Un violín arrasa con mi memoria. De un
segundo a otro me encuentro en jardines orientales cubiertos de árboles de
hojas rosa. Un leve golpeteo me recuerda a los saltimbanquis de la lejana
Rumania, hogar de gitanos. Una delicada flauta trae vientos altiplánicos y su
invierno florido, cubriendo el cielo de brisas con aroma a montaña. Un
elegante piano mueve mis pies sobre un piso de elaborados detalles, escuchando
un germánico idioma alabar la vida y la muerte. Miro hacia el cielo y un frío
copo de nieve cae sobre mi mejilla, luces boreales danzan al ritmo de un arpa
nórdica. Un bote atraviesa el gélido sur del mundo, encabezado por una cálida
zampoña y un gorro de alpaca. La histriónica guitarra me lleva a los bares
londinenses, giro mi cabeza para encontrar la batería en un bizarro frenesí,
justo al otro lado del océano. Un micrófono cuelga desde la luna para que lo
tome y el mundo entone una melodía de paz al unísono. Levanto mis ojos para ver
el sol brillar, pero solo siento su cálido abrazo. Mis manos sienten la lluvia
como pequeñas caricias entregadas sin ton ni son, aleatoriamente, con cuidado y
preocupación. Me doy vuelta para que mis manos encuentren una pared echa de
ladrillo, que se deshace poco a poco, en el tacto con el viento. Tomo mi bastón
y camino por un sendero de textura hostil, pero solido, confiable. Mis pasos se
han tornado seguros con el tiempo. Trastabillar, tropezar y caer eran palabras
del pasado. No siempre fue así tampoco.
Aquellos sonidos celestiales
fueron desfalleciendo lentamente, desapareciendo paulatinamente del aire y solo
se escuchó un estruendo formado por los aplausos disonantes, de todos los
tamaños, de todas las texturas, palmas vibrantes de todas las edades. La gran
cortina de terciopelo dejo caer con violencia su peso sobre el suave piso de
madera y, acto seguido, dirigí mis pasos a la gran puerta de bronce, abriéndola
de par en par, dejando que el caluroso sol de verano irradiara su calor. Frente
a mi, los granos de arena acariciaba mis talones con tímida intimidad, abriendo
paso entre las interminables dunas y la brisa desértica. Mis pies descalzos
siguen la intuición, el bastón ya no tiene utilidad alguna. Mis pasos surcan
las colinas como peces remontando una ola. El calor niebla mis pensamientos y
ciega mi mente, pero mi cuerpo no conoce el descanso, no reconoce el cansancio.
Estoy exhausto por que mi mente me lo indica, pero hoy daré un paso más del que
me atreví a dar ayer. Aventure mis dedos dentro de la suave arena y sentí como
se escapaba a medida que mis piernas levantaban mi pesado cuerpo para caer un
metro más adelante, un metro más cerca de mi meta.
El sol dejo de llamarme con su
calor y los granos se volvieron gélidos como el rechazo de un amor infantil.
Agujas heladas calaban mis huesos desde la planta de mis pies. El frio hacia
vibrar mis huesos hasta la médula, resonaban como las cuerdas de un piano
largo, tratando de entonar alguna melodía que jamás logré escuchar en vida. La
carne que cubre mis huesos se abre como un libro de Julio Verne, dejándome ver
cosas que no correspondían a la época ¿Que época? Todos los granos de mi reloj
de arena habían caído con intenciones demoledoras, castigando mis años. Pero yo
estoy acá ahora, y nada me detendrá. Mi fémur ha quedado al descubierto y,
escrito en braille, están todos los pasajes de mi vida. Levanto mis
blanquecinos ojos al cielo y percibo que alguien me observa. Siempre lo han
echo, pero esta ves es diferente. No es una mirada atenta a mis movimientos
para quitarse de mi camino, o de mi vida. Es una mirada cálida, acompañadora,
un refugio en el frío del desierto.
Estiro mi mano y mis dedos se
detienen junto a una escarpada pared, sólida como la determinación de un padre.
Instintivamente, alzo mi pie descalzo y trato de levantarme por sobre la
barrera del infierno. Algo intenta hacerme caer, pero yo quiero elevarme. Mis
manos se agarran con el alma de cada recoveco, tanteando con cuidado y
minuciosamente, para no pasar por alto ninguna oportunidad. Mis pies siguen a
mis manos, mis manos a mis pies. Pienso en que mi cabeza, en este minuto, es
peso muerto, y a medida que me alzo por sobre la barrera del sentido y voy
dejando atrás la fría arena, mis pensamientos se confunden y ya no se quien soy
y si tengo limite alguno, soy capaz de todo. Largos minutos han pasado desde la
magnífica orquesta que inició mi travesía, y deje mi cómoda butaca para hacerme
al destino y ondear junto al viento como una bandera orgullosa. Las yemas de
mis dedos dejan escapar un cálido liquido, y mis pies están cubiertos de
llagas, pero no voy a desfallecer. Mis manos se elevan por sobre mi cabeza, mis
pies sobre mi cintura, mi cuerpo se eleva al infinito. En un momento dado, descolgué
mi cabeza y deje mi rostro a la merced del viento, sintiendo como el clima
castigaba mis arrugas, como la fría brisa congelaba mis orejas y mis labios,
antes tan cálidos.
Mi mano intento tomar una
saliente del extenso muro, solo para encontrar la nada. Mi cuerpo se recuperó
de la vertical travesía, y deje caer mi rostro en una llama abrasadora que
cubre la humilde calzada amarilla. Mis manos sostienen el peso de mi vida y
evitan que la carne caiga fatigada al fuego. Mis dedos ensangrentados aúllan de
dolor mientras el calor hostil hostiga las llagas causadas por anteriores
aventuras. Mi corazón arde de dolor, recordando esa herida que jamás logró
cicatrizar, mi mente se convulsiona sintiendo ese rostro que jamás pude
identificar. Un paso tras otro, las brasas castigaban, inclementes, la
persistencia de mis fuerzas. Nunca he terminado nada en mi vida y ya era hora
de intentarlo. A la derecha siento una primaveral brisa que sopla con viento
sur, invitándome a olvidarlo todo y volver atrás. A la izquierda escucho pájaros
entonando las notas más dulces de una escala familiar, indicándome que nunca
nada valdrá tanto esfuerzo. Pero no voy a rendirme a estas alturas, no voy a
olvidar los fríos glaciares ni los calores infernales, las púas naturales ni el
dolor de olvidar lo que más anhelo.
Mis pies siguieron,
obedientes, una marcha ordenada sobre brasas que irradiaban un agresivo calor,
el cual hostiga mi integridad y me pide volver a cada paso. Cada centímetro
hacia adelante es un grito alzado al cielo por cada célula de mi cuerpo al
unísono, pero no daré mi brazo a torcer. Caigo de rodillas luego de unos
cuantos metros, y la piel se quema, el frío hace insoportable el dolor, pero
debo continuar. Luego de minutos que parecieron horas, las plantas de mis pies
sintieron algo diferente al agudo dolor que genera la el calor abrazados de una
brasa malintencionada. Se sentía como madera, olía a madera, y mis pasos, cojos
a esta altura, hacían parecer que el suelo era de madera. Fina madera, suave y
elegante. La temperatura del suelo era tal que generaba, a cada paso, ese
ligero, pero agradable, dolor que solo los humanos buscamos. A todos nos gusta
el dolor, solo tenemos miedo de que algún día nos guste demasiado. Arrastre mis
pies hacia adelante, siempre hacia adelante, para encontrar un peldaño, humilde
y sencillo, esperando que alguien lo acariciara algún día. Me subí a el, y para
mi sorpresa, encontré otro frente a mi. Es una simple escalera, acompañada de
barandas metálicas, las cuales sostienen el peso de mis manos mientras mi
cuerpo se preocupa de todo. Peldaño tras peldaño, cada paso es una historia
diferente, recuerdos de ayer que generan nostalgia, mis blanquecinos ojos dejan
caer secas gotas de lo que alguna vez fue llanto. Recuerdo mi madre y sus
almuerzos dominicales, mi padre y sus paseos sabatinos, mis amigos y las noches
de viernes. Mis compañeros los jueves luego del trabajo. Mi mujer,
acompañándome los miércoles. Mis hijos, recordándoles que los martes bailan,
cantan, juegan, son alegres. Los lunes, benditos lunes, recordándome que todas
esas maravillas se repiten semana a semana.
La escalera de vueltas en su
eje, majestuosa con su mansa sencillez, siguiendo áurico orden, hasta llegar a
la cima, donde el calor es agradable, la brisa es leve y los pájaros entonan
melodías de antaño. Doy un paso hacia adelante, y para mi sorpresa, encuentro
agua dulce. Debía ser un lago o una laguna, pues pude hundir mi cuerpo, dejar
que mis heridas sanen en aquel frío liquido de vida. Me recuesto sobre mi
espalda y dejo que el viento me lleve a donde el destino me llame. Mi cuerpo es
una balsa y el viento el timonel, la meta es mi destino y yo no quiero
controlar nada, nunca mas. Estuve horas, tal ves días, incluso podrían haber
sido semanas, hasta que mi cuerpo encalló en lo que parecía una costa. Mis
manos eran pesadas y mis pies se rehusaban a responder, pero logro
reincorporarme finalmente. Mis manos se hunden en la arena de tan desconocida
playa como es esta. Rodeo la costa y me doy cuenta de que no es más grande que
una pérgola. Camino hacia el centro y lo encuentro, solo y sin centinelas ni
vigías.
Es un baúl, cerrado bajo
llave, duro y antiguo, cuyas astillas se entierran en mi mano a medida que
palpo la superficie buscando el cerrojo. Mis esperanzas están en que este
abierto, y con un simple movimiento el candado cae al suelo, como un soldado
fulminado por una descarga enemiga. Mis brazos levantaron la pesada tapa de
madera y mis manos la dejaron caer con el peso del destino sobre cada falange,
la madera choco con la arena y nadie vino. Hundí mi ser en la profundidad de
aquel baúl, tocando monedas, diamantes, diademas, cetros, lingotes y
parafernalia de esa calaña. Hasta que di con él. Es un pequeño papel, con algo
escrito en tinta, que no me seria difícil de descifrar gracias a que aquel
estilo caligráfico es bastante invasivo para el papel y se nota al tacto.
Finalmente logró posar mi mano sobre él y pude recordar. No sabia donde estoy
ni que significó mi viaje, no se qué momento de mi vida es, o si realmente viví
en algún momento. Me recosté en la playa y deje que el viento me enterrara en
las arenas del tiempo, pues ya nada tiene sentido. Ella nunca estuvo viva, y yo
nunca viví completamente.
Desperté en un salón enorme
revestido de grandiosos detalles, como la caoba que se lograba diferenciar por
el olor, o el terciopelo que acariciaba mi mano. Había una orquesta, y cada uno
de los instrumentos confunde todos mis sentidos, los que quedan al menos. Fue
en ese momento que me di cuenta que mis travesías no eran un camino para llegar al
cielo, si no una tortura tan cruel como la muerte misma. La música empezó a
sonar a un ritmo endiablado, y ya no recuerdo nada. Me levanto de mi butaca y
camino hacia una gran puerta de bronce. Detrás de él estarán las huellas que
deje hace pocas horas, pero nada importaba ya, estaba sumido en un limbo entre
la vida y la muerte, el cielo y el infierno. Las gigantescas puertas se
abrieron de par en par y dejaron caer pequeños granos de arena a mis pies. No
se quien soy o que hago aquí, pero debo continuar, aunque me cueste la vida.
Estire mi pie y toque el desierto con mis dedos descalzos. El destino es
inexorable.