¡Vamos! ¡Que ese piano histérico nunca cese su percutir! Saltan dedos
como acróbatas, como lunáticos, desquiciados, hiperquinéticos saltimbanquis,
vuelan entre negras como trapecistas suicidas, suben y bajan escalas como
bomberos en incendio. ¡Se quema todo! Las llamas arden, el fuego consume nuestros
oídos, notas graves merodean en lo profundo como una ballena azul que cruza las
corrientes marinas. Gaviotas, albatros y pelícanos surcan el cielo, lo rasgan,
cortan y apuñalan con notas agudas, acordes con filo. El jazz se confunde con
lo alternativo, progreso. ¡Esto es progreso! Los dedos se enredan y hacen
nudos y rompen los nudillos, corren a lo largo del blanco mantel de madera,
saltan las vallas negras, patinan sobre el hielo y reposan sobre el ébano.
Nadie sabe lo que pasa, notas son repartidas sobre el compás sin ningún orden,
la banda se mantiene atrás, silente, expectante, asombrada. Improvisación,
improvisación, improvisación. Creando desde la nada, neuronas galopando sobre
el piano, ordenando locura, controlando las manos desbocadas. Olviden las
partituras, los tempos, no hay negras ni blancas. Hoy somos todos de colores.
Las piernas se mueven al son de este frenesí incomprensible. ¡Histeria
colectiva! El piano se ríe, sus dientes se mueven al son del vértigo, ilusión
de movimiento. El pianista está vuelto loco, esta ensimismado, no escucha nada.
El escenario arde de música, de magia. La cola del piano se mueve como si de un
perro se tratara. Tiembla el piso, un terremoto acecha mis oídos. No entiendo
nada. ¡NADA! No hay nada por entender, nada que ver, nada que degustar. No
olfateen, dejen de respirar. Toquen el aire y dejen que la música invada todos
sus sentidos. Éxtasis. Éxtasis. Éxtasis. Dejen que el pianista haga su trabajo.
¡Aplaudan! Apláudanle al piano, que aguanta tanto golpe, esquizofrénicos
sonidos escapan de las cuerdas vocales de nuestro negro amigo. Miro al cielo y
solo veo notas revoloteando el cielo falso como si se tratara de una partitura.
No hay res, síes, dos. No hay las, soles, mies. Fas, fas, fas, ¿Dónde están?
¡Suficiente! La batería ahora acompaña el baile maquiavélico que tiene
concertado el piano. Una guitarra escandalizada intenta arremeter contra la
melodía, pero solo la infla, la empuja, le da cuerda. La batería sigue el son
incomprensible del piano, y este nos intenta hablar. ¡Escuchen todos! - dice el
piano- ¡Yo soy el piano! - cuanta elocuencia. Después de un rato la guitarra se
cansa y la batería toma de la mano al piano. Como hermanos en armas, como hijos
de una misma madre. La madera bastarda de la percusión; la batería, hija
legítima. Música, música, música, música. Magia, música. Una voz toma el mando
de todo este descontrol. Gracias al cielo. Sus tonos son dulces como las manos
de una madre, tierna como la primera flor de primavera. Profunda, como el deseo
de vivir una vida plena, llena de alegrías, de penas, de lluvia y sol.
Esperando. La batería sigue descontrolada, con ira golpea el platillo. El
baterista se siente agarrotado, su hombro lo está matando, sus manos dicen
basta. Las baquetas son las dueñas del minuto, del segundo. Golpean en
desorden, mientras cada sonido cae sobre su única casilla. La vida sigue, la
voz toma la cuerda y la ata alrededor del cuello de la batería. El bombo no irá
a ningún lado.
Ya todo está más tranquilo, el canto cae sobre la audiencia como el rocío de la mañana, como la lluvia de la noche, como agua de vida, de música, de
magia. Sentimiento. El piano intenta escapar, pero la voz lo calma, lo doma. La
madera, sometida, nada tiene que ver con lo que emitía esas notas fantásticas.
Sigue cantando, golpeando las cuerdas según la métrica correspondiente,
pidiendo perdón y permiso. Suena fantástico, pero nada de otro mundo. La
batería intenta romper el esquema, es más reacia, rebelde, idealista. Golpea
con fuerza, vigor, vida, pero la voz siempre vencerá al final. Su descontrol
cae en la métrica, sus arrebatos al son de la canción, su rebeldía es uniforme.
Una voz ronronea y acaricia las notas con cuidado, con gracia. Sus tonos son
perfectos, llenan la garganta, el estómago y el oído. Pero algo falta. Ya no
hay locura, falta el vértigo, la emoción, el salto a la norma. Falta el grito
en el vacío. La voz se calla. El piano golpetea nervioso y las cuerdas suenan
con vergüenza. La batería yace, amurrada, junto la pierna del vocalista. Las
manos de este hacen un gesto, y suelta las riendas que sometían a sus dos
cordeles desbocados. El piano arremetió con su vida al viento, golpeteando con
fuerza notas incoherentes. La batería redobló los esfuerzos, rompió la caja y
se abrió al tempo. De a poco los sonidos se empezaron a perder en el eco del
salón, en un eterno desvanecer. Se cierra el telón y la audiencia queda ahí, de
pie, perpleja.
Un título incoherente baja desde lo alto.
Emerson, Lake y Palmer - Hombre con Suerte/ Improvisación de Piano/ Toma
un guijarro.
Todo tiene sentido ahora.
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