Un trozo de madera de arce
reposa paciente en la bodega olvidada de una vieja casa perdida en lo alto de
la Sierra Nevada, respirando el aire de Granada, tomando polvo y botando
sueños, absorbiendo los ruidos que escucha fuera de las cuatro paredes que lo
mantienen atrapado, estático, inmóvil. Tonadas de Tchaikovsky, Vivaldi y
Paganini entran delicadamente por las grietas de la antigua puerta de abedul,
inundando de vida la inercia de sus horas. Y así el tiempo pasa, irremediable,
imaginando el Lago de los Cisnes, Las Cuatro Estaciones, La Campanella. La
música es su vida, es todo lo que tiene, es su razón de existir, de vibrar. El
trozo de arce sueña con sentir el calor del sol, el pesar del viento, y
observar de donde emanan tan delicados acordes, notas tan punzantes como el
olor que despedía la primavera.
Primavera, amada primavera,
arrebatada del Arce de un solo golpe cuando el árbol cayó sin que nadie lo
escuchase, sin nadie que le importase. Y así al tronco le fueron amputadas sus
extremidades bajo el grito susurrante del viento arremolinado, las hojas carmesíes
se derramaron como sangre por el suelo, pájaros huyeron despavoridos sin poder
ofrecer resistencia alguna, la fauna lloró en silencio, la flora apenas aguantó
el dolor. La vida sin tribulaciones del Arce Rojo se vio envuelta en los azares
de la vida y el tronco fue desmembrado, astillado y separado en distintos
destinos. Parte de él hoy sirve para sostener finos manteles en una elegante
casa a las afueras de Motril. Otro tanto de convirtió en una tosca silla que
aguanta el peso de la vida de un alfarero en un pequeño taller de Deifontes. El
resto, el pequeño trozo que quedó marginado de tales proyectos, fue a parar a
la orilla de un camino, sin gloria alguna, lleno de pena. Y allí fue donde el
viejo lo encontró, encantado por su pureza, por su inocencia, por la fortuna.
Lo subió a su vieja carreta y encumbró rumbo hasta su casa en la Sierra. Allí,
luego de mucho meditar, decidió que algún día le llegaría la hora a tal pedazo
de madera de convertirse en algo más, de significar, de ser.
La pesada puerta de abedul
se abrió tímidamente y la luz entró por primera vez en mucho tiempo, dejando
entrar la brisa y levantando el polvo que descansaba plácidamente sobre el
inerte trozo de madera. Una tos respondió a la polvareda y una arrugada mano
hizo el ademán de intentar disipar el olor a tiempo que se había mantenido por
ya demasiado. El parquet taraceado del suelo crujía con cada paso del viejo
lutier, que se dirigía decididamente hacía el trozo de arce que reposaba
ansioso de sentir el tibio tacto de las pesadas manos del viejo. El laudero
tomó en sus brazos el pedazo de madera, lo abrazó como quien se aferra al amor
de un ser querido, lo miró con una ternura paternal y dijo, lleno de seguridad,
ya saber que haría de la vida del arce que había encontrado en su camino. Luego
ambos se retiraron de la habitación y la puerta de abedul se cerró lentamente,
como quien da las últimas palabras antes de un ritual sagrado.
El viejo lutero posó el
trozo de arce sobre su mesa de roble y empezó a recolectar las herramientas que
lo ayudarían en tan ambicioso proyecto. Luego de traer las cuñas, preparar el
doblador, encontrar el barniz, seleccionar las cuerdas y ordenar todo en su
debido lugar, colocó una pequeña radio de madera para que lo acompañara en las
largas jornadas que se avecinaban. Una radio local transmitía conciertos,
óperas y ballets sin descanso, y el laudero las entonaba con el alma, las
tarareaba, silbaba, siempre al son de sus compositores favoritos. No era ningún
erudito en el tema, no reconocía a la mayoría, no sabía diferenciar a Vivaldi
de Handel, o a Chopin de Schubert, pero su corazón saltaba con cada sincopado,
se suspendía con cada pianísimo, gritaba in crescendo.
Y así, en su pequeña casa
de la Sierra, el lutier trabajó jornadas extenuantes, dividiendo los días en
dos comidas y algo de sueño, viviendo por el trozo de madera, muriendo un poco
junto a cada surco, a cada cincelada, cada detalle. Luego de un mes jugando con
el doblador, los barnices, las cuerdas y la pluma, luego de más de treinta días
de arduo trabajo, más de diez horas diarias de apasionado laburar, posó la
madera trabajada en su cuello agotado y sintió como el trozo de arce ya no era
madera, como recuperaba la primavera que le había sido arrebatada, como vibraba
de vida, de energías, de emoción. Una lágrima se derramó desde lo alto de sus
ojos añejados en vidrio, dando a parar en el instrumento que ahora tomaba como quien
recibe a su primogénito por primera vez de las manos de la enfermera. Lo que
antes fue arce desechado, resto de madera, basura de otros proyectos, hoy se
erigía como un instrumento maravilloso, elegante como la mesa hermana de
Motril, laborioso como la silla de
Deifontes, único, diferente, listo para susurrar las notas más hermosas en los
oídos estupefactos de los públicos más diversos, recorrer el mundo y
maravillarse con cada teatro, cada escenario, cada orquesta que le acompañase
en su entonar. El viejo lutier colocó el instrumento sobre su hombro
rejuvenecido y apoyó la pluma por primera vez sobre esas cuerdas vírgenes. Una
nota llena de calor y brío fue despedida de la caja resonante de lo que antes
solo fuera madera de arce, dando a parar en el eco maravilloso de la casa en la
Sierra Nevada. Fue entonces cuando el trozo de madera entendió de donde
provenía la música, fue cuando comprendió lo que significaba la armonía, la
melodía. Fue cuando supo que ya no era un solo trozo de madera, un resto de
arce rojo, un desecho de mesa, una basura de silla. La madera entendió nunca fue un
trozo o un pedazo, siempre fue violín.
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