miércoles, 25 de marzo de 2020

Claroscuro

Hay palabras que, sin lugar a dudas, toman más peso de noche. Es como si las estrellas cargaran de sentimiento cada letra, cada silaba, como si los acentos se volvieran susurros que solo el silencio de la noche pudiese salvaguardar. No sé muy bien cómo explicarlo, es un sentir, un vibrar, un respirar la tranquilidad de lo inevitable, la oscuridad inexorable, la calidez de aquel inconmensurable sentimiento llamado soledad. La noche es el breve lapso de tiempo donde el piano resuena con un eco melancólico, preferido por sobre la guitarra frenética, sobre la enérgica batería. La noche es el momento justo para llorarse, hundirse en la nostalgia, ahogarse en un mar de sabanas hasta la apnea. La noche es el momento para morir un momento. La vigía nocturna es la prueba de que existe la inexistencia, la fugacidad de la carne, el cuestionamiento del estar, del esperar. La deconstrucción del presente, el derrumbe del futuro. Olvidar el pasado. La boca de un solitario lobo que nos acobija hasta la inconsciencia. El alma en mutis antes del alba.

Junto con el sol perecen las cavilaciones y solo por un instante la noche da la bienvenida al madrugar, al primero roció que se aloja sobre el verde tapiz que recubre el horizonte. El amanecer se conjuga por un momento con la remembranza de los sueños, arrebol de la imaginación, tonadas melifluas que se reflejan como burbujas detrás de una cabeza descansada, vagando a gusto entre oídos sordos, jugando a estar sin ser, al sentir sin ver. La luminiscencia propia del iris matutino que se alza entre montañas andinas deja atrás la temprana aurora que abrió sus puertas al cuerpo celeste que brinda vida, alegría y ligereza. Los remordimientos se hacen cenizas bajo el calor abrazador, solo para luego renacer como intención incandescente, motivación inmarcesible. Inercia propia del respirar humano, nocturnamente dudoso, ansioso, apenado. Y es que todos somos personas de día y personas de noche. La cálida soledad nos entrega el carisma y la empatía, la pena contrasta con la alegría, haciendo invaluable la vida como una dicotomía, la conversación de dos sentires. Dos almas que convergen en un cuerpo. Día y noche que comparte un giro sobre su propio eje. El ir para volver, como un niño jugando en el columpio de la vida, meciéndose sobre el polvo que más tarde llevará a casa alojado en la suela de sus zapatos.

Es el arrebato, el atardecer que nos irradia nostalgia, su belleza que nos sumerge en la contemplación de la realidad que a veces se siente tan distante, tan hermosa, tan etérea que parece como si fuera a desaparecer como el polen entre los dedos del viento. El telar tostado del sol, arrugado y crujiente como el otoño, la paleta de colores cobrizos que le regala vida a una ciudad hecha de vidrio, una selva urbana que solo busca reflejar la incomprensible maravilla natural que le rodea. Un ligero sonara emana de cuerdas sinceras que murmuran un acorde lidio sobre la brisa que se pasea entre los espejos de la gran metrópolis. Metálicas luciérnagas se iluminan al paso del pincel claroscuro que levanta las luces hasta el infinito y las cuelga del oscuro telar que cubre nuestras cabezas, una perla tintineante a la vez. Los fríos corazones se confiesan y las frágiles jaulas dejan escapar las bestias que de noche recorren el firmamento a sus anchas. Las pestañas se vuelven insostenibles y solo algunos sobreviven al sopor propio del diario vivir, con la meta única de disfrutar, una vez más, la calidez de aquel inexorable sentimiento que llamamos soledad.

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