Las ventanas dejaban entrar una luz tenue, cansada, un poco de invierno sobre las paredes blancas que se tintaban amarillas mientras la tarde se consumía entre nuestras palabras calladas. Tú estabas ahí, leyendo algún libro que hoy no logro recordar, mirándome como si cada marca en mi rostro te pareciera una historia fascinante. No se si en realidad sepa que libro se supone que leías, no recuerdo haber hablado de su contenido, o el autor, o la ilustración de la portada. Habían cosas más importantes de las cuales hablar. La brisa entraba tímida a la pieza donde estábamos contemplando la existencia, meditando de la vida en silencio, aprovechando la compañía que nos brindábamos mutuamente. A veces siento que el silencio, en su justa medida, permite que un momento dure para siempre. O al menos así se siente cuando recuerdo esa tarde junto a ti. Tanto fue lo que no nos dijimos ese día, pero que gritamos con el pecho abierto como si se tratara de un libro tapa dura dispuesto a ser leído eternamente en silencio.
Puede que haya sido la quietud, o la luz que vestía con su velo tu blanca piel, cansada. Los pájaros se paseaban en el jardín, justo afuera, y mi memoria imagina una loica caminando curiosa mientras el silencio nos carcomía. Yo era muy inmaduro entonces, y no supe apreciar lo que significaba, el valor que tiene el compartir la ausencia de sonido, la paz que solo algunas personas pueden entregarte de manera tan incondicional como hiciste tú. En esa blanca habitación, de la que tan pocos recuerdos tengo, te tengo a ti, acomodando tus almohadas bajo el atardecer andino, esa brisa fresca colándose entre las ventanas y tu sonrisa perenne diciéndome que todo estaría bien, por que así eras tú, protegiéndome hasta que tu cuerpo se rindiera, cansado.
Ya se hacía tarde y tenía que volver a mi casa. Quería hacerlo, me sentía incómodo y ese lugar me hacía sentir ansioso. Nunca me han gustado las clínicas, su olor a anestesia y la sensación de que todo el mundo te esconde algo pensando que es lo mejor para ti. Me daba pena dejarte allá, pero no podía hacer otra cosa, estabas tratándote y peleando contra una enfermedad de mierda, que solo ya más adulto entiendo lo que significaba. Todos esos cambios de humor, tu cansancio, la pena que te rodeaba, la tensión en las comidas familiares, la sensación de pesar en mis hombros, que no era mía realmente. Aunque yo no entendiera lo que pasaba, sabía que algo no estaba bien contigo y creo que por eso no me portaba tan bien cuando me lo pedías, o era desobediente, hasta irrespetuoso. Dicen que no hay nada tan cruel y a la vez tierno como un niño.
Te lloré como no recuerdo haberlo hecho nunca. Suelo ser súper abierto con mis emociones, en especial la pena, no me avergüenza llorar en público o contar que es lo que me entristece. Contigo fue distinto, lloré en soledad, hacia adentro. Te lloré para ti y para mi, para nuestro silencio que solo vengo a entender tantos años tarde. Me sentí culpable de nunca haberte aprovechado como otros si lo hicieron, de mirarte de reojo, hacerme el desentendido, de no buscarte. Eras increíble, fuera de serie, un personaje de libro, las conversaciones que tuve contigo están marcadas a fuego en mi memoria, y se que jamás las voy a poder recordar con el ahínco que me gustaría haberlas vivido. Tu risa espontánea y la inocencia que a veces se te colaba entre tus longevos años. Y hoy estoy acá, recordando esa tarde que seguro fue solo un momento entre tantos otros que compartimos, pero que ahora resalta con el mismo brillo que te rodeaba ese día. Ahora cada vez que veo esas habitaciones blancas, esos edificios solemnes llenos de silencio, recuerdo los colores con los que llenabas la pieza cuando te venía a ver, y me doy cuenta que ese blanco de las paredes es solo un lienzo esperando para ser decorado. Creo que ahora no me molestan las clínicas, su olor me recuerda a ti y tu sonrisa pintada en la ventana.
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