Murmullos revolotean en el salón como
colibríes hambrientos, desesperados por encontrar el néctar que entrega la
flor, voluntaria y dispuesta. Se oyen voces de mujeres y hombres, niños y
niñas. Adolescentes buscando el significado de la vida tras el sonido de una
nota lanzada al viento como una despedida. Se oyen expectativas, conocimiento,
datos tan falsos como interesantes. La puerta sigue abierta y la gente sigue
entrando. Se sienta en el suelo o se apoya en las paredes. Los asientos se
agotaron hace tiempo ya, solo queda acomodarse donde se pueda, cerrar los ojos y
escuchar el aleteo del murmullo que sobrevuela la sala. Las palabras crepitan
como la marea, subiendo con esfuerzo sobre la arena, dejando la húmeda huella a
su paso. Suena como el océano tranquilo, como el caer de la lluvia. Suena como
murmullo de voces que intentan no ser escuchadas por nadie más que el interlocutor, fallando completamente.
El director se levanta y da la
bienvenida. El silencio es absoluto. Los niños se encuentran absortos en los
instrumentos, los adultos observan los detalles e intentan que no se escape ni
uno solo. Los músicos están de pie, sosteniendo los instrumentos con confianza,
como si fueran una extensión de su cuerpo. Un piano se esconde entre la gente,
detrás de Cellos, Contrabajos, Fagots, Clarinetes, camisas blancas y chaquetas negras.
Pulcritud. Orden. Simetría. Prestancia. Inmóviles todos, silentes, mudos,
paralizados por la expectativa y el nerviosismo. Atentos, expectantes a la
orden de director, observando el auditorio, sus detalles de madera, el fresco
que descansa sobre el cielo falso sobre sus cabezas. El aire se vuelve tenso,
el bombo se prepara para recibir los primeros golpes de la noche, el
percusionista para darlos. Todo es especulación para el público, mas certeza
para la orquesta.
El director da la señal y todos los
intérpretes se ponen en posición. Los Violines al cuello y la pluma acechando
las cuerdas. Los Fagots sienten como sus labios reciben el primer beso de la
noche, compartiendo un ligero aliento, cargado de ansiedad. Los Cellos
descansan sus puentes en el hombro de su amantes, como el rifle sobre el
soldado, apoyados en su única pierna. Los Clarinetes quieren graznar, gritar y
llenar el auditorio de música. El silencio es absoluto, la obediencia total, la
disciplina espléndida, y el ambiente pesaba más que todos los instrumentos
juntos. El director cerró sus ojos y sus brazos se elevaron violentamente, como
si intentara que estos se desprendieran de su torso. Los Violines emitieron la
primera nota de la noche, acompañados de los Contrabajos. Como un romance
escrito por Shakespeare, los Cellos acompañan y atacan, acarician y desgarran,
alteran y apaciguan. Los Violines acechan cada oportunidad para dejarse notar,
cada espacio, cada nota aguda. Gritos altos y bajos, graves y agudos, murmullos
y susurros se escuchan desde atrás. Una voz que silba, luego otra, y otra, una
más se suma. Ya no es un murmullo, es una multitud de viento esculpiendo magia,
pidiendo calma mientras el piano ordena los compases.
Aplausos acechando indecisos, preguntando
por prudencia, confundidos por la incertidumbre de lo desconocido, agazapados,
esperando la oportunidad de hacerse presentes, participar del arte, de la vida
que La Orquesta ha dado al silencio, de las vibraciones que el suelo de madera
replica, del eco que resuena en el salón, en los corazones. Los movimientos
súbitos de los Violines y el rostro compungido de los Cellos muestra el énfasis
de cada nota, el sentimiento unísono, el estado de ánimo general. El director
de orquesta gesticula enérgicamente y instrucciona cada momento,
incansablemente, la emoción, la profundidad, los silencios y los gritos. El
Piano, frente a todos, se roba el momento. Las cuerdas se someten a su percutir,
los vientos escuchan atentos. El bombo interrumpe a ratos el melancólico pasear
de las gráciles muñecas sobre el borde de las teclas amarfiladas, dedos dejando
su huella al tacto sobre el ébano disonante. Todos acompañan la pieza a su
final. Es Forte. Es Fortísimo. ¡Es Fortisísimo! Y de súbito El Piano, en un
llanto descontrolado y pasional, se suicida en un Do profundo y lleno de
angustia. Los Violines acompañan el féretro en su último adiós y la sala se
somete nuevamente a la tensión del silencio. El director descansa, se ha
cometido un asesinato en la sala.
La gente se levanta de súbito y aplaude,
finalmente, cumpliendo su papel, su expectativa. Han sido parte de algo más
grande que ellos mismos y eso los satisface. Un niño en la tercera fila, el
quinto asiento desde la derecha, llora desconsoladamente, pero guardando todo
el respeto que se le debe al silencio. Sus palmas se mantuvieron inmóviles. No
tiene nada que aplaudir. Llora por aquella pieza de música, que jamás podrá
volver a escuchar de la misma manera. Un asesinato al ruido, al sonido. La
primacía del silencio. El director encuentra sus ojos en una mirada cómplice y
derraman juntos una lágrima por la música. Luego vuelve su rostro a la Orquesta
y levanta su mentón decidido. La Función debe continuar.
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