miércoles, 15 de agosto de 2018

Máquinas de Amar


Hasta haber amado a un animal, una parte del alma permanece dormida. No es sino hasta que este ser vivo entra en la vida propia que se despierta este pequeño cuarto en el corazón propio, una ventana del alma se abre y deja entrar el sol por donde antes solo había tabique. Puede ser un gato, un perro, un conejo. Algo más grande incluso, como un caballo o un elefante. Conozco jinetes cuyos corazones saltan y galopan a la misma frecuencia que el de sus compañeros equinos. Más de una vez he escuchado como en suave ronroneo ha hecho vibrar el alma de una persona. Incluso aquellos que desprecian los animales se ven enternecidos por un zorro juguetón, por un pájaro cantor o un perro curioso. Como no amarlos con la vida propia, seres tan puros, tan honestos.

            Como no morir de risa al ver una sala toda desordenada, hecha un desastre, y un perro, escondido, avergonzado, en la esquina, intentando evitar el inevitable regaño que el sabe que tiene merecido. No todos los animales son iguales, por cierto. Vemos como los gatos no se inmutan frente a sus fechorías o como se vuelven seres invertebrados a la hora de amagar una caricia. Como no odiar y amar al mismo tiempo su alta traición al mordernos mientras acariciamos su barriga. Como no reírnos de las reacciones de los asustadizos conejos, o los divertidos gestos de los hámster y ratones. Hasta los murciélagos son criaturas llenas de ternura mientras de desperezan el sueño del rostro.

            Pero como todo en la vida, un pedazo de nuestra alma nunca logra sobreponerse a la pérdida de un compañero. Ese perro fiel cuyas piernas agotadas dijeron basta y su rostro cansado daba señales de pena. Pena por traicionarnos, pena por no poder estar para siempre con nosotros. Pena, por que sabe que moriremos de pena por su culpa. Ese gato que huyó sin despedirse, seguro de que así evitaría a su familia el dolor de verlo envejecer. El canto cansado de un canario cuyos colores se han gastado con el tiempo. La vida es efímera por naturaleza, y hemos sido malditos con una endemoniadamente larga vida, en comparación con nuestros siempre fieles compañeros.

            Tranquilos, no desesperen, pues es lo último que sus mascotas querrían que hicieran. El amor que le era propio, están dispuesto a ofrecerlo a otro, a compartirlo, a entregar parte de esa habitación en el corazón de sus dueños para que otro pueda disfrutar. Ellos nos quieren felices, nos quieren contentos. Ellos nos quieren sobre todas las cosas, con amor del que solo un animal puede entregar. Inocente, verdadero, entregado totalmente. ¿Cómo podrían descansar en paz sabiendo que su compañero de vida no lo está? Ellos son mejores que nosotros, pues quieren incondicionalmente. Ellos son máquinas de amar, y nosotros no somos nadie para rechazarlos

Simpaticemos


Tan importante que es enseñar y tan lindo que es aprender. Tan ciertas son estas palabras que hasta me suenan como obvias, a eslogan de alguna biblioteca pública o proyecto a favor de la educación. Y es que es tan cierto, es tan verdad. Me he dado cuenta releyendo todos mis cuentos que a veces uso palabras exageradamente largas y rimbombantes. Hay algunas que si me preguntan hoy qué significan, no tendría ni la más mínima idea, si les soy honesto. Es esa loca y pretenciosa personalidad la que me inclina a escribir para parecer inteligente, cuando en realidad esa nunca fue mi intención, creo. El tema es, que enseñar es tremendamente importante, increíblemente bonito.

            Sería lindo poder ayudar a alguien haciendo esto, haciendo lo que me gusta. No es tan difícil, creo. Siendo honesto y escribiendo lo que veo tal vez una o dos personas se sientan conmovidas y deseen hacer lo propio, relatar su día a día. Honestamente, no creo ser particularmente bueno ni malo en lo que hago, solo soy yo. Se que todo es relativo y que algunos, mayoría inclusive, piensan que pierdo el tiempo haciendo estos escritos y publicándolos en un blog tan polvorienta como las tasas de té en un bar. Pero eso es lo que me gusta hacer, y nadie debería sentirse mal por hacer lo que le gusta. Son pasatiempos, son formas de expresarse. Por ahí, si quizás supiera más de música, sería compositor, jugaría con los fortissimos y los pianissimos. Si se me diera la pintura, esparciría óleo sobre una tela virgen para gritar al mundo lo que veo cuando cierro los ojos. Pero no se pintar y lo del oído se me da fatal. Por otro lado, escribir me sale natural. No se si bien o mal, solo natural.

            Cuando alguien nos cuenta que le gusta algo, es agradable sentir como la pasión ajena corre por nuestras venas y vibramos junto a ellos con lo que les gusta. Puede ser una película emocionante, un libro increíble, un auto de gran potencia o un partido de fútbol de proporciones épicas. Todos somos distintos. Pero no hay que dejar que esa pasión compartida se transforme en un ahogo, no es necesario hablar cuando a uno le hablan. A veces solo hay que escuchar. Solo sentir con el oído esa inflexión de voz cuando habla sobre ese hermoso golazo al minuto noventa y cuatro de cabeza, ver como se dilatan las pupilas al hablar del sonido que hace ese motor en particular, sentir como se eriza la piel al describir una escena de su ópera favorita. A veces un oído atento y dispuesto es mejor que una conversación coherente y palabras elocuentes.

            Por ultimo, ayudemos. Somos personas imperfectas, desde el color del pelo hasta la forma de tus dedos del pie (a nadie le gusta la forma de la uña del dedo chico del pie propio, ni el ajeno, ni ninguno creo yo). Todos somos tal y como debemos ser. Imperfectos y funcionales, estamos llamados a empatizar en el dolor ajeno, sentimos con el corazón los dolores del otro antes de que este mismo los exteriorice. Somos una raza superior, pero no por usar herramientas, saber hablar un idioma común o tener pulgares opuestos. Somos superiores porque sentimos juntos y entendemos el sufrimiento ajeno, lo hacemos propio y actuamos según eso. Un abrazo espontáneo a una persona en la calle puede acabar con un mar de lagrimas y transformar una nube gris en un rayo de sol. Puede terminar en una denuncia también, pero seamos positivos.

            Seamos simples, claros y transparentes. Seamos únicos e irrepetibles. Respetemos a los demás y amemos su pasión por lo que es, deseo puro de perfección. Actuemos según nuestra empatía y sepamos que a todos les aprieta el zapato en algún punto del pie. Miremos hacia el lado sin envidia, sino con interés, ganas de aprender. Ganas de enseñar. Por qué en esta vida no hay nada más lindo que enseñar, nada más importante que aprender.


Aroma de Invierno


 La madrugada me despierta junto con el final fatal de aquel sueño que venía saboreando desde anoche. Un olor adormilado se camufla entre los tonos oscuros de ese típico aroma de quienes aún no han quitado las lagañas de sus ojos ni levantado los corazones de las tibias y arrugadas sábanas. Un silbido se confunde con los cantos armoniosos de aquellas tímidas aves, invisibles al ojo de quien se guía por el oído y el destino. Aunque las frazadas son cadenas y la cabeza pesa como un yunque atado al cuello, el movimiento mecánico de sentarse al borde de la cama y estirar los brazos de manera hollywoodense es inevitable, junto al infaltable bostezo lleno de sonido y técnica. Se gira el cuello en noventa grados y los pies empiezan a restregarse las hormigas que se alojan desde anoche entre los dedos. Es hora de levantarse.

            Terminado el romance con las sábanas, el sol continúa su día sin preguntar nada a nadie y olvidando la parafernalica tradición de saludar a todos a su paso. Un simple hola general basta para todos y contento sigue su camino, movido por la inercia del despertar. Bajo la escalera lentamente y poso la mano sobre el blanco cielo falso que cubre el horizonte. Me apoyo en la baranda para no perder el equilibrio y con una pirueta extraña aterrizo sobre el mismo pie que dio inicio a la ejecución de tan poco ortodoxa acrobacia. Abro la puerta a mi izquierda y la vida sonríe con una mueca confusa e improvisada. Honestamente no esperaba que estuviera despierto desde tan temprano.

            Justo antes de dar el primer paso dentro del hall que da lugar a la entrada de mi hogar, siento aquel olor único, inconfundible. Un olor que reconocía con tremenda facilidad, un aroma al cual estaba absolutamente acostumbrado. Si, estaba seguro que de eso se trataba. Ese olor a infancia, a juego, a nostalgia y melancolía, a pasado pintado de ocre y sepia. Abrí raudamente la puerta de la cocina y el viento generado por el movimiento ahuyentó lejos a aquel aroma. Un gesto triste se dibujó en mi rostro como un descuidado bosquejo a mano alzada y salí corriendo a la ventana más cercana, dándole caza a aquel pedazo de memoria que no tenía cuerpo ni lugar.

            Me acordaba perfectamente del olor, mas era imposible reconocerlo o vincularlo a algún objeto o situación. Simplemente olía a tiempos mejores, tiempos tiernos e inocentes. Tiempos de niño. No sabía de donde emanaba aquel aroma, que planta lo producía, que manjar exhalaba ese olor al ser horneado. No sabía si era un perfume o el hedor de las heces de algún animal. Solo sabía que era lo que más quería inhalar en este momento, como si de droga se tratara. No tenía idea de donde provenía dicho aroma, pero estaba seguro que cuando lo descubriera, haría un perfume con él. No para venderlo ni nada, aunque tal vez le daría una copia a mi hermano. Tal vez no un perfume, sino un incienso, o una vela. Lo que sea que hiciera recordar.

            Abrí los ojos y caí en cuenta de que me encontraba en el jardín de la casa y que el olor se había esfumado para siempre, insípido entre los aromas propios de la primavera, bella y fantástica primavera. Pero no me desespera, ni me acongoja, por que se que el pasado siempre estará allí, en la memoria, escondido entre los archivos del recuerdo, y que algún día lograré reconocer ese olor una vez más. Y sonreí, por que quedaba mucho día por delante y el sol sobre mi piel se sentía tibio, como el abrazo de la abuela cuando me despertaba por las mañanas, cuando las gallinas cacareaban y las sopaipillas soltaban ese olor tan particular. Que gran día para comer sopaipillas.


jueves, 19 de julio de 2018

Déjame Ir


La cortina negra de mis párpados se levanta para ver la tenue luz del parque, agazapado entre las nubes de invierno y la sonrisa de una luna traviesa. La noche es confusa, como siempre, y el ensordecedor ruido de tus latidos retumba en mis odios. La banqueta que antes parecía de fierro ahora es cálida y reconfortante, tus manos suaves sostienen mis pesares entre palabras de cobijo, de aliento. Mi rostro se pierde entre el algodón de tu blusa y la costura de tu cuello, el collar que jamás te quitas deja una marca en mi mejilla. Como un niño atribulado dejo caer mis penas entre sollozos quejumbrosos y una mirada triste, agotada de una vida necia, incierta e inocente. Cuantas palabras has de gastar en mi para que las dos piezas de mi corazón se fundan en un abrazo íntimo y eterno. Todo por qué un ingenuo cruzó su camino tormentoso con los girasoles de tu sendero amarillo y esperanzador. Cuanta paciencia se le puede exigir a una misma persona y de que forma recompensarla por tanto tiempo perdido. Un merodeador del pensamiento y vagabundo del vocabulario, jamás terminé una idea por qué siempre se agolparon otras, y a estas las siguientes, una y otra vez, hasta que todo pierde sentido y terminamos bajo las astronómicas luciérnagas y su nostálgico titilar. 

Mis pulmones bailan un bolero con los tuyos, y tomados de las manos se hinchan de calor, y todos juntos dejan salir el aire de los cuerpos en un grito callado para los oídos ajenos. Solo tú escuchas mi pena, solo yo entiendo tu desconcierto. Las cosas no son lo que parecen y la confusión se viste de costumbre para hilar una fibra más en el manto oscuro de la noche, que vela por nuestro sueño. Una estrella se asoma curiosa entre los árboles semidesnudos para preguntar si estamos bien. Yo estoy bien, y tu de maravilla, pero algo dentro de mí se siente incompleto, algo dentro de ti no libera los pesares que se agarran del nudo que se alojó en tu garganta. Si solo supieras lo que yo pienso, si solo dijeras lo que tú sientes. Si solo fuésemos distintos y la hora fuese a la tarde, o incluso de mañana. Pero hoy ya es de noche, tu eres tú, yo soy yo, y ya nada importa porque la vida es un enredo de cables y sensaciones. Reglas tácitas aceptadas por todos y seguidas por nadie. Quiero gritar a los cuatro vientos lo que siento, pero tengo miedo de lo que pienses de mi. Me aterra que me olvides por decir algo ligeramente inadecuado.

Mis brazos descansan sobre tu cuello ataviado de dudas, y lo decoran como una bufanda hecha de carne y pena. Las estrellas se mueven lentamente con el tiempo y los árboles se acurrucan unos sobre otro, enternecidos por la escena que se desarrolla sobre sus raíces. Tu rostro indescriptiblemente triste me rompe el corazón y solo puedo pensar en palabras que no mejorarán la situación. Mi lengua intenta gesticular una disculpa y solo me ahogo con mis emociones. Una lágrima se escapa de tus ojos entrecerrados y recorre tu mejilla, luego la mía. Tu corazón palpitante suena agotado y el mío yace muerto junto a ti. Una leve brisa peina el césped que se extiende bajo nuestros pies como una alfombra y un escalofrío recorre mi espalda. Los pelos de mi brazo se erizan, pero no es por el frío. Un sollozo se escapa de tus apretados labios y se lleva mi alma al silencio eterno. 

Llega un auto y hace cambio de luces. Es para ti, debes irte ya. Posas tu mano sobre mi rostro y cierras mis ojos de niño. Me aprietas fuertemente contra tu pecho y el olor de tu perfume me invade por una última vez. Levanto el rostro solo para encontrar una oscura mancha de llanto en tu hombro, y mi corazón se rompe a llorar, como un crío que ha perdido a su madre antes de entender que la muerte es parte del camino. Te miro a los ojos a través de las lágrimas que se acumulan como pasajeros intentando bajar de un atiborrado autobús. Me miras mordiéndote el labio y apretando tu alma para que no escape en un llanto desconsolado. La vida sigue y nada más. Te levantas y esperas a que yo haga lo mismo, pero yo no me quiero levantar. Hacerlo significa dejarte ir, soltarte de mi vida, sería como perder un brazo, una pierna. Es como olvidar mi corazón. Me pones una cara acomplejada, pidiéndome por favor que no lo haga más difícil de lo que ya es, y solo por que te quiero mis piernas se recogen para erguirme acabado, derrotado.  

Te acompaño hacia el auto estacionado y llevo tu maleta, como si fuera mi último castigo. Yo, el que menos quiere que te vayas, te despido y te ayudo a cargar tus recuerdos en un viaje del que nunca más sabré nada. Junto al frío invierno, me das un gélido beso en la mejilla y tomas mi mano por última vez. Tus manos están cálidas como siempre, pero tiemblan, tiritan junto con tu voz. Tratas de decirme algo y no logro entender nada. Tu voz se corta como nuestra vida juntos, el llanto se trabaƒ en tu garganta y antes de que un grito acongojado se escape de tu boca, te doy un último abrazo y sostengo tu alma en mis brazos. No dejaré que te vayas con una lágrima en la garganta ni con una pena en los ojos. 

Cuídate mucho, y que tengas un viaje tranquilo, dije, comiéndome toda la pena que la vida permite a un hombre soportar. Tus ojos enrojecidos se enternecieron y comprendieron, una última vez, que yo era para ti tanto como tu lo eras para mi. Pusiste cara de decidida, como tratando de convencerme de que todo iba a estar bien. Cuánto te conozco. Posé mi mano firme y delicadamente sobre tu mejilla y con el pulgar te acaricié una última vez. Tomaste mi mano y la retiraste, suavemente. Me diste las gracias por todo el tiempo juntos y me deseaste lo mejor en mi vida. Me recordaste que debo comer sano y pasear con mi perro, pues eso me hará bien. Yo te dije que te amaba. Me respondiste que lo sabias. Yo se que lo sabias. Cerraste la puerta del auto y esas siempre serán las últimas palabras que escucharé de tus labios. Tristemente, eso también lo se.