Hasta haber amado a un
animal, una parte del alma permanece dormida. No es sino hasta que este ser
vivo entra en la vida propia que se despierta este pequeño cuarto en el corazón
propio, una ventana del alma se abre y deja entrar el sol por donde antes solo
había tabique. Puede ser un gato, un perro, un conejo. Algo más grande incluso,
como un caballo o un elefante. Conozco jinetes cuyos corazones saltan y galopan
a la misma frecuencia que el de sus compañeros equinos. Más de una vez he
escuchado como en suave ronroneo ha hecho vibrar el alma de una persona.
Incluso aquellos que desprecian los animales se ven enternecidos por un zorro
juguetón, por un pájaro cantor o un perro curioso. Como no amarlos con la vida
propia, seres tan puros, tan honestos.
Como no morir de risa al ver una sala toda desordenada, hecha un desastre, y un perro, escondido, avergonzado, en la esquina, intentando evitar el inevitable regaño que el sabe que tiene merecido. No todos los animales son iguales, por cierto. Vemos como los gatos no se inmutan frente a sus fechorías o como se vuelven seres invertebrados a la hora de amagar una caricia. Como no odiar y amar al mismo tiempo su alta traición al mordernos mientras acariciamos su barriga. Como no reírnos de las reacciones de los asustadizos conejos, o los divertidos gestos de los hámster y ratones. Hasta los murciélagos son criaturas llenas de ternura mientras de desperezan el sueño del rostro.
Pero como todo en la vida, un pedazo de nuestra alma nunca logra sobreponerse a la pérdida de un compañero. Ese perro fiel cuyas piernas agotadas dijeron basta y su rostro cansado daba señales de pena. Pena por traicionarnos, pena por no poder estar para siempre con nosotros. Pena, por que sabe que moriremos de pena por su culpa. Ese gato que huyó sin despedirse, seguro de que así evitaría a su familia el dolor de verlo envejecer. El canto cansado de un canario cuyos colores se han gastado con el tiempo. La vida es efímera por naturaleza, y hemos sido malditos con una endemoniadamente larga vida, en comparación con nuestros siempre fieles compañeros.
Tranquilos, no desesperen, pues es lo último que sus mascotas querrían que hicieran. El amor que le era propio, están dispuesto a ofrecerlo a otro, a compartirlo, a entregar parte de esa habitación en el corazón de sus dueños para que otro pueda disfrutar. Ellos nos quieren felices, nos quieren contentos. Ellos nos quieren sobre todas las cosas, con amor del que solo un animal puede entregar. Inocente, verdadero, entregado totalmente. ¿Cómo podrían descansar en paz sabiendo que su compañero de vida no lo está? Ellos son mejores que nosotros, pues quieren incondicionalmente. Ellos son máquinas de amar, y nosotros no somos nadie para rechazarlos
Como no morir de risa al ver una sala toda desordenada, hecha un desastre, y un perro, escondido, avergonzado, en la esquina, intentando evitar el inevitable regaño que el sabe que tiene merecido. No todos los animales son iguales, por cierto. Vemos como los gatos no se inmutan frente a sus fechorías o como se vuelven seres invertebrados a la hora de amagar una caricia. Como no odiar y amar al mismo tiempo su alta traición al mordernos mientras acariciamos su barriga. Como no reírnos de las reacciones de los asustadizos conejos, o los divertidos gestos de los hámster y ratones. Hasta los murciélagos son criaturas llenas de ternura mientras de desperezan el sueño del rostro.
Pero como todo en la vida, un pedazo de nuestra alma nunca logra sobreponerse a la pérdida de un compañero. Ese perro fiel cuyas piernas agotadas dijeron basta y su rostro cansado daba señales de pena. Pena por traicionarnos, pena por no poder estar para siempre con nosotros. Pena, por que sabe que moriremos de pena por su culpa. Ese gato que huyó sin despedirse, seguro de que así evitaría a su familia el dolor de verlo envejecer. El canto cansado de un canario cuyos colores se han gastado con el tiempo. La vida es efímera por naturaleza, y hemos sido malditos con una endemoniadamente larga vida, en comparación con nuestros siempre fieles compañeros.
Tranquilos, no desesperen, pues es lo último que sus mascotas querrían que hicieran. El amor que le era propio, están dispuesto a ofrecerlo a otro, a compartirlo, a entregar parte de esa habitación en el corazón de sus dueños para que otro pueda disfrutar. Ellos nos quieren felices, nos quieren contentos. Ellos nos quieren sobre todas las cosas, con amor del que solo un animal puede entregar. Inocente, verdadero, entregado totalmente. ¿Cómo podrían descansar en paz sabiendo que su compañero de vida no lo está? Ellos son mejores que nosotros, pues quieren incondicionalmente. Ellos son máquinas de amar, y nosotros no somos nadie para rechazarlos