sábado, 30 de enero de 2016

La Travesía

Un violín arrasa con mi memoria. De un segundo a otro me encuentro en jardines orientales cubiertos de árboles de hojas rosa. Un leve golpeteo me recuerda a los saltimbanquis de la lejana Rumania, hogar de gitanos. Una delicada flauta trae vientos altiplánicos y su invierno florido, cubriendo el cielo de brisas con aroma a montaña. Un elegante piano mueve mis pies sobre un piso de elaborados detalles, escuchando un germánico idioma alabar la vida y la muerte. Miro hacia el cielo y un frío copo de nieve cae sobre mi mejilla, luces boreales danzan al ritmo de un arpa nórdica. Un bote atraviesa el gélido sur del mundo, encabezado por una cálida zampoña y un gorro de alpaca. La histriónica guitarra me lleva a los bares londinenses, giro mi cabeza para encontrar la batería en un bizarro frenesí, justo al otro lado del océano. Un micrófono cuelga desde la luna para que lo tome y el mundo entone una melodía de paz al unísono. Levanto mis ojos para ver el sol brillar, pero solo siento su cálido abrazo. Mis manos sienten la lluvia como pequeñas caricias entregadas sin ton ni son, aleatoriamente, con cuidado y preocupación. Me doy vuelta para que mis manos encuentren una pared echa de ladrillo, que se deshace poco a poco, en el tacto con el viento. Tomo mi bastón y camino por un sendero de textura hostil, pero solido, confiable. Mis pasos se han tornado seguros con el tiempo. Trastabillar, tropezar y caer eran palabras del pasado. No siempre fue así tampoco.

Aquellos sonidos celestiales fueron desfalleciendo lentamente, desapareciendo paulatinamente del aire y solo se escuchó un estruendo formado por los aplausos disonantes, de todos los tamaños, de todas las texturas, palmas vibrantes de todas las edades. La gran cortina de terciopelo dejo caer con violencia su peso sobre el suave piso de madera y, acto seguido, dirigí mis pasos a la gran puerta de bronce, abriéndola de par en par, dejando que el caluroso sol de verano irradiara su calor. Frente a mi, los granos de arena acariciaba mis talones con tímida intimidad, abriendo paso entre las interminables dunas y la brisa desértica. Mis pies descalzos siguen la intuición, el bastón ya no tiene utilidad alguna. Mis pasos surcan las colinas como peces remontando una ola. El calor niebla mis pensamientos y ciega mi mente, pero mi cuerpo no conoce el descanso, no reconoce el cansancio. Estoy exhausto por que mi mente me lo indica, pero hoy daré un paso más del que me atreví a dar ayer. Aventure mis dedos dentro de la suave arena y sentí como se escapaba a medida que mis piernas levantaban mi pesado cuerpo para caer un metro más adelante, un metro más cerca de mi meta. 

El sol dejo de llamarme con su calor y los granos se volvieron gélidos como el rechazo de un amor infantil. Agujas heladas calaban mis huesos desde la planta de mis pies. El frio hacia vibrar mis huesos hasta la médula, resonaban como las cuerdas de un piano largo, tratando de entonar alguna melodía que jamás logré escuchar en vida. La carne que cubre mis huesos se abre como un libro de Julio Verne, dejándome ver cosas que no correspondían a la época ¿Que época? Todos los granos de mi reloj de arena habían caído con intenciones demoledoras, castigando mis años. Pero yo estoy acá ahora, y nada me detendrá. Mi fémur ha quedado al descubierto y, escrito en braille, están todos los pasajes de mi vida. Levanto mis blanquecinos ojos al cielo y percibo que alguien me observa. Siempre lo han echo, pero esta ves es diferente. No es una mirada atenta a mis movimientos para quitarse de mi camino, o de mi vida. Es una mirada cálida, acompañadora, un refugio en el frío del desierto.

Estiro mi mano y mis dedos se detienen junto a una escarpada pared, sólida como la determinación de un padre. Instintivamente, alzo mi pie descalzo y trato de levantarme por sobre la barrera del infierno. Algo intenta hacerme caer, pero yo quiero elevarme. Mis manos se agarran con el alma de cada recoveco, tanteando con cuidado y minuciosamente, para no pasar por alto ninguna oportunidad. Mis pies siguen a mis manos, mis manos a mis pies. Pienso en que mi cabeza, en este minuto, es peso muerto, y a medida que me alzo por sobre la barrera del sentido y voy dejando atrás la fría arena, mis pensamientos se confunden y ya no se quien soy y si tengo limite alguno, soy capaz de todo. Largos minutos han pasado desde la magnífica orquesta que inició mi travesía, y deje mi cómoda butaca para hacerme al destino y ondear junto al viento como una bandera orgullosa. Las yemas de mis dedos dejan escapar un cálido liquido, y mis pies están cubiertos de llagas, pero no voy a desfallecer. Mis manos se elevan por sobre mi cabeza, mis pies sobre mi cintura, mi cuerpo se eleva al infinito. En un momento dado, descolgué mi cabeza y deje mi rostro a la merced del viento, sintiendo como el clima castigaba mis arrugas, como la fría brisa congelaba mis orejas y mis labios, antes tan cálidos. 

Mi mano intento tomar una saliente del extenso muro, solo para encontrar la nada. Mi cuerpo se recuperó de la vertical travesía, y deje caer mi rostro en una llama abrasadora que cubre la humilde calzada amarilla. Mis manos sostienen el peso de mi vida y evitan que la carne caiga fatigada al fuego. Mis dedos ensangrentados aúllan de dolor mientras el calor hostil hostiga las llagas causadas por anteriores aventuras. Mi corazón arde de dolor, recordando esa herida que jamás logró cicatrizar, mi mente se convulsiona sintiendo ese rostro que jamás pude identificar. Un paso tras otro, las brasas castigaban, inclementes, la persistencia de mis fuerzas. Nunca he terminado nada en mi vida y ya era hora de intentarlo. A la derecha siento una primaveral brisa que sopla con viento sur, invitándome a olvidarlo todo y volver atrás. A la izquierda escucho pájaros entonando las notas más dulces de una escala familiar, indicándome que nunca nada valdrá tanto esfuerzo. Pero no voy a rendirme a estas alturas, no voy a olvidar los fríos glaciares ni los calores infernales, las púas naturales ni el dolor de olvidar lo que más anhelo.

Mis pies siguieron, obedientes, una marcha ordenada sobre brasas que irradiaban un agresivo calor, el cual hostiga mi integridad y me pide volver a cada paso. Cada centímetro hacia adelante es un grito alzado al cielo por cada célula de mi cuerpo al unísono, pero no daré mi brazo a torcer. Caigo de rodillas luego de unos cuantos metros, y la piel se quema, el frío hace insoportable el dolor, pero debo continuar. Luego de minutos que parecieron horas, las plantas de mis pies sintieron algo diferente al agudo dolor que genera la el calor abrazados de una brasa malintencionada. Se sentía como madera, olía a madera, y mis pasos, cojos a esta altura, hacían parecer que el suelo era de madera. Fina madera, suave y elegante. La temperatura del suelo era tal que generaba, a cada paso, ese ligero, pero agradable, dolor que solo los humanos buscamos. A todos nos gusta el dolor, solo tenemos miedo de que algún día nos guste demasiado. Arrastre mis pies hacia adelante, siempre hacia adelante, para encontrar un peldaño, humilde y sencillo, esperando que alguien lo acariciara algún día. Me subí a el, y para mi sorpresa, encontré otro frente a mi. Es una simple escalera, acompañada de barandas metálicas, las cuales sostienen el peso de mis manos mientras mi cuerpo se preocupa de todo. Peldaño tras peldaño, cada paso es una historia diferente, recuerdos de ayer que generan nostalgia, mis blanquecinos ojos dejan caer secas gotas de lo que alguna vez fue llanto. Recuerdo mi madre y sus almuerzos dominicales, mi padre y sus paseos sabatinos, mis amigos y las noches de viernes. Mis compañeros los jueves luego del trabajo. Mi mujer, acompañándome los miércoles. Mis hijos, recordándoles que los martes bailan, cantan, juegan, son alegres. Los lunes, benditos lunes, recordándome que todas esas maravillas se repiten semana a semana. 

La escalera de vueltas en su eje, majestuosa con su mansa sencillez, siguiendo áurico orden, hasta llegar a la cima, donde el calor es agradable, la brisa es leve y los pájaros entonan melodías de antaño. Doy un paso hacia adelante, y para mi sorpresa, encuentro agua dulce. Debía ser un lago o una laguna, pues pude hundir mi cuerpo, dejar que mis heridas sanen en aquel frío liquido de vida. Me recuesto sobre mi espalda y dejo que el viento me lleve a donde el destino me llame. Mi cuerpo es una balsa y el viento el timonel, la meta es mi destino y yo no quiero controlar nada, nunca mas. Estuve horas, tal ves días, incluso podrían haber sido semanas, hasta que mi cuerpo encalló en lo que parecía una costa. Mis manos eran pesadas y mis pies se rehusaban a responder, pero logro reincorporarme finalmente. Mis manos se hunden en la arena de tan desconocida playa como es esta. Rodeo la costa y me doy cuenta de que no es más grande que una pérgola. Camino hacia el centro y lo encuentro, solo y sin centinelas ni vigías.

Es un baúl, cerrado bajo llave, duro y antiguo, cuyas astillas se entierran en mi mano a medida que palpo la superficie buscando el cerrojo. Mis esperanzas están en que este abierto, y con un simple movimiento el candado cae al suelo, como un soldado fulminado por una descarga enemiga. Mis brazos levantaron la pesada tapa de madera y mis manos la dejaron caer con el peso del destino sobre cada falange, la madera choco con la arena y nadie vino. Hundí mi ser en la profundidad de aquel baúl, tocando monedas, diamantes, diademas, cetros, lingotes y parafernalia de esa calaña. Hasta que di con él. Es un pequeño papel, con algo escrito en tinta, que no me seria difícil de descifrar gracias a que aquel estilo caligráfico es bastante invasivo para el papel y se nota al tacto. Finalmente logró posar mi mano sobre él y pude recordar. No sabia donde estoy ni que significó mi viaje, no se qué momento de mi vida es, o si realmente viví en algún momento. Me recosté en la playa y deje que el viento me enterrara en las arenas del tiempo, pues ya nada tiene sentido. Ella nunca estuvo viva, y yo nunca viví completamente. 

Desperté en un salón enorme revestido de grandiosos detalles, como la caoba que se lograba diferenciar por el olor, o el terciopelo que acariciaba mi mano. Había una orquesta, y cada uno de los instrumentos confunde todos mis sentidos, los que quedan al menos. Fue en ese momento que me di cuenta que mis travesías no eran un camino para llegar al cielo, si no una tortura tan cruel como la muerte misma. La música empezó a sonar a un ritmo endiablado, y ya no recuerdo nada. Me levanto de mi butaca y camino hacia una gran puerta de bronce. Detrás de él estarán las huellas que deje hace pocas horas, pero nada importaba ya, estaba sumido en un limbo entre la vida y la muerte, el cielo y el infierno. Las gigantescas puertas se abrieron de par en par y dejaron caer pequeños granos de arena a mis pies. No se quien soy o que hago aquí, pero debo continuar, aunque me cueste la vida. Estire mi pie y toque el desierto con mis dedos descalzos. El destino es inexorable.

No hay comentarios:

Publicar un comentario