sábado, 1 de julio de 2017

¿Dónde van los pájaros cuando llueve?

Bajé de la micro y el cielo lloraba tímidamente como una amante despechada antes del amanecer. El pavimento frío gemía silente bajo mis pies, alegándome, como si no me pareciera suficiente el tener que soportar el impacto de un millar de gotas. Hice caso omiso y dejé que la música opacara los susurros suplicantes. Mi paso era seguro y mis pies tan gráciles como un aluvión. Mis ojos apuntaban al cielo, recibiendo la ligera lluvia sobre mi rostro, olvidando que frente a mi podría haber un árbol, un auto, o peor, una persona. Bajo la mirada ligeramente y caigo en cuenta que las coloridas hojas de otoño emigraron casi todas y que solo se veía el cielo gris alrededor de los troncos desnudos. Las ramas, antes cubiertas de su hermoso plumaje, parecían muertas de vergüenza, como si quisieran volver a ser una semilla hasta que llegase la primavera. Pero no fue su desnudez la que me llamó la atención. No fue el viento helado ni el sonido hueco de la lluvia lo que me sorprendió.

Brilló por su ausencia, a decir verdad. Y estaba seguro de haberla visto ayer, con su vestido verde y el canto en su garganta. Era una cotorra argentina, verde limón con detalles amarillos en sus mejillas. Revoloteaba curiosa sobre una rama que se balanceaba junto al viento. Ahora que recuerdo, eran dos. Mis inexistentes conocimientos sobre ornitología fueron un verdadero obstáculo para lograr determinar alguna característica de los pequeños plumíferos, además de su sorprendente colorido. La cultura general me hizo recordar que eran plaga en Santiago y que se alimentaban de los huevos de otras aves. Yo creo que son los envidiosos monocromáticos los que inventan tanto cuento. Plaga o no, esas cotorras alegraron mi corto e intrascendente camino desde el paradero a mi hogar. Un trayecto en nada remarcable y absolutamente monótono se había vuelto extraordinario con la visita de estas dos inmigrantes ilegales.

Sin embargo, hoy la lluvia rodeaba las ramas de los árboles, y lo único que se podía escuchar era el sonido de los autos cuando pasaban por las pozas que la deficiente pavimentación generaba, amenazando con sacarme de mis cavilaciones con una ducha de agua fría. No había un verde limón a la vista, ni un amarillo en mejilla alguna. No había un canto distintivo ni tampoco una señal sobre estas queridas cotorras. Mil preguntas surcaron mi cabeza. ¿Se habrán ido a huelga, protestando por la difamación contra su especie? ¿Una protesta en contra del indiscriminado genocidio que se realizaba en contra de su gente? ¿Tal vez se esconden del frío, como tantos perros, gatos, personas y caballos? No lograba responder la gran interrogante que revoloteaba en mi cabeza con sus plumas verdes y amarillas. 

Algo era irrefutable. Nunca me había dado cuenta de este fenómeno. Nunca me había dado cuenta que las cotorras argentinas desaparecían bajo la lluvia, como si se tratara de la bruja del Mago de Oz. Tal vez se derretían junto a sus nidos. O tal vez la lluvia limpiaba el color de sus plumas y quedaban trasparentes como un vidrio cualquiera. Sus plumas trasparentes las camuflan del frío, para evitar la guadaña que cuelga de cada nube gris. Tal vez todo esto era cierto, o quizás nada de esto lo era. ¿Y si los cazadores de cotorras argentinas hubieran eliminado a todos los pájaros verdeamarillos que decoraban las tristes ramas de otoño? No puede ser verdad. 


Luego de pasar cuatro o cinco árboles, sin ver nada más que el gris que cubre el cielo me di cuenta de la verdad. Probablemente las cotorras se cansaron del mal trato que recibían en este estrecho país y volvieron al otro lado de la cordillera, indignadas y dejando pésimas reseñas en TripAdvisor. Les deseo un buen viaje, pequeñas aves verdeamarillas. Ojalá la gente cambie su opinión sobre ustedes. O mejor aún, cambien ustedes su dieta. ¿No saben que ser vegano es lo que está de moda?

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