jueves, 24 de octubre de 2019

La Orquesta


Murmullos revolotean en el salón como colibríes hambrientos, desesperados por encontrar el néctar que entrega la flor, voluntaria y dispuesta. Se oyen voces de mujeres y hombres, niños y niñas. Adolescentes buscando el significado de la vida tras el sonido de una nota lanzada al viento como una despedida. Se oyen expectativas, conocimiento, datos tan falsos como interesantes. La puerta sigue abierta y la gente sigue entrando. Se sienta en el suelo o se apoya en las paredes. Los asientos se agotaron hace tiempo ya, solo queda acomodarse donde se pueda, cerrar los ojos y escuchar el aleteo del murmullo que sobrevuela la sala. Las palabras crepitan como la marea, subiendo con esfuerzo sobre la arena, dejando la húmeda huella a su paso. Suena como el océano tranquilo, como el caer de la lluvia. Suena como murmullo de voces que intentan no ser escuchadas por nadie más que el interlocutor, fallando completamente.

El director se levanta y da la bienvenida. El silencio es absoluto. Los niños se encuentran absortos en los instrumentos, los adultos observan los detalles e intentan que no se escape ni uno solo. Los músicos están de pie, sosteniendo los instrumentos con confianza, como si fueran una extensión de su cuerpo. Un piano se esconde entre la gente, detrás de Cellos, Contrabajos, Fagots, Clarinetes, camisas blancas y chaquetas negras. Pulcritud. Orden. Simetría. Prestancia. Inmóviles todos, silentes, mudos, paralizados por la expectativa y el nerviosismo. Atentos, expectantes a la orden de director, observando el auditorio, sus detalles de madera, el fresco que descansa sobre el cielo falso sobre sus cabezas. El aire se vuelve tenso, el bombo se prepara para recibir los primeros golpes de la noche, el percusionista para darlos. Todo es especulación para el público, mas certeza para la orquesta.

El director da la señal y todos los intérpretes se ponen en posición. Los Violines al cuello y la pluma acechando las cuerdas. Los Fagots sienten como sus labios reciben el primer beso de la noche, compartiendo un ligero aliento, cargado de ansiedad. Los Cellos descansan sus puentes en el hombro de su amantes, como el rifle sobre el soldado, apoyados en su única pierna. Los Clarinetes quieren graznar, gritar y llenar el auditorio de música. El silencio es absoluto, la obediencia total, la disciplina espléndida, y el ambiente pesaba más que todos los instrumentos juntos. El director cerró sus ojos y sus brazos se elevaron violentamente, como si intentara que estos se desprendieran de su torso. Los Violines emitieron la primera nota de la noche, acompañados de los Contrabajos. Como un romance escrito por Shakespeare, los Cellos acompañan y atacan, acarician y desgarran, alteran y apaciguan. Los Violines acechan cada oportunidad para dejarse notar, cada espacio, cada nota aguda. Gritos altos y bajos, graves y agudos, murmullos y susurros se escuchan desde atrás. Una voz que silba, luego otra, y otra, una más se suma. Ya no es un murmullo, es una multitud de viento esculpiendo magia, pidiendo calma mientras el piano ordena los compases.

Aplausos acechando indecisos, preguntando por prudencia, confundidos por la incertidumbre de lo desconocido, agazapados, esperando la oportunidad de hacerse presentes, participar del arte, de la vida que La Orquesta ha dado al silencio, de las vibraciones que el suelo de madera replica, del eco que resuena en el salón, en los corazones. Los movimientos súbitos de los Violines y el rostro compungido de los Cellos muestra el énfasis de cada nota, el sentimiento unísono, el estado de ánimo general. El director de orquesta gesticula enérgicamente y instrucciona cada momento, incansablemente, la emoción, la profundidad, los silencios y los gritos. El Piano, frente a todos, se roba el momento. Las cuerdas se someten a su percutir, los vientos escuchan atentos. El bombo interrumpe a ratos el melancólico pasear de las gráciles muñecas sobre el borde de las teclas amarfiladas, dedos dejando su huella al tacto sobre el ébano disonante. Todos acompañan la pieza a su final. Es Forte. Es Fortísimo. ¡Es Fortisísimo! Y de súbito El Piano, en un llanto descontrolado y pasional, se suicida en un Do profundo y lleno de angustia. Los Violines acompañan el féretro en su último adiós y la sala se somete nuevamente a la tensión del silencio. El director descansa, se ha cometido un asesinato en la sala.

La gente se levanta de súbito y aplaude, finalmente, cumpliendo su papel, su expectativa. Han sido parte de algo más grande que ellos mismos y eso los satisface. Un niño en la tercera fila, el quinto asiento desde la derecha, llora desconsoladamente, pero guardando todo el respeto que se le debe al silencio. Sus palmas se mantuvieron inmóviles. No tiene nada que aplaudir. Llora por aquella pieza de música, que jamás podrá volver a escuchar de la misma manera. Un asesinato al ruido, al sonido. La primacía del silencio. El director encuentra sus ojos en una mirada cómplice y derraman juntos una lágrima por la música. Luego vuelve su rostro a la Orquesta y levanta su mentón decidido. La Función debe continuar.

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