lunes, 27 de abril de 2020

Como Perder el Tiempo

            A veces atravesamos un momento, un instante, que nos da una sensación romántica de estar vivos. Ver un paisaje inmaculado luego de una torrencial lluvia, el aroma de ese plato tan característico de mi mamá, el saludo en la mañana de mi perro, un abrazo de un completo desconocido cuando más lo necesitas, en fin, interminables situaciones que aumentan el palpitar, liberan serotonina y estimulan el alma, sin ir mas lejos. Esto me paso una vez y quedó impregnado en mi memoria. ¿Cómo algo tan abstracto puede ser tan tangible al mismo tiempo? Recuerdo el olor a alerce que flotaba por el bosque, la resolana que atravesaba las húmedas hojas de los arboles, el acogedor frío que invitaba a un abrazo. Ese conjunto de sensaciones es lo que llamo felicidad.

            Pasé años intentando replicar esta sensación. Recorrí bosques enteros, parques nacionales a lo largo y ancho del país. Explore islas recónditas y glaciares remotos. Fui a todos los lugares donde me dijeron me dijeron que encontraría ese sentimiento, e incluso fui más allá, pero nada lograba replicar la paz, el silencio interno de ese paisaje. Naturalmente, volví al mismo bosque de alerces, con la esperanza de reencontrar ese sentir, pero nunca fue lo mismo. Probé con distintas estaciones, visitando en climas diversos, pero no hubo caso, Ni en las fuertes lluvias de invierno o los calores veraniegos el alerce dejó a la merced del viento ese aroma que un día invadió mi ser completo.

            Hablé con amigos, con conocidos, exploradores, filósofos y pensadores, pero nadie sabia la respuesta a este mal que me aquejaba, esta nostalgia, esta búsqueda desesperada de la felicidad. La verdad universal era que no existía un camino para encontrarla, pero yo la viví y me sentía cerca. Leí al respecto, estudié textos escritos por eruditos, pero solo llegué a cuestionarme si lo que había sentido era realmente felicidad, o si solo se trataba de una ilusión. Tal vez la experiencia que tuve fue solo una mezcla de adrenalina y endorfinas liberadas después de hacer montañismo hasta donde empezaba el bosque de alerces. Tal vez la felicidad solo es eso, hormonas, químicos jugando con nuestro cuerpo, nosotros mismos respondiendo a estímulos. Poco después de llegar a dichas conclusiones, decidí dejar de perder el tiempo, buscar un trabajo y tratar de olvidar esa sensación y la nostalgia con la que vino. Pasaba las tardes en una plaza cerca de mi departamento, mirando la cordillera, el Marmolejo rozando el sol a lo alto, el Tupungato saludando las estrellas, el Plomo con su cumbre cubierta por nieve virgen traída junto a la ultima lluvia capitalina.

Hoy, mientras caía el atardecer sobre las ventanas de los edificios, me encontré absorto observando el conjunto de montañas cuando reparé en la presencia de una personita que se había sentado al lado mío. Se trataba de Albertito, el hijo de una hermana que vive en mi mismo edificio, que miraba la cordillera como buscándole un sentido a ese conjunto de cerros que para él, no eran más que eso: Cerros. Le pregunte que era lo que hacia y me respondió que trataba de entender por que me gustaba tanto mirar los cerros. No pude evitar que una estridente carcajada se revolcara dentro mío, hasta no poder contenerla y que emanara solo para hacer eco en la aguda risa de Albertito, que no entendía nada. Le conté de todos mis viajes, los paisajes increíbles que me encontré en el camino, los animales alucinantes que decoraban esos parajes de ensueño, y cuando lo vi a los ojos pude ver el reflejo del brillo que había en los míos. Sin darme cuenta, volví a ser feliz. Todo se detuvo un segundo, el viento, la noche, la vida. Solo se salvaba la risa de Albertito. Al final entendí que la alegría no esta en solo un lugar y para siempre, ni que todos la entendemos de la misma forma, sino que esta en cada pequeño detalle que nos rodea, solo que a veces estamos tan concentrados en encontrar un momento de plenitud absoluta, que la vida se escapa entre las pestañas y en un parpadeo la felicidad deja de estar allí, tan cerca. Luego de terminar de contarle mis aventuras al pequeño, nos levantamos, ambos sonriendo, y le prometí a Albertito que le enseñaría  por que me gustaba tanto mirar los cerros. Y los dos fuimos felices.

Empañado

Han pasado años, pero a ratos solo parece que fueron minutos, breves instantes donde tú te evaporaste de mi vida junto al rocío de septiembre, donde yo me refugie en la comodidad de una tristeza justificada. Hay minutos que pesan como años en esa mochila que a veces saco a pasear, a que tome aire, reflexionar las cosas. Me gusta recordar lo triste de las discusiones, las alegrías de lo cotidiano, aunque cada día me es más difícil recordar exactamente como era ser feliz contigo. Se que lo fui, solo que no recuerdo por que. Tal vez simplemente era lo que conocía como felicidad entonces, y me conformaba con eso. Tal vez el tiempo a enmudecido las palabras que en algún momento intercambiamos, emocionados. Tal vez los inviernos solo entumecieron el recuerdo de una época de conflictos. Tal vez por eso vuelvo de vez en cuando a esas memorias que escuecen sobre las cicatrices que quedaron marcadas a lo largo y ancho del laberinto que tengo en la cabeza. Tal vez lo haga buscando un por que. La vida sigue y el pasado queda solo para reflexionar, revisar el proceso, crecer. Es gracias a esa herida que logré sanar cortes más profundos.

No hay engaño en reconocer que aun giro la cabeza cuando escucho tu nombre, un silencio en el compas. Todavía encuentro resquicios de tu forma de ser dentro mío, supongo que es lo que se te quedo antes de que eligiéramos caminos distintos. A veces se me escapa una frase tuya y me asombro de lo fácil que te fue dejarme algo tan tuyo para mi goce personal. No es que me de nostalgia ni que me de pena, sino que solo me recuerda de lo aprendido, de las razones por que no estas. Las de por que estuviste, aun no las encuentro.

Tal vez algún día hablaremos sobre todo, honestos, reflexivos, maduros. No me interesa realmente recordar algo en particular, sino saber donde fue que erré, donde pude ser mejor, para aprender y lograr que todo lo que paso valga la pena. En realidad, hace años que no hablamos, tal vez pueda aprender una o dos cosas de ti. Me gusta aprender.

Reseña a Free Willy

            Este pasillo es realmente interminable, como un túnel donde la entrada y la salida solo son conceptos abstractos, algo olvidado por las leyes de la lógica. ¿Hay leyes físicas siquiera? Voy trotando hacia delante, no muy seguro si eso es una dirección aun, puesto que perfectamente podría estar retrocediendo o subiendo a algún lugar. Mis pies se sienten ligeros y escucho mi palpitar acelerado haciendo eco con las paredes, marcando el tempo de esta travesía. Los movimientos son extraños, el caos supera el orden y el camino parece un dibujo de Escher más que una ruta transitable.

            Como en una escalera de Penrose, el vértigo empieza a inundar mi cuerpo mientras observo como súbitos reflejos imprimen epilépticamente mi imagen al costado de este camino sincopado. La imagen se difumina y se tinta de color rojo, para luego volverse amarillo y finalmente azul, mezclando los colores, generando una lluvia variopinto. A poco me doy cuenta que esto no es un pasillo ni un túnel, sino un caleidoscopio, girando incesantemente. Al darme cuenta de la situación, el trote ligero que llevaba se transformo en galope para terminar en una carrera desenfrenada. Me quito los audífonos manteniendo los ojos cerrados, tomo dos grandes bocanadas de aire como si me fuera a sumergir y vuelvo los auriculares a donde pertenecen. Entro de nuevo.

            Esta lloviendo, pero no hay nubes a la vista. Las gotas son de colorido celofán, empapando el interior del caleidoscopio con un arcoíris de papel picado. Todo es caos y desorden. Siento como mi corazón quiere saltar desde mi pecho y huir de mi boca. Clímax. Los tiernos algodones grises toman el color del ébano y todo es movimiento puro. Diluvio colorido. Vértigo crudo. De pronto, aparece un contrabajo silvestre huyendo del piano que lo acecha enérgico, mientras la batería lo observa todo, gritando, acelerando. Éxtasis. Abro los ojos y los colores me invaden por dentro, siento como recorren mis venas y escapan por la punta de mis dedos.

            Suena un metalófono. El pasillo deja de girar lentamente y los colores del caleidoscopio dejan de brillar. Pasa la sinestesia y los sentidos se calman, todo vuelve a la normalidad, paulatinamente. Me quito los audífonos y suelto todo el aire que se encontraba atrapado en mis pulmones, me saco el sudor que recorre mi sien. Una experiencia tanto agotadora como ilustradora.

Brad Mehldal – Free Wily

Amor en Tiempos de Cuarentena

La verdad es que la conozco hace un tiempo, antes de que pasara todo esto de la pandemia. Salimos un par de veces, me gustaba pero yo tenía la cabeza anclada en el pasado. Es difícil eso de pasar de pagina, sobre todo cuando se vive tanto en tan poco. Siempre me supe intenso, costó reconocerlo como algo que no es malo ni bueno, sino que solo es. La verdad, me divierte un poco pensar en esa época, hay tantas cosas que espero jamás se repitan, pero aun así no me arrepiento de lo vivido. Me equivoqué mucho y de tanto caerme aprendí a quererme como soy, y a cuidar a la gente que me rodea. Hay personas a las que le debo mucho más que una disculpa, eso lo reconozco. Mi forma de ser me obliga a pensar una y otra vez al respecto de esos errores, lo que me ha hecho más consciente del daño que uno puede hacer en los demás y lo importante que es evitarlo. Aprendí, en fin y al cabo, a ser cauteloso conmigo mismo.

Sobre ella no hay mucho que decir, las palabras no son lo mío y todo lo que diga la hará ver como menos de lo que realmente es. No hay como hacer justicia. Acá quiero hacer una breve nota: Muero de vergüenza, pero me agrada la sensación de poner todo esto en claro, es algo que no sentía hace tiempo ya. Es como cuando cantas esa canción que te sabes de memoria, aunque la garganta no te de el tono, da lo mismo, el sentimiento alegre que queda en el pecho es más grande que cualquier desafino embarazoso o sentimiento desnudo. Al final, estamos para sentir, y no hay tiempo para sutilezas. Ella es así, honesta hasta la transparencia, o eso creo. Retomamos contacto hace no mucho y las redes sociales son engañosas, eso si estoy seguro. Pero en tiempos de cuarentena, reconozco que se agradece su existencia. Puede que se pierda mucho entre mensaje y mensaje, pero la intención siempre queda. Espero no malinterpretar nuestras conversaciones, pero aunque así fuera, ellas entibian el alma. Es de esas personas de palabra ligera, que reparte sonrisas sin saberlo. Filantrópica.

Bueno, no hay más que eso hasta ahora. Me divierte que todo lo que sucede ahora, todo lo que rodea estos tiempos inverosímiles, de todo el contexto que nos llueve encima, solo me aferro a este sentimiento tan natural, tan básico, una emoción que recorre los huesos y dan ganas de bailar de cada tanto en tanto. Al final, espero que la honestidad mutua sea la ventana por la que ambos compartamos la distancia ineludible de los tiempos que nos acompañan día a día. Esto es amor a ese pequeño brillo que destruye la monotonía. No hay lunes ni viernes, sábados ni miércoles, pero todos los días siguen siendo únicos, diferentes. Creo que ahí radica la magia de este distanciamiento socia que, paradójicamente, de cada tanto en tanto une.

miércoles, 15 de abril de 2020

Barro Tal Vez

Por suerte tengo buena vista, 20/20, nítidamente reconozco cada línea, cada contorno y color, hasta distingo las texturas solo con mirarlas. Ahora mismo veo mi libreta, la acaricio un poco a ver si hoy se deja escribir, pues hace días que no me lo permite. El lápiz se desliza suave y tranquilo, buscando donde caer certero, alternando sufijos, características, adjetivos, palabreando sin sentido claro. Suelo hacerlo. Una pulsera que hice yo mismo tintinea con cada muñequeo necesario para ejecutar las figuras que conforman nuestro vocablo, y me recuerda que estoy escribiendo. Me gusta escribir. De fondo suena el Flaco Spinetta con su regalo póstumo, Ya no mires atrás. Luis Alberto, tan acertado siempre.

Antes de poder darme cuenta, lo que antes era definido y objetivo empezó a perder sus bordes. Los colores se desparramaban fuera de sus figuras lentamente, de a poco huyendo de sus barreras, de los obstáculos y contenciones que los mantenían en su lugar. Sin notarlo, el blanco del papel se había apoderado de mi mano transfigurada, el negro del bolígrafo (tanto que me gusta esa palabra) se inyectaba decidida en la mesa que sostenía todo este surrealismo. Dada. Las texturas que en algún minuto sentí tan solidas, ahora solo son un algodón difuminado, extendiéndose sobre todo mi lugar de trabajo. Detrás de todo esto sigue sonando el Flaco, susurrándome al oído que todo lo que sueñe, y no diga, tal vez será canción. Canción.

Las nubes de colores ya no solo desfiguraron todo a su paso, sino que también, ante mis rojos ojos atónitos, generaron clones, réplicas de mis propias manos, emparejándolas como si fueran víctimas de un desdoblamiento. Así, cada pareja se movía al unísono, simétricamente, imitando cada gesto, cada nervio, cada poro. Las intenté girar y, con asombro, comprobé que aún tenía control sobre ambas, y sus respectivos dobles. A pesar de esto, no pude evitar sentir que me observaban, que me entendían. Tanto que han hecho por mi y tan poco que me piden a cambio. Ni eso les doy, en todo caso. Súbitamente, una de ellas, o un par, de acercó a mi rostro y restregó mi ojo, liberando una pequeña lágrima que estaba atrapada dentro mío. Ella saltó lejos, y todas las demás que hacían fila detrás suyo la imitaron hasta el cansancio. Catarsis.

Flaco querido, catarsis, canción. Veo todo calor nuevamente, y me doy cuenta que sólo tenía una pena encerrada adentro mío que no me dejaba ver, que acomplejaba el pensar. Solo faltaba dejarla salir a pasear, soltarla a la vida y que hiciera lo que le diera la gana, liberarla de ese encierro injustificado. ¿Por qué necesito llorar? No tengo ni la más mínima idea, solo me dieron ganas de hacerlo, y lo hice. No alcance ni a meditar sobre este pensamiento que atravesaba mi cabeza cuando una carcajada explosiva se coló entre mis dientes. Resulta que nunca fue una lágrima de pena, sino una de júbilo, y yo intentando mantenerla encerrada. Ay Flaco. Canción, canción.

C'est la Vie

Caminaba mirando hacia todos lados, los escaparates de Champs Elysee eran demasiado atractivos como para solo dejarlos estar allí, sin ser contemplados. Suena a lo lejos una interpretación de La vie en rose de Edith Piaf. Su abrigo largo color crema saludaba al viento mientras su bufanda carmesí hacía juego con su boina. Las calles de París eran el camino que ella recorría sin pedirle permiso a nadie, reflejo fiel de su independencia y enérgica actitud. Su seguro caminar se vio interrumpido por un vendaval que logró arrebatarle ella bufanda y dejarla a la merced del viento, que jugaba con ella mientras el accesorio caía directo al suelo. El trayecto se vio interrumpido por una mano veloz, que agarró la bufanda antes de que cayera al suelo. Así fue como conoció a Jean Baptiste.

Jean Baptiste le devolvió la bufanda y con una sonrisa oportuna le pregunto si quería acompañarlo a tomar un café. Ella no se haría de rogar, estaba en París, un alto y apuesto francés le estaba invitando un café al costado de los Champs Elysee, con vista al Arco del Triunfo. La vida a veces llega a ser tan amable. Él era oriundo de Montpellier, pero vivía en París hace ya varios años, había estudiado business en la Universidad de París, pero su verdadera pasión era el violín, que practicaba desde pequeño en un conservatorio, de cual huyó para desarrollar un estilo más callejero, un poco más noir, como decía el. Ahora tocaba en una pequeña orquesta local y disfrutaba los días trabajando en un mercado aledaño a la sala de ensayos.

De café y la conversación nació una invitación a ver una obra onírica interpretativa, una función donde un gran amigo de JB actuaría. Ella no tenía ningún plan más allá del vuelo a Praga que tenía programado para mañana al medio día, por lo que decidió acompañarlo. Llegaron a un pequeño teatro, oscuro y con mesas redondas donde gente con boina y cigarros contemplados presuntuosamente el actuar de quienes dejaban la vida sobre el escenario. JB aprovechaba cada silencio para colgar un comentario y servir un poco más de vino, nada muy elegante pero si acogedor. Ya en el último acto, aparece el amigo de JB, Antoine, y ella ve como posa su mirada en su mesa, sonríe levemente y ella logró captar que entre ambos nacía una leve complicidad.

Terminada la obra, luego de un extenso monólogo existencial contemplativo, JB la llevó tras bambalinas, donde le presentó a Antoine. El era menos delgado que JB, un poco más alto y tenía cara de simpático, de buena persona si se puede decir algo así. Acto seguido, él los invita a ambos a comer y tomar algo en un bar cerca, que resultaba ser del mismo dueño que el teatro y por eso le daban un gran servicio. JB se excusó inmediatamente, tenía ensayo temprano y debía afinar su técnica si quería llegar a ser primer violín. Luego de esto, las miradas se posaron en ella, quien solo pudo pensar en una sola frase: C’est la vie.

Caminó junto con Antoine hacia el bar que quedaba a breves pasos del teatro, y en el camino sintió como, delicadamente, él la tomó del brazo, de una manera tan cariñosa que ella no pudo sino ruborizarse. No lo había notado hasta entonces, pero él era bastante guapo, con su mandíbula marcada, el pelo negro rizado y ojos de un color que no terminaba de ser verde antes de volverse café. Al entrar al bar, todos, tanto clientes como quienes trabajaban allí, lo saludaron aireadamente, quien respondía con humildad y cierta vergüenza. Cruzó un par de palabras con un mozo y este los guió hacia la escalera, subieron todos y abrió una puerta de lo que era un salón privado. Armo una pequeña mesa en el balcón, sirvió un poco de vino y trajo algo de baguette para  comer mientras pensaban que comer. Antes de que el mozo se fuera, Antoine le pregunto a ella que quería comer. Ella lo pensó un segundo, miró por el balcón, y mientras observaba las luces De la Torre Eiffel, dijo que quería Ratatouille. La respuesta dibujó una sonrisa en el rostro de Antoine y el hizo el pedido en un francés que sólo logró hacer que ella olvidara donde estaba por un minuto, perdiéndose entre las palabras y sus labios.

La comida fue exquisita, el ratatouille estaba a las alturas de las expectativas y el vino lo acompañaba de gran manera. Antoine habló largo y tendido sobre la poesía, el teatro y como todo sucede por algo. De pronto un silencio se apoderó de la mesa y ella no pudo evitar volar por un segundo a través del cielo parisino, contemplando la imponente Torre Eiffel, el bellísimo Sacre Coeur, el increíble Montmartre, pero antes de darse cuenta, él había posado la mano sobre la suya, tímidamente. No sabiendo bien que pensar, lo miró fijamente a los ojos mientras observaba como toda la confianza, la pasión, el ímpetu se había transformado en algo frágil y vulnerable, tan delicado como la porcelana. La vie en rose empezó a sonar de fondo y antes de decirle a Antoine todo lo que ella había sentido, despierta de un sueño que rogaba no terminara nunca. París lo había hecho de nuevo. Trató de volver a dormir y soñar con esos profundos ojos de Antoine, pero no hubo caso. Ce sera la vie que l’amour vit.