martes, 26 de noviembre de 2019

Una Noche Encantadora


El sol se acuesta a dormir frente a nosotros luego de un día extenuante, las estrellas asoman perezosas, las luciérnagas de metal y vidrio encienden sus farolas ceremoniosamente, como a quien le ha llegado su hora. Caminamos juntos en líneas paralelas y, a pesar del roce del reverso de nuestras manos, del jugueteo insípido con la punta de los dedos, ambos sabemos que avanzamos condenados a no volver a cruzarnos nunca. La sonrisa cómplice de lo que pasó esa tarde solo es un efímero recuerdo de lo que éramos capaz de hacer juntos, de quienes fuéramos hacía meses. Las miradas clavadas en el pavimento y el reflejo de las luminarias en las pozas de agua al costado de la calle. Caminando cuesta arriba, buscando un horizonte que sabíamos no encontraríamos mientras nuestros brazos se entumeciesen por cada roce, cada caricia disfrazada de casualidad, un palpitar unísono, pero asimétrico.

Llegado a la cima de esta tímida colina divisamos una banca donde ambos acordamos descansar, apoyar el peso de nuestra vida sobre algo más, que no fuera el uno ni el otro. El aire pesado solo generaba cansancio y desdén, los recuerdos de los días más felices de mi vida eran interrumpidos por destellos de lo que fueron los momentos más tristes. El cariño se mezclaba con rabia, la convicción permanecía: Esto ya no funcionó. Las cicatrices, recién secas, aún no detienen el sangrado interno de una herida tan profunda como el amor que pueden compartir dos almas apasionadas, dos cuerpos entregados a las incertidumbres del destino. La negligencia, la desidia con la que me trató no puedo olvidarla, a pesar de que todo el daño fue perdonado hace ya tiempo, y desde lo más profundo de mi ser. El perdonar no conlleva el olvido, así como el olvido no significa perdón alguno. Una de las tantas cosas que logré aprender gracias a ella, lamentablemente.

“Esperaba que en algún minuto me volvieras a buscar” disparó ella, como si el hacer sufrir a la gente se tratara de un juego. “Esperaba que después de un tiempo todo se calmara, volviéramos a lo mismo, me llamaras y me ofrecieras tomar un café, como no lo hacíamos hace tiempo. Yo te daría un rodeo antes de decirte que si, por que la verdad es que moría de ganas de verte, pero no quería que lo supieras”. Me sentía acribillado por su voz, donde cada palabra parecía una bala de nueve milímetros atravesando mi certeza, mi corazón y mi cabeza. Por dentro solo pedía que se detuviera, pero escuchaba como después de un breve silencio inhalaba largo, dispuesta a decir algo más. “Hasta el día de hoy lo espero”, remató, como quien sin piedad decide perforar el cráneo de un caballo que ya ha cumplido su función como herramienta equina. Tuve que contener las lágrimas mientras disimulaba mi tiritar como un efecto del frío, y no de sus palabras. Con todas las fuerzas que logré reunir en mi disminuido cuerpo le dije, con un hilo de voz, que la oportunidad para eso ya había pasado, junto con lo nuestro, junto con los dolores y ese cariño que desearía se esfumara, pero sigue ahí, tan perenne como el primer día. “Lo sé, lo tenía claro, pero no perdía nada intentándolo una vez más” respondió ella, mientras una sola lágrima surcaba su tierna mejilla, esa que tantas veces bese y acaricie como modo de demostrar que sin ella mi vida estaría incompleta. El callar se hizo tan eterno que el sol decidió despertar confundido y levantarse de su cama de montañas, solo para darle un hermoso fin a tan terrible silencio.

Ella y yo nos miramos y nos inclinamos para besarnos, como nuestros cuerpos pedían a gritos, pero una ligera duda, un instante apenas, me hizo reconsiderar lo que estaba sucediendo, echar mi cabeza hacia atrás y tratar de apartar la mirada de sus facciones perfectas, sus ojos de envidriados, sus labios irresistibles, su gesto desconcertado, inconsolable. Con la misma inercia del movimiento me levante y procedí a despedirme, antes de que cualquiera de los dos entendiera bien lo que sucedía. Le di un abrazo apretado, uno honesto, esos que en algún minuto dijo que me caracterizaban. Y cuando disponía a dar media vuelta y arrancar cobardemente, ella tomó mi brazo con fuerza, con un nudo en la garganta y una lágrima confundida colgando de su pupila. Susurrando, con lo que le quedaba de aliento, me dijo que aún me amaba, que no se perdonaba haberme hecho soportar su falta de querer, que las cosas podrían ser distintas si le daba una sola oportunidad más. Mi cuerpo quedó paralizado, y solo pude tomarle su mano con delicadeza y cariño, darle un beso en la frente y decirle que le deseaba lo mejor en su vida. Jamás pensé que existieran palabras que pudieran desgarrar una garganta por dentro.

Bajé la colina sin mirar atrás. Estábamos prácticamente afuera de su casa, por lo que no me preocupe de verla cruzar el pórtico. Ya era de día, pero no sentí calor alguno. No llovía, pero sentí como gotas de agua me empapaban el alma. Llegue a mi auto y descanse la cabeza sobre el volante, con los ojos cerrados y las manos apoyadas en el tablero, suspendido sobre el vacío que se presentaba frente a mi. El teléfono se sincronizó a la radio y empezó a sonar mi canción favorita, y me acorde de su rostro apenado. Todo lo que me gusta, hoy me recuerda a ella, por haberlo compartido tanto tiempo, tan enserio, con tanta pasión. No me arrepiento de nada, pero tal vez las cosas habrían sido mejor de otra forma. Enciendo el auto y canto el coro de esa canción que tanto nos gustaba, que tanto me gusta. Acelero y me dirijo a mi casa, directo a mi cama, a caer dormido. Fue un atardecer precioso, una noche encantadora y un amanecer de ensueño. Me apena pensar que si no hubieses sido tu, si no hubiese estado yo, si no fuésemos los mismos, habría sido una velada perfecta para alguien más, para otra pareja con energías para quererse, otro banco en la misma noche y el mismo lugar.

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