Blancas páginas de seguían unas a otras. Volteaba las hojas incesantemente, todas blancas, prístinas, vírgenes. Luego de una tapa de cuero, amarrada al silencio por una soga eterna, por un nudo ciego, por la ignominia muda de quien dice todo sin emitir un solo sonido. El insulto perenne, la mirada furtiva, las letras esquivas, la espalda apuñalada por oraciones que miran a otro lado cuando las apuntan con el dedo.
La inercia de quien pierde el ritmo, el aplaudir manco, el paralítico caminar de quien se empuja en balde a decir aquello que no significa nada, alimentando una perorata injusta, idealista, inverosímil, carente de pasión, de fuerza, de vida. Alma cegada por inmóvil, arrastrada al subsuelo por la desidia, la negligencia, el olvido. Un intelecto sediento, hambriento, rogando los nutrientes de un desafío, por sencillo que fuere. Una almendra en el desierto.
Las hojas blancas se suceden aún, una tras otra. La mano empapada en angustia avanza y retrocede a lo largo de un libro que no existe. Los dedos torpes intentan sujetar la esquina de cada hoja, sin poder separar a las hojas gemelas, las trillizas, capítulos omitidos, titulares inexistentes. La anorexia de un libro que no se alimenta de tinta, muerto de hambre por falta de sueños, de deseo, de trabajo. Un libro vacío, que nada significa para el autor que aún no lo escribe, que no lo descubre.
Infinitos simios escribiendo infinitas palabras al azar, mecánicamente, sin descanso ni reparo, sin correcciones ni errores. Empapan de letras el papel que hasta entonces se encontraba perdido en la resma, sin sentido alguno más que la de ser una revista en potencia, una idea, un gesto, una carta, un romance, un guion. Las blancas hojas que me miran desde el escritorio me juzgan, mejor estarían en la máquina de alguno de esos monos. Que puedo hacer, si hace tiempo mi alma murió de inanición.
No hay comentarios:
Publicar un comentario