miércoles, 23 de septiembre de 2015

El Cuenta Cuentos

Camina al ritmo de una música que solo él escucha, como si tuviera una orquesta en su cabeza, o tal vez una banda de rock alternativo post-moderno. Camina moviendo las manos al son del bajo, como si su vida fuera una película y Ennio Morricone fuera el compositor. En su mente, él toca batería, domina la guitarra, armonía y melodía, canta, pasea sus dedos por marfilosas teclas de un piano imaginario, hecho de caoba. Pisa el bombo desincronizadamente, haciendo evidente que algo va mal con su metrónomo. O simplemente no le importa equivocarse, porque está viviendo cada nota como si fuera suya. Camina por angostas veredas, dejando pasar a la gente que no tiene tiempo, porque a él este le sobra. Es divertido, pues el traje y su camisa desentonan con el aire laxo y los movimientos histriónicos que lo caracterizan

Sus pies avanzan conforme el tempo de su orquesta lo hace, observando. No se si sabrá de música, pero absorber detalles es su verdadera pasión. Jamás cierra los ojos y su cuello tiene casi tanta fuerza como las piernas que lo mueven durante largas caminatas diurnas. Cada día observa cosas nuevas, a pesar de repetir el recorrido hasta mi propio cansancio. Sus ojos brillan con cada palabra que lee o cada imagen que ingiere. Prefiere el metro antes que andar en auto, porque allí es cuando presencia las situaciones más enternecedoras. Por similar razón prefiere la micro, puesto que significa una mayor participación en dichas escenas, siendo él protagonista en algunas ocasiones, para su asombro. A pesar de todo, y sin lugar a dudas, su medio de transporte favorito son los pies. Ser un irreverente frente a las señales de tránsito, caminar en sentidos que los autos no conocen, recorrer paseos y pasillos donde jamás un neumático ha pisado el suelo. Y observar, durante jornadas completas, la tristeza de una madre que ve partir a su hijo, que hace unos años dejó de despedirse. La alegría de un niño que logró llamar la atención de un perro callejero. El mismo perro y su curiosidad animal. Gente riendo en su trabajo, personas arrastrando las piernas en sus días libres. Emociones  inconexas que fluyen para converger en una sola imagen en movimiento eterno, de manera repetitiva, en los pasillos de su Palacio de Loci. 

Él es buen observador, pero tiene mala memoria. Esta es tan frágil que no recuerda porque empezó a caminar en un primer lugar. Nunca he hablado con él, no sabría decir si es elocuente o simplemente frívolo, si sus reflexiones son triviales o contienen preguntas milenarias sobre el hombre y el fin de los tiempos. Tal vez no piensa nada, pero él escribe. Nadie le pide que lo haga, apostaría a que alguno incluso le dijo que no lo hiciera, pero él escucha la armonía de la vida dentro de su cabeza, no comentarios necios. Escribe sobre lo que ve, lo que imagina, lo que escucha, lo que siente. Sus cuentos son parte de él, son su memoria. Escribe para no olvidar que vive, para que la monotonía de una vida gris no consuma su autonomía. Sus dedos se enfrascan en una lucha férrea por el control de las palabras que escapan de su mente. Las sílabas no salen de su boca, pues esta es torpe e impetuosa, prefieren la fluidez y el control de los pulgares, sobre una superficie plana y portátil. Hoy por hoy, todo debe ser portátil, presto, sencillo y a prueba de tontos. Hasta escribir se hace fácil. La luz de la pantalla brilla por avenidas y por callejones, no discrimina. Solo quiere crear, quiere deleitar el propio gusto egoísta de su autor. Nunca quise que alguien lo leyera, porque no estaba listo para recibir críticas, tenía miedo de fracasar y no ser tan bueno como me ha sucedido en tantas ocasiones. No quería partir de cero, tampoco quería elevarme hasta niveles que me dejaran al descubierto, lejos de la bruma que apacigua mis noches pasajeras.

Cuento cuentos cortos porque si escribo algo muy largo me contradigo. No miro los espejos porque no me parece interesante lo que veo, caigo en la monotonía de los conceptos eruditos que fluyen de torpes dedos. Me río a carcajadas porque no se controlarme. O eso es lo que me dicen. Soy impulsivo, tomo decisiones sin pensar. Estoy revelando mis secretos como quien abre un libro de par en par. Siendo sincero, no se que tan secreto sea. Cuento cuentos porque es lo que me gusta hacer, no me interesa lo que piense la gente al respecto. Maestros del absurdo buscan que siga sus corrientes ideológicas o que caiga en su uso de palabras rimbombantes. Si uso palabras extensas es por un sentido práctico, no zalamero ni oligárquico. Solo escribo porque en escribir encontré el grito temerario de quien nada tiene que perder, y la duda de quien no sabe si ganará.


El oscuro vidrio deja caer una lagrima miserable, arrastrando el polvo que siempre ha estado allí. Mis ojos enfocan la borrosa imagen que se refleja en el vidrio, y veo la imagen de un hombre cansado. Un hombre cansado de mentirse, de inventar, de soñar, de justificar sus acciones. Un hombre que esta cansado de ser, y que por eso escribe, para poder vivir mil aventuras y un millón de emociones, además de las que le corresponden de oficio. La lagrima cae al suelo como un saltimbanqui carnavalero, evitando tocar la tierra, saltando por mi zapato, cordón a cordón. Miro divertido el vidrio de donde la lagrima provino, solo para caer en cuenta que enfrente jamás tuve un vidrio tintado, sino simplemente un espejo, y que la lagrima que cae, perezosa, sobre los granos del tiempo, no es otra cosa que una memoria que no llego a ser escrita, y murió de pena después de tanto tiempo queriendo ser contada. Renuevo la marcha con nuevo brío, buscando historias para alimentarme y sobrevivir. Mientras camino genero escenarios fantásticos, diálogos estrafalarios, miradas sinceras y labios traviesos, todos buscando algún día ser escritos, y quien sabe, tal vez un día lo lea alguien más que el intruso que se ha metido en mi cabeza. Por favor, antes de cerrar la puerta, apaga la luz. Hay quienes queremos descansar aquí dentro.

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