A veces atravesamos un momento, un instante, que nos da una sensación romántica de estar vivos. Ver un paisaje inmaculado luego de una torrencial lluvia, el aroma de ese plato tan característico de mi mamá, el saludo en la mañana de mi perro, un abrazo de un completo desconocido cuando más lo necesitas, en fin, interminables situaciones que aumentan el palpitar, liberan serotonina y estimulan el alma, sin ir mas lejos. Esto me paso una vez y quedó impregnado en mi memoria. ¿Cómo algo tan abstracto puede ser tan tangible al mismo tiempo? Recuerdo el olor a alerce que flotaba por el bosque, la resolana que atravesaba las húmedas hojas de los arboles, el acogedor frío que invitaba a un abrazo. Ese conjunto de sensaciones es lo que llamo felicidad.
Pasé años intentando replicar esta sensación. Recorrí bosques enteros, parques nacionales a lo largo y ancho del país. Explore islas recónditas y glaciares remotos. Fui a todos los lugares donde me dijeron me dijeron que encontraría ese sentimiento, e incluso fui más allá, pero nada lograba replicar la paz, el silencio interno de ese paisaje. Naturalmente, volví al mismo bosque de alerces, con la esperanza de reencontrar ese sentir, pero nunca fue lo mismo. Probé con distintas estaciones, visitando en climas diversos, pero no hubo caso, Ni en las fuertes lluvias de invierno o los calores veraniegos el alerce dejó a la merced del viento ese aroma que un día invadió mi ser completo.
Hablé con amigos, con conocidos, exploradores, filósofos y pensadores, pero nadie sabia la respuesta a este mal que me aquejaba, esta nostalgia, esta búsqueda desesperada de la felicidad. La verdad universal era que no existía un camino para encontrarla, pero yo la viví y me sentía cerca. Leí al respecto, estudié textos escritos por eruditos, pero solo llegué a cuestionarme si lo que había sentido era realmente felicidad, o si solo se trataba de una ilusión. Tal vez la experiencia que tuve fue solo una mezcla de adrenalina y endorfinas liberadas después de hacer montañismo hasta donde empezaba el bosque de alerces. Tal vez la felicidad solo es eso, hormonas, químicos jugando con nuestro cuerpo, nosotros mismos respondiendo a estímulos. Poco después de llegar a dichas conclusiones, decidí dejar de perder el tiempo, buscar un trabajo y tratar de olvidar esa sensación y la nostalgia con la que vino. Pasaba las tardes en una plaza cerca de mi departamento, mirando la cordillera, el Marmolejo rozando el sol a lo alto, el Tupungato saludando las estrellas, el Plomo con su cumbre cubierta por nieve virgen traída junto a la ultima lluvia capitalina.
Hoy, mientras caía el atardecer sobre las ventanas de los edificios, me encontré absorto observando el conjunto de montañas cuando reparé en la presencia de una personita que se había sentado al lado mío. Se trataba de Albertito, el hijo de una hermana que vive en mi mismo edificio, que miraba la cordillera como buscándole un sentido a ese conjunto de cerros que para él, no eran más que eso: Cerros. Le pregunte que era lo que hacia y me respondió que trataba de entender por que me gustaba tanto mirar los cerros. No pude evitar que una estridente carcajada se revolcara dentro mío, hasta no poder contenerla y que emanara solo para hacer eco en la aguda risa de Albertito, que no entendía nada. Le conté de todos mis viajes, los paisajes increíbles que me encontré en el camino, los animales alucinantes que decoraban esos parajes de ensueño, y cuando lo vi a los ojos pude ver el reflejo del brillo que había en los míos. Sin darme cuenta, volví a ser feliz. Todo se detuvo un segundo, el viento, la noche, la vida. Solo se salvaba la risa de Albertito. Al final entendí que la alegría no esta en solo un lugar y para siempre, ni que todos la entendemos de la misma forma, sino que esta en cada pequeño detalle que nos rodea, solo que a veces estamos tan concentrados en encontrar un momento de plenitud absoluta, que la vida se escapa entre las pestañas y en un parpadeo la felicidad deja de estar allí, tan cerca. Luego de terminar de contarle mis aventuras al pequeño, nos levantamos, ambos sonriendo, y le prometí a Albertito que le enseñaría por que me gustaba tanto mirar los cerros. Y los dos fuimos felices.