bamboleo del viento, balanceándose fluidamente sobre las corrientes de aires que recorren mi continuo mover, mi incesante vibración, las gesticulaciones dramáticas y el frenesí cinético de mi palpitar. El pasto a mis pies desprende ese olor a verano, a madrugada, a felicidad sin remedio. Los pájaros tratan de acallar la música, de hacerse escuchar, pero un platillo sincopado solo se preocupa de recordar cada nota, que los bajos vibren, los agudos puncen, que la voz estremezca las entrañas y nadie quede indiferente al sentimiento general, al fluir de los movimientos, la transición de posturas, el traspasar la alegría de la mente al cuerpo, y de este al aire, al cielo, al horizonte que descansa al final de nuestras miradas.

Las nubes revolucionan en torno a un sol luminoso que calienta los pies y los mantiene saltando en el mismo lugar, como si el fresco pasto fuese carbón encendido, brasas perennes de un fuego eterno, quemando en los corazones. Las extremidades autónomas olvidan el orden central y se reparten en direcciones aleatorias, de una manera caóticamente armoniosa, contrapesando el equilibrio de un cuerpo brioso, vehemente, un convulsionar eléctrico, un girar desenfrenado, conducido de manera desordenada hacia ningún lado, bajo la mirada de nadie más que el cielo y las infinitas estrellas escondidas tras una cortina cerúlea. El revolucionar antiestético de un impulso acéfalo, alternativo, divergente, que se traslada dentro del mismo metro cuadrado, avanzando en todas direcciones solo para regresar al inicio, eventualmente. Movimientos alternativos definen el actuar azaroso de tan desviada conducta.

Abro los ojos y un sentimiento de vértigo me abraza los tobillos, ahora estáticos, mientras mis rodillas aún siguen el último embate del movimiento, siguiendo la inercia incesante de tan agradable fluir. Una gota de sudor practica clavadismo desde lo alto de mi ceño para aterrizar lejos, impulsada por el último vector que acompañó el desenfrenado actuar de mi cuerpo, su independencia totalmente desentendida de mi pensar. Recupero la conciencia lentamente y noto la respiración entrecortada, alborotada, la adrenalina irradiando desde mis mejillas, el calor de mi espalda escurriendo con la gravedad. Paulatinamente, mi cuerpo permanece inmóvil, de pie, al mismo tiempo que la canción anuncia su muerte, el suicidio anunciado, conocido, inevitable. La camisa recae cansada en su posición original y el lino se posa sobre mi cuerpo estático, agotado por tanto zamarrear.

Una sonrisa vigorosa se escapa de entre mis entrañas y aterriza en forma de carcajada, generando un estruendoso eco, acompañado por algunas cotorras que aparecieron en la escena, curiosas. El danzar desenfrenado dio paso a la quietud y mi alma ahora descansa tranquila, apaciguada, enganchada de tan maravillosa droga que es el baile. El viento me da una ultima caricia en el cabello y la suela de mis pies roza delicadamente el pasto que sostuvo el vigoroso cabrioleo. La sonrisa que involuntariamente bosquejo sobre mi rostro apunta al cielo y siento como el sol besa mi frente con un cariño paternal. Hoy ha sido un gran día para bailar.

martes, 3 de diciembre de 2019

Un Trozo de Madera


Un trozo de madera de arce reposa paciente en la bodega olvidada de una vieja casa perdida en lo alto de la Sierra Nevada, respirando el aire de Granada, tomando polvo y botando sueños, absorbiendo los ruidos que escucha fuera de las cuatro paredes que lo mantienen atrapado, estático, inmóvil. Tonadas de Tchaikovsky, Vivaldi y Paganini entran delicadamente por las grietas de la antigua puerta de abedul, inundando de vida la inercia de sus horas. Y así el tiempo pasa, irremediable, imaginando el Lago de los Cisnes, Las Cuatro Estaciones, La Campanella. La música es su vida, es todo lo que tiene, es su razón de existir, de vibrar. El trozo de arce sueña con sentir el calor del sol, el pesar del viento, y observar de donde emanan tan delicados acordes, notas tan punzantes como el olor que despedía la primavera.

Primavera, amada primavera, arrebatada del Arce de un solo golpe cuando el árbol cayó sin que nadie lo escuchase, sin nadie que le importase. Y así al tronco le fueron amputadas sus extremidades bajo el grito susurrante del viento arremolinado, las hojas carmesíes se derramaron como sangre por el suelo, pájaros huyeron despavoridos sin poder ofrecer resistencia alguna, la fauna lloró en silencio, la flora apenas aguantó el dolor. La vida sin tribulaciones del Arce Rojo se vio envuelta en los azares de la vida y el tronco fue desmembrado, astillado y separado en distintos destinos. Parte de él hoy sirve para sostener finos manteles en una elegante casa a las afueras de Motril. Otro tanto de convirtió en una tosca silla que aguanta el peso de la vida de un alfarero en un pequeño taller de Deifontes. El resto, el pequeño trozo que quedó marginado de tales proyectos, fue a parar a la orilla de un camino, sin gloria alguna, lleno de pena. Y allí fue donde el viejo lo encontró, encantado por su pureza, por su inocencia, por la fortuna. Lo subió a su vieja carreta y encumbró rumbo hasta su casa en la Sierra. Allí, luego de mucho meditar, decidió que algún día le llegaría la hora a tal pedazo de madera de convertirse en algo más, de significar, de ser.

La pesada puerta de abedul se abrió tímidamente y la luz entró por primera vez en mucho tiempo, dejando entrar la brisa y levantando el polvo que descansaba plácidamente sobre el inerte trozo de madera. Una tos respondió a la polvareda y una arrugada mano hizo el ademán de intentar disipar el olor a tiempo que se había mantenido por ya demasiado. El parquet taraceado del suelo crujía con cada paso del viejo lutier, que se dirigía decididamente hacía el trozo de arce que reposaba ansioso de sentir el tibio tacto de las pesadas manos del viejo. El laudero tomó en sus brazos el pedazo de madera, lo abrazó como quien se aferra al amor de un ser querido, lo miró con una ternura paternal y dijo, lleno de seguridad, ya saber que haría de la vida del arce que había encontrado en su camino. Luego ambos se retiraron de la habitación y la puerta de abedul se cerró lentamente, como quien da las últimas palabras antes de un ritual sagrado.

El viejo lutero posó el trozo de arce sobre su mesa de roble y empezó a recolectar las herramientas que lo ayudarían en tan ambicioso proyecto. Luego de traer las cuñas, preparar el doblador, encontrar el barniz, seleccionar las cuerdas y ordenar todo en su debido lugar, colocó una pequeña radio de madera para que lo acompañara en las largas jornadas que se avecinaban. Una radio local transmitía conciertos, óperas y ballets sin descanso, y el laudero las entonaba con el alma, las tarareaba, silbaba, siempre al son de sus compositores favoritos. No era ningún erudito en el tema, no reconocía a la mayoría, no sabía diferenciar a Vivaldi de Handel, o a Chopin de Schubert, pero su corazón saltaba con cada sincopado, se suspendía con cada pianísimo, gritaba in crescendo.

Y así, en su pequeña casa de la Sierra, el lutier trabajó jornadas extenuantes, dividiendo los días en dos comidas y algo de sueño, viviendo por el trozo de madera, muriendo un poco junto a cada surco, a cada cincelada, cada detalle. Luego de un mes jugando con el doblador, los barnices, las cuerdas y la pluma, luego de más de treinta días de arduo trabajo, más de diez horas diarias de apasionado laburar, posó la madera trabajada en su cuello agotado y sintió como el trozo de arce ya no era madera, como recuperaba la primavera que le había sido arrebatada, como vibraba de vida, de energías, de emoción. Una lágrima se derramó desde lo alto de sus ojos añejados en vidrio, dando a parar en el instrumento que ahora tomaba como quien recibe a su primogénito por primera vez de las manos de la enfermera. Lo que antes fue arce desechado, resto de madera, basura de otros proyectos, hoy se erigía como un instrumento maravilloso, elegante como la mesa hermana de Motril, laborioso como la silla  de Deifontes, único, diferente, listo para susurrar las notas más hermosas en los oídos estupefactos de los públicos más diversos, recorrer el mundo y maravillarse con cada teatro, cada escenario, cada orquesta que le acompañase en su entonar. El viejo lutier colocó el instrumento sobre su hombro rejuvenecido y apoyó la pluma por primera vez sobre esas cuerdas vírgenes. Una nota llena de calor y brío fue despedida de la caja resonante de lo que antes solo fuera madera de arce, dando a parar en el eco maravilloso de la casa en la Sierra Nevada. Fue entonces cuando el trozo de madera entendió de donde provenía la música, fue cuando comprendió lo que significaba la armonía, la melodía. Fue cuando supo que ya no era un solo trozo de madera, un resto de arce rojo, un desecho de mesa, una basura de silla. La madera entendió nunca fue un trozo o un pedazo, siempre fue violín.

martes, 26 de noviembre de 2019

Una Noche Encantadora


El sol se acuesta a dormir frente a nosotros luego de un día extenuante, las estrellas asoman perezosas, las luciérnagas de metal y vidrio encienden sus farolas ceremoniosamente, como a quien le ha llegado su hora. Caminamos juntos en líneas paralelas y, a pesar del roce del reverso de nuestras manos, del jugueteo insípido con la punta de los dedos, ambos sabemos que avanzamos condenados a no volver a cruzarnos nunca. La sonrisa cómplice de lo que pasó esa tarde solo es un efímero recuerdo de lo que éramos capaz de hacer juntos, de quienes fuéramos hacía meses. Las miradas clavadas en el pavimento y el reflejo de las luminarias en las pozas de agua al costado de la calle. Caminando cuesta arriba, buscando un horizonte que sabíamos no encontraríamos mientras nuestros brazos se entumeciesen por cada roce, cada caricia disfrazada de casualidad, un palpitar unísono, pero asimétrico.

Llegado a la cima de esta tímida colina divisamos una banca donde ambos acordamos descansar, apoyar el peso de nuestra vida sobre algo más, que no fuera el uno ni el otro. El aire pesado solo generaba cansancio y desdén, los recuerdos de los días más felices de mi vida eran interrumpidos por destellos de lo que fueron los momentos más tristes. El cariño se mezclaba con rabia, la convicción permanecía: Esto ya no funcionó. Las cicatrices, recién secas, aún no detienen el sangrado interno de una herida tan profunda como el amor que pueden compartir dos almas apasionadas, dos cuerpos entregados a las incertidumbres del destino. La negligencia, la desidia con la que me trató no puedo olvidarla, a pesar de que todo el daño fue perdonado hace ya tiempo, y desde lo más profundo de mi ser. El perdonar no conlleva el olvido, así como el olvido no significa perdón alguno. Una de las tantas cosas que logré aprender gracias a ella, lamentablemente.

“Esperaba que en algún minuto me volvieras a buscar” disparó ella, como si el hacer sufrir a la gente se tratara de un juego. “Esperaba que después de un tiempo todo se calmara, volviéramos a lo mismo, me llamaras y me ofrecieras tomar un café, como no lo hacíamos hace tiempo. Yo te daría un rodeo antes de decirte que si, por que la verdad es que moría de ganas de verte, pero no quería que lo supieras”. Me sentía acribillado por su voz, donde cada palabra parecía una bala de nueve milímetros atravesando mi certeza, mi corazón y mi cabeza. Por dentro solo pedía que se detuviera, pero escuchaba como después de un breve silencio inhalaba largo, dispuesta a decir algo más. “Hasta el día de hoy lo espero”, remató, como quien sin piedad decide perforar el cráneo de un caballo que ya ha cumplido su función como herramienta equina. Tuve que contener las lágrimas mientras disimulaba mi tiritar como un efecto del frío, y no de sus palabras. Con todas las fuerzas que logré reunir en mi disminuido cuerpo le dije, con un hilo de voz, que la oportunidad para eso ya había pasado, junto con lo nuestro, junto con los dolores y ese cariño que desearía se esfumara, pero sigue ahí, tan perenne como el primer día. “Lo sé, lo tenía claro, pero no perdía nada intentándolo una vez más” respondió ella, mientras una sola lágrima surcaba su tierna mejilla, esa que tantas veces bese y acaricie como modo de demostrar que sin ella mi vida estaría incompleta. El callar se hizo tan eterno que el sol decidió despertar confundido y levantarse de su cama de montañas, solo para darle un hermoso fin a tan terrible silencio.

Ella y yo nos miramos y nos inclinamos para besarnos, como nuestros cuerpos pedían a gritos, pero una ligera duda, un instante apenas, me hizo reconsiderar lo que estaba sucediendo, echar mi cabeza hacia atrás y tratar de apartar la mirada de sus facciones perfectas, sus ojos de envidriados, sus labios irresistibles, su gesto desconcertado, inconsolable. Con la misma inercia del movimiento me levante y procedí a despedirme, antes de que cualquiera de los dos entendiera bien lo que sucedía. Le di un abrazo apretado, uno honesto, esos que en algún minuto dijo que me caracterizaban. Y cuando disponía a dar media vuelta y arrancar cobardemente, ella tomó mi brazo con fuerza, con un nudo en la garganta y una lágrima confundida colgando de su pupila. Susurrando, con lo que le quedaba de aliento, me dijo que aún me amaba, que no se perdonaba haberme hecho soportar su falta de querer, que las cosas podrían ser distintas si le daba una sola oportunidad más. Mi cuerpo quedó paralizado, y solo pude tomarle su mano con delicadeza y cariño, darle un beso en la frente y decirle que le deseaba lo mejor en su vida. Jamás pensé que existieran palabras que pudieran desgarrar una garganta por dentro.

Bajé la colina sin mirar atrás. Estábamos prácticamente afuera de su casa, por lo que no me preocupe de verla cruzar el pórtico. Ya era de día, pero no sentí calor alguno. No llovía, pero sentí como gotas de agua me empapaban el alma. Llegue a mi auto y descanse la cabeza sobre el volante, con los ojos cerrados y las manos apoyadas en el tablero, suspendido sobre el vacío que se presentaba frente a mi. El teléfono se sincronizó a la radio y empezó a sonar mi canción favorita, y me acorde de su rostro apenado. Todo lo que me gusta, hoy me recuerda a ella, por haberlo compartido tanto tiempo, tan enserio, con tanta pasión. No me arrepiento de nada, pero tal vez las cosas habrían sido mejor de otra forma. Enciendo el auto y canto el coro de esa canción que tanto nos gustaba, que tanto me gusta. Acelero y me dirijo a mi casa, directo a mi cama, a caer dormido. Fue un atardecer precioso, una noche encantadora y un amanecer de ensueño. Me apena pensar que si no hubieses sido tu, si no hubiese estado yo, si no fuésemos los mismos, habría sido una velada perfecta para alguien más, para otra pareja con energías para quererse, otro banco en la misma noche y el mismo lugar.

miércoles, 13 de noviembre de 2019

Algo Sobre el Silencio


El silencio es un ruido que te aturde, es ensordecedor, casi insoportable, por que te obliga a ver las cosas, a sentirlas,  a reconocer su existencia y palpar la esencia misma, acariciar la textura del silencio. Experimentar lo eterno del vacío que hace un eco mudo y solo deja sonar ese ruido blanco, ruido negro, que rebalsa los agujeros que el tiempo va dejando en cada paño, en cada alma, en cada cuerpo. La garganta se hace un nudo con la soga del corazón y es el silencio el que escapa como un grito de auxilio desde las fauces de la ansiedad, la desesperación. Una lágrima que grita socorro es encarcelada entre el párpado y la pupila, solo para secarse en el cautiverio de la vergüenza, la negación, la censura. ¿Si todos tenemos emociones que nos agolpan el pecho, por que debes mostrarlo? ¿Acaso no piensas en mi, que ya tengo suficientes problemas para además preocuparme de los tuyos? ¿Esperas un trato especial por llorar? ¿Es que no te das cuenta que eres hombre y te hace ver débil? ¿Acaso llorar es lo único que saben hacer las mujeres? ¿No estás muy grande para andar llorando? ¿Como no te voy a tratar como crío, si lo único que haces es llorar? Tantas preguntas que jamás buscaron una respuesta, dejando cicatrices en el dolor que se lleva a cuestas.

Palabras llenas de veneno, sin contenido alguno. Un vacío que absorbe todo, un fuego que poco a poco muerde el borde del agujero, consumiéndolo, volviendo ceniza la orilla, el canto en silencio. Una imaginación apuñalada por la desesperanza, un corazón congelado por el desaliento. Un silencio súbito, indignado, imperecedero, atenta contra el pentagrama y obscurece la armonía a su alrededor. Los silbidos alegres de primavera cesaron sin avisar. Silencio. Las carcajadas infantiles murieron junto a su inocencia. Silencio. El ladrido de un perro se convirtió en gemido y luego en estela, en brisa, en un movimiento apagado, opaco. Silencio. Y de entre la falta de sonido se agolpa en el pecho un sentimiento que pesa, que pisotea el tórax y paraliza el diafragma, ralentiza el tiempo y lo hace tortuosamente extenso, infinito, incalculable. Nace la incertidumbre, el tren del pensamiento colisiona en el primer cruce y los rieles quedan solos para ser acariciados por el viento y nunca más sentir la vibración de la mente. El silencio que se adueñó de los labios hoy encarcela el pensar, encadena el sentir. Y todo por no decir, por no mostrar. Por fingir, por aparentar. Por esconder el pesar y pensar que a costo de hablar y expresar nos iban a crucificar por vivir, emocionarse y compartir. Por qué la sociedad logró convencer que verse es más importante que ser, que no puede transparentarse sin perecer, que ser vulnerable es perder y perderse, desparecer. Silencio. Y al final de todo, silencio.

Una tímida voz, de tantas, susurra que ya está cansada de esperar, de callar, de censurar su gritar, su sentir, su pensar. Su pesar. Toma un hombro amigo y llora sin cesar. Recibiendo una caricia en el pelo escucha que ya todo va a pasar. Le pregunta por qué le costó tanto hablar, por que tuvo que esperar a explotar y ella dice que no lo puede explicar, que quisiera tomar lo que siente y cantar, contar, escribir y volar entre los consejos que inevitablemente van a llegar. A veces quisiera que la escucharan sin tener que hablar. El hombro amigo se vuelve un abrazo y de paso un consuelo que viene al caso, que aunque parezca escaso le cambia la vida a la tímida voz, genera un lazo, confianza, segura ahora no susurra, sino grita convencida, habla veloz, agradecida. Le da a ese amigo un codazo, amistosa, mirando hacia el cielo sintiéndose bendecida, gozosa, briosa. Entendiendo la lección aprendida ahora no esconde lo que siente, lo maneja con cautela, abre los ojos a la vida y lo expresa tranquilamente, confía en su amigo, su familia y quienes la rodean. Ya no susurra ni grita, habla tranquila, entendiendo que la vida que da, también quita. Los problemas persisten y el ruido tal vez nunca se vaya, pero como agua bendita, sabe que el consejo amigo no falla.

Ahora el susurro se volvió voz con eco y el silencio se llenó de cariño y vibración. No más censura a sus emociones y por fin habla de lo que le acompleja sin pensar en el que dirán, en sí molestará o en el que pasará. Los problemas siempre estarán, y eso ella lo tiene claro, pero ahora lo acepta y está dispuesta a vivir con ellos, acompañarlos de la mano y ver hasta donde llegarán. Paz. Eso es lo que pasó. El silencio de ayer hoy se volvió paz.