La
esperanza son las cosas con plumas que se posan en el alma. Descansan su
revoloteo en las raíces del hombre y calman el sentimiento natural de
incertidumbre, de desconfianza. Acobijan entre sus alas el corazón de los
maltrechos, los heridos, los cabizbajos. Guardan en su pecho las asperezas de
la piel y las cicatrices del corazón. Escuchan con cuidado los pensamientos que
gotean desde los ojos, y recogen las migajas que se nos caen al andar. Nos
entregan el tibio sentimiento de que mañana saldrá el sol, y que con sus rayos
se llevará la oscuridad. Nos enseñan que incluso en el negro manto de la noche
se encuentran cocidos botones de luz, que guían nuestro camino como un sendero
titilante.
La
esperanza descansa acurrucada a nuestras costillas, se alimenta de los nudos
que se atoran en la garganta y los sollozos acallados por los que han sido
llamados débiles. Se deja ver luego del naufragio, como un salvavidas, cuando
en realidad siempre ha estado allí, esperando pacientemente el momento
reflexivo y determinante, dejando a sus alas argentadas alzar vuelo y llevarse
lejos las tribulaciones propias de los confundidos, los inseguros, los
corazones resquebrajados.
Somos lo
que la vida trajo, y la esperanza lo que nos alienta, somos viento y marea, una
ola empedernida, un rastro en la orilla, un mensaje único. Somos polvo de
viento, dejando una estela al paso, un sendero, estrellas alineadas en un
sentido. Somos nuestras cicatrices, los dolores, las penas y las rabias. Somos
risa, llanto, cariño. Somos un abrazo apretado, una mirada fija. Somos una
lagrima descarriada, un puño firme. Somos lo que somos, y lo seguiremos siendo,
hasta que nuestro ser deje de ser si mismo, y solo seamos polvo de viento en la
memoria de todos. El eco de las olas rompiendo contra la costa y volviendo al
origen. En ese momento, seremos recuerdos, seremos historia. Seremos eternos.
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