miércoles, 21 de marzo de 2018

Martín Pescador



Doy vuelta la cabeza y no veo nada, nadie, solo polvo de vida, un ruido lejano. Un saludo cuelga de una nube sobre mi cabeza. Luces de neón se despiden mientras paso, agitan sus colores con reprobación. El aire en la cara me da sueño, me hace sentir que vuelo. Puedo volar. Mis pies se agitan como banderas ondeando al ritmo de la brisa. El cielo se ve tan celeste, tan celeste. Tanto color puro, la vida se siente frenética. Mi polera se hincha como un globo de cumpleaños y mi pelo se peina con el viento. Lagrimas escapan de mis ojos y caen hacia arriba por la velocidad de mi marcha. Vuelo como un Martin Pescador, al acecho, decidido y dispuesto.

            Miro mis pies y los ladrillos que pisan, que pasan, saludan y se van en un mismo momento. Cierro los ojos, todo va tan rápido. Va rápido como un deseo, como un sentimiento, como un grito ahogado, como un nanometraje resumiendo mi vida. Los juegos que hacíamos de niño con los típicos amigos del barrio. Goles en arcos de piedra, gritos eufóricos callados por la noche. Caminatas por el rio, risas de niño, ojos expresivos, ojos de adulto llenos de inocencia. Cada recuerdo es una fotografía, como un puñal, como una polaroid incansable, hambrienta. Marcos refinados resaltan los juegos, los bailes, los gritos, sonrisas, llantos. De niño y adulto. Penas, traiciones, malas pasadas. Hago memoria de lo malo que he hecho, que no es poco. Hago memoria de las cosas por las que nunca me hice responsable. El reflejo de filos incrustados en las espaldas me enceguecen mientras escucho un grito en el cielo. Ojos blancos y avidriados.

Veo mis recuerdos como burbujas escalando en un vaso de cerveza, desnudándome, pidiéndome olvidar, rogándome. Pero no quiero, no soy así. Hay mucha risa, mucho encanto. Abrazos apretados, despedidas, reencuentros. Sentimientos. No quiero olvidar. No quiero olvidar absolutamente nada. Ni lo bueno ni lo malo. No quiero olvidar como se veía mi abuelo dentro de su ataúd, vistiendo ese traje tan elegantemente absurdo. No quiero olvidar el olor del pasto recién cortado, el olor de la tierra mojada después de jugar con mis amigos. Los retos de mi mama por jugar en el barro. Los colores de Monet, las palabras de Neruda, los sonidos de Charles Mingus, los consejos de mi mamá, las bromas de papá. El quebrado humor de mi hermano, el cariño furtivo de mi hermana. Mis perros. No quiero olvidar a mis perros.

Abro los ojos y no veo más recuerdos, más memorias. No hay fragmentos, solo silencio. Frío y escandaloso silencio. El silencio ensordecedor de una caída al vacío. Ya no quiero caer. No quiero caer. ¡No quiero caer! No quiero sacudir el frío pavimento y ser recordado como un quebradizo sonido sobre la acera. No, olvídenlo. No quiero caer. Los ladrillos corren al frente mío y el cielo cada vez esta más lejos. Cada vez que paso por una ventana veo el reflejo de un hombre desesperado, arrepentido, atrapado. La silueta que se dibuja sonríe, me mira con desdén y murmura un “te lo dije”. Lo odio, lo odio ¡Lo odio! Odio todo esto. No quiero volar más, por favor que alguien me detenga, que alguien pare este viaje interminable, esta tortuosa caída. Cierro los ojos para escapar de la realidad , pero solo encuentro mas excusas para vivir. Familia, amigos, compañeros, risas. Cantar. Como adoro cantar. No es que sepa hacerlo, pero me encanta sentir la pasión escapar de una garanta chueca por tanta nota desafinada. Trato de entonar una melodía, pero me traiciona el aire, me ahoga la velocidad, me cansa el vértigo. Todo alrededor mío es aire.

No logro recordar cuantas ventanas han pasado. ¿Seis? ¿Diez? Ni siquiera pensé en esto cuando llegue arriba. Debería haber contado los pisos. Esto me pasa por subir la escalera. Al menos eso valió la pena, el amanecer estaba precioso, una crema celeste salpicada de amarillo y caramelo. Las nubes solo contrastaban los colores y hacían de la vista una fotografía invaluable. Miro hacia el suelo y parece que ya esta cerca. Ya no queda nada que agregar. Subí por un paisaje y bajo por un impulso. Solo eso bastó. Que frágiles somos. Un pensamiento, una idea, un recorrido por los vacíos que aquejan el alma. Si ella nunca se hubiera ido. Si él estuviera a mi lado. Si hubiera dicho que si a esto o aquello. Ya no importa nada. Miro el pavimento y noto que no hay nadie. Mejor, así nadie se vera arrastrado junto conmigo. Eso seria una tragedia. Cierro los ojos una vez más y espero que sea la ultima vez que lo haga.

Nunca nadie dice que los últimos metros son los más largos. La impaciencia me ganó la pulseada y abrí los ojos. A estas alturas ya solo quiero terminar de caer y acabar con esa tortura de caída. Cada ladrillo, cada marca, cada vidrio me recuerda a alguien distinto, algo que me faltó hacer, un perdón que por orgulloso nunca pedí, un gracias que nunca me había dado cuenta que faltaba. La verdad es que nunca me preocupe mucho de eso, siempre asumí que tendría tiempo. Que ingenuo, traicionado por mis propias emociones, por encerrarlas bajo candado y perder la llave. Al final, lo único que me llevo es el arrepentimiento. Ya no queda nada y veo como se aproximan los últimos ladrillos. Puedo oler el alquitrán de la calle y el polvo me hace querer estornudar. Solo siete ladrillos más. Cinco. Cuatro. Ahora solo dos. Uno.

Un gritó me levantó de la cama. Son las doce de la tarde y el sol ya se cuela entre la cortina. Siento la boca seca, mis manos tiritan y siento un mareo insoportable. Traté de levantarme pero mi cuerpo se reusó a hacerme caso, cayendo postrado de espaldas sobre la cama. Había sido todo un sueño. Una simple, confusa e hiperrealista pesadilla. Me restregué los ojos con unas manos empapadas de sudor frío. Cerré los ojos un minuto e intente pensar en todo lo que había soñado. Todo era muy extraño, muy real, muy vivido. Recordé el grito que me despertó y me di cuenta que era yo mismo, gritando desesperado, lleno de miedo, pena y decepción. Era un grito pidiendo perdón.

“¡Tomás!, levántate ya que son las doce de la tarde y tienes cosas que hacer” – gritó una voz desde afuera de mi habitación.

Lleno de pereza, tomé lo que me quedaba de voz y respondí -“Dame cinco minutos más, quiero ver en que termina el sueño”.

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