Quedaron de juntarse en el camino, lo cual, al ojo, sería por ahí cerca de Plaza Perú. Él llegó caminando mientras ella esperaba, aunque para ser honestos, él no sabía donde estaría ella, caminaba alternando la mirada entre el horizonte y Google Maps, sin ninguna otra certeza más que la de encontrarla en alguna parte. A lo largo de esos audífonos blancos, cuyos cables se enredaban cada vez que entraban y salían del bolsillo, sonaba Sweet Nothing de Taylor Swift. Algo del último disco de esa artista que ella en algún minuto le mostró. Algo nuevo por algo viejo.
Cuando cruzaron la mirada, ninguno de los dos supo bien cómo reaccionar. Él solo atino a hacer un gesto exagerado con la mano, y ella no supo reconocer su silueta sin los anteojos. Se saludaron incómodamente, sin saber donde correspondía poner los brazos, y luego de un par de gestos atolondrados, caminaron hacia ningún lado. Sin darse cuenta terminaron en una heladería. Los audífonos en el bolsillo se encontraban ahogados en silencio, sin emitir un solo ruido, muertos de ganas de gritarle a ella que él estaba escuchando esa música que siempre dijo que no le gustaba, esa que a ella le encantaba, esa que él ahora no puede dejar de escuchar.
La heladería fue un chiste, ninguno quería pedir primero, los dos querían pagar. Ya con el helado en la mano, no encontraron ningún mejor lugar para sentarse que una escalera a la entrada de un hotel, de dónde sabían que pronto serían echados, ya no eran horas de estar vagando. Así las cosas se pusieron rápidamente al día, recordando sobre hermanos, perros y amigos. Hablaron un poco de sus trabajos, como si cada uno de los temas fuese una casilla que debía ser chequeada. Todos, menos ese tema que ambos evitaban cuidadosamente.
Estamos de acuerdo que decir “donde hubo fuego, cenizas quedan” no es más que un cliché pasado de moda, una frase gastada y manoseada. Pero no es menos cierto reconocer que de cada tanto en tanto es la única forma de abrazar completamente el sentimiento de un instante. Las miradas se cruzaban con ganas de quedarse tomadas de la mano, analizando, observando, recordando los colores que habitaban en el otro. Los dedos hormigueaban con ganas de tocarse, mas el impulso no era nada más que eso, un instinto atrapado en el miedo, y tal vez en el orgullo.
Una vez terminado las preguntas, agotadas las excusas, intercambiaron los adioses respectivos, dándose un beso donde ninguno de los dos quería, con un abrazo que los separaba más de lo que los unía. Así, se despidieron sin saber cuándo volverían a verse. Él miró hacia atrás, para darse cuenta que ella no lo hizo, y se tragó con vergüenza las ganas de correr a sus brazos. Ella era más fuerte, tomó su mochila, una mujer independiente, que no necesitaba a ningún hombre en su vida. Una mujer que, a pesar de todo, lo quería a él, y no se atrevió a decirlo.
Él se puso sus audífonos y escuchaba Taylor Swift con una lágrima en la garganta, pero el corazón un poco más tranquilo. Ella por su lado, caminó preguntándose que haría para con todo eso que le generaba tanto miedo decir. Ambos se imaginaban compartiendo los audífonos de él, escuchando la música de ella, mientras caminaban en direcciones opuestas. A veces las cosas son así, o al menos así creo que fueron.
Hay veces que a los lápices se les acaba la tinta, y las páginas que estaban destinadas a ser escritas, quedan en blanco, prístinas, silentes y tristes. Se pierde el hilo de la historia y se cierra este capítulo incompleto. Se toma un nuevo lápiz, un nuevo cuaderno, se cruzan los dedos, se prenden velas y se toca madera, todo esperando que finalmente al terminar el cuento, el autor pueda colgar sin vacilar ese punto final.
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