Cuando la noche eterna empezó a abrazar mi gélido torso, elegí dar una última pelea, levantar un estandarte inútil, un grito mudo para quebrar el estruendo nocturno de la brisa que acariciaba cada pedazo de mi. Decidí despedirme del frío con el calor de mi último aliento. La oscuridad cubrió mi ciego rostro como un velo pesado, reconfortante, y supe que era momento de dejarme la vida luchando. Colores.
Le regalé a la sombra toda mi luz, cada matiz, cada espectro de color que decoraba mi alma. Lo dejé todo en un momento, por un instante, para siempre. Un alegre verde, un dolorido café, un rojo acongojado. Un negro que me agobia, que me asfixia, que me agota. Tomé cada pintura que conocí en vida, para entregarla en un último adiós, una bocanada final llena de arte, llena de vida, de brío, de amor, dolor, tristeza y sinceridad.
Vi, por un segundo, doblegarse la oscuridad, arrodillarse, sometida. La inclemente pidiendo misericordia, la inmisericorde pidiendo clemencia. Por un momento la noche retrocedió, retrocedió, retrocedió, y disfrute de mi luz, de mi brillo, de la iridicencia de mi piel, la encandecencia de mi alma.
Con mis brazos agotados y los últimos minutos de vida apoyados en mi flanco, sentí como el frío acariciaba mis venas, como la oscuridad acobijaba mi dolor, a la noche acurrucar mis congojas. Antes de regalar mi último aliento a la sempiterna luna, grité, desde lo más profundo de mi pecho desgarrado, un lastimero silencio de quien ha regalado la vida, viviendo, de quien ahora llora, riendo.
Mis colores son el testamento, mi testimonio, mi saludo y despedida. Adiós noche, fría, adiós luna, mía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario