El mundo se caía a pedazos y no nos importaba. Vivíamos en nuestro planeta de cinco habitaciones, dos pisos, jardín y patio interior. Mirábamos las noticias y los números sólo eran eso. Números. Nuestro desdén por las medidas hechas a la rápida, a la desesperada, nuestra crítica desalmada contra líderes incompetentes, infracalificados, subestabdar, ante una catástrofe para la cual nadie podía prepararse. Y simplemente no nos importaba.
Durante la mañana trabajábamos desde nuestra casa, cada uno en su espacio, sin molestarse mucho el uno al otro, son los beneficios de vivir en una amplia propiedad. Más allá del estado del wi-fi, de las últimas noticias con ese número que se actualizaba dia a día, no había mucho de que hablar. Inventábamos juegos y pasatiempos, como por un convencimiento intento de que teníamos que llevarnos bien, hacer cosas que jamas habíamos hecho, y que por cierto que no nacieron de nuestro ímpetu, sino de algún vídeo en redes sociales.
Hubieron cosas a las que nos acostumbramos que jamás me hicieron mucho sentido. Mostrar la intimidad de la pieza propia a quienes jamás habrían entrado a tu casa de otra manera. Una cierta justificación para transgredir las fronteras propias, exponer nuestro lecho, e incluso decorarlo o limpiarlo con el solo objeto de dar una buena impresión.
La comunicación mentirosa del día a día con quienes vivían en su propio mundo, tal vez a tan solo metros del nuestro, se tornaba casi invasiva. Tomar cerveza o piscola a través de una cámara, o juntarse a hacerlo pasado el toque de queda. Mirar con desdén la ley, que nos obligaba a quedarnos encerrados, en una especie de reivindicación del yo por sobre el contrato social. El egoísmo más básico, ese que pensaba que las medidas eran exageradas, que a nosotros no, que por qué. Y los números subían, subían y solo subían. Y simplemente no nos importaba.
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