miércoles, 15 de agosto de 2018

Aroma de Invierno


 La madrugada me despierta junto con el final fatal de aquel sueño que venía saboreando desde anoche. Un olor adormilado se camufla entre los tonos oscuros de ese típico aroma de quienes aún no han quitado las lagañas de sus ojos ni levantado los corazones de las tibias y arrugadas sábanas. Un silbido se confunde con los cantos armoniosos de aquellas tímidas aves, invisibles al ojo de quien se guía por el oído y el destino. Aunque las frazadas son cadenas y la cabeza pesa como un yunque atado al cuello, el movimiento mecánico de sentarse al borde de la cama y estirar los brazos de manera hollywoodense es inevitable, junto al infaltable bostezo lleno de sonido y técnica. Se gira el cuello en noventa grados y los pies empiezan a restregarse las hormigas que se alojan desde anoche entre los dedos. Es hora de levantarse.

            Terminado el romance con las sábanas, el sol continúa su día sin preguntar nada a nadie y olvidando la parafernalica tradición de saludar a todos a su paso. Un simple hola general basta para todos y contento sigue su camino, movido por la inercia del despertar. Bajo la escalera lentamente y poso la mano sobre el blanco cielo falso que cubre el horizonte. Me apoyo en la baranda para no perder el equilibrio y con una pirueta extraña aterrizo sobre el mismo pie que dio inicio a la ejecución de tan poco ortodoxa acrobacia. Abro la puerta a mi izquierda y la vida sonríe con una mueca confusa e improvisada. Honestamente no esperaba que estuviera despierto desde tan temprano.

            Justo antes de dar el primer paso dentro del hall que da lugar a la entrada de mi hogar, siento aquel olor único, inconfundible. Un olor que reconocía con tremenda facilidad, un aroma al cual estaba absolutamente acostumbrado. Si, estaba seguro que de eso se trataba. Ese olor a infancia, a juego, a nostalgia y melancolía, a pasado pintado de ocre y sepia. Abrí raudamente la puerta de la cocina y el viento generado por el movimiento ahuyentó lejos a aquel aroma. Un gesto triste se dibujó en mi rostro como un descuidado bosquejo a mano alzada y salí corriendo a la ventana más cercana, dándole caza a aquel pedazo de memoria que no tenía cuerpo ni lugar.

            Me acordaba perfectamente del olor, mas era imposible reconocerlo o vincularlo a algún objeto o situación. Simplemente olía a tiempos mejores, tiempos tiernos e inocentes. Tiempos de niño. No sabía de donde emanaba aquel aroma, que planta lo producía, que manjar exhalaba ese olor al ser horneado. No sabía si era un perfume o el hedor de las heces de algún animal. Solo sabía que era lo que más quería inhalar en este momento, como si de droga se tratara. No tenía idea de donde provenía dicho aroma, pero estaba seguro que cuando lo descubriera, haría un perfume con él. No para venderlo ni nada, aunque tal vez le daría una copia a mi hermano. Tal vez no un perfume, sino un incienso, o una vela. Lo que sea que hiciera recordar.

            Abrí los ojos y caí en cuenta de que me encontraba en el jardín de la casa y que el olor se había esfumado para siempre, insípido entre los aromas propios de la primavera, bella y fantástica primavera. Pero no me desespera, ni me acongoja, por que se que el pasado siempre estará allí, en la memoria, escondido entre los archivos del recuerdo, y que algún día lograré reconocer ese olor una vez más. Y sonreí, por que quedaba mucho día por delante y el sol sobre mi piel se sentía tibio, como el abrazo de la abuela cuando me despertaba por las mañanas, cuando las gallinas cacareaban y las sopaipillas soltaban ese olor tan particular. Que gran día para comer sopaipillas.


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