domingo, 19 de marzo de 2017

Analfabeto

Los dedos sostienen con sutileza el lápiz grafito que apoya su cabeza, cansada, sobre el prístino papel. La estela de su movimiento es orquestada por los hábiles dedos, que manejan los hilos dibujando la dinámica que se inmortaliza en el papel. El hilo carbonizado bosqueja sin descanso las órdenes del impulso nervioso que dirige toda la situación desde el silencio, desde la oscuridad más profunda. Curvas vertiginosas marcan la pausa entre rectas histéricas. Todos los movimientos son certeros, la coordinación es absoluta, la cordura se pierde entre cordeles de ceniza que dejan su huella sobre el velo blanco que cubre parcialmente el escritorio que hace algún tiempo atrás fue marrón. El tiempo ha dejado su marca sobre las vetas de la madera recortada, ajustada, barnizada y pulida. Nada es para siempre.

Los movimientos veloces del lápiz, hipnotizado por su propia danza, vueltas y vueltas, un pie adelante y luego el mismo pie hacia atrás. La muñeca sostiene los dedos que mueven la batuta de tan particular baile. Los músculos se contraen y relajan, la madera que cubre el núcleo de grafito es comprimida en las tenazas de piel y hueso. Las yemas se posan sobre la negra carcaza que cubre el alma del lápiz, saboreando con placer los recovecos del mismo, la marca del paso del tiempo, del desgaste físico, del agotamiento. Dentro del misterioso cuartel de donde provienen las órdenes se ha determinado que el movimiento debe ser más errático, hostil, agresivo. Y así es como los dedos apresuran sus movimientos, las articulaciones crujen al ser sobreexigidas y la cabeza del lápiz fricciona contra el papel de manera tal que una pequeña humareda escapa a su paso, junto con la huella eterna de su estela.

Cada segundo que pasa los movimientos son más violentos. Lo que antes era una curva ahora es una esquina, las gráciles rectas dieron paso a líneas serpenteantes, enfermas de párkinson. Los dedos pierden el control de su orquesta, la batuta se quiebra en el aire y los hilos se cortan, uno a uno, hasta que el lápiz deja de ser un obelisco danzante y pasa a ser solo un lápiz. Nada más que un lápiz, muerto por la falta de movimiento. La mano se crispa, enfurecida, los dedos se contraen con fuerza y los nudillos presionan la piel hasta el punto que esta podría ser completamente desgarrada. El antebrazo está tenso, contraído, dolorosamente acalambrado. Desde el salón más alto de la torre más alta solo provienen órdenes contradictorias que no tienen ni ton ni son. Todo es caos. La mano se extiende, dejando ver una palma sucia por todo el carboncillo y los residuos de la danza que antes había tenido lugar, y se posa sobre el papel garabateado. Rápidamente, una contracción de la misma mano arrastra el velo no tan blanco hasta formar una bola de papel asimétrica, horrible, antiestética. Y con un solo movimiento del brazo, este velo, antes protegido bajo el cuidado del lápiz protector, es lanzado por los aires para caer sobre el sucio suelo, lejos del desgastado escritorio.


                     "¡Carajo! Nunca pensé que fuera tan difícil aprender a escribir"

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