viernes, 25 de octubre de 2019

Desayuno a la Cama


El sol abre sus pestañas con pereza y a poco casi se le olvida salir esta mañana. Se saca las lagañas y dispone a prepararse para un nuevo día, mientras cuela entre las persianas de la ventana un leve rayo de sol, que me calienta la nuca y el corazón. Con la misma pereza que la del astro fulgurante, levanto la cabeza lentamente y abro un ojo, como tratando de comprobar si realmente ya es de día. Con un movimiento letárgico, paseo mi brazo por las blancas sábanas, haciendo un ruido al rozar la piel con la tela, todo para revisar mi celular en un torpe movimiento y ver que hora es. Cinco para las diez, y todos lo planes que había hecho ayer antes de sumirme al sueño se fueron al carajo. Poco importa ya. Giro mi cabeza y la miro a ella. Su pelo corto, ayer tan comportado, hoy le tapa parte del rostro como si de un velo se tratara, todo esto mientras un brazo mío se encuentra entrampado bajo el peso de una cabeza que sueña quien sabe que fantásticas fantasías. Es como si nuestras cabezas pesaran más al dormir, como si la imaginación nos cargara de colores, rostros y realidades increíbles para luego ser olvidadas breves momentos después de despertar.

Con el brazo que sostenía el teléfono ahora le hago un leve cariño en su espalda, pues le gusta dormir boca abajo. Una sonrisa se dibuja en su rostro y el rayo de sol ya no es lo único que entibia mi corazón. El leve sonido del roce de nuestras pieles trae flashbacks de la noche anterior, de la cual recuerdo sólo pasajes, cortesía del alcohol y los excesos. Bailar bajo una luz azul intermitente, tomar una piscola junto a otras personas cuyos rostros tendré que reconstruir más adelante. Pasar a comer algo en un local de comida rápida. Recuerdo haber reído mucho. Y después terminar en su departamento, perder las ropas más rápido que la conciencia y caer en un nudo eterno sobre la cama, para despertar tal como lo hicimos hoy, amarrados.

Observo por las rendijas de las persianas, devolviéndole la mirada al sol, y veo como entre los verdes árboles primaverales, una tórtola se posa delicadamente sobre un nido y descansa sus alas exhaustas. Siempre han sido una buena señal los pájaros, o al menos eso siempre he creído. El sol me empapa de calor y la tranquila respiración a mi lado solo aumenta la calma con la que todos quisiéramos despertar a diario. Reconfortante, sin lugar a dudas, es sentir el cariño y la confianza en la respiración del otro. Y así fue como ella abrió sus ojos y un color entre miel y avellana irradió vida a mi día, como si de un caleidoscopio se tratara. “Hola” me dice, con una voz somnolienta y aún dormida, con un descaro solo comparable a su ternura, como si no supiera perfectamente todo lo que hicimos ayer. Acto seguido, da un leve bostezo y una mirada de vergüenza por dejarme ver algo tan intimo como eso. Libero mi brazo atrapado bajo su peso de manera rápida y precisa, y me ubico sobre ella con mis dos manos sosteniéndome como un péndulo sobre su cabeza. “Hola” le respondí, al tiempo que le daba un leve beso en la frente. “No te levantes, voy a traer desayuno a la cama” dije, con una voz casi heroica, a lo que ella respondió con una leve caricia en mi rostro con su mano derecha y un tierno “ya, te espero”.

Me levanté de un salto y me dirigí hacia la puerta, mientras escuchaba atrás mío como el cubrecama y las sábanas se estremecían en un movimiento envolvente, probablemente por que ella se había vuelto un capullo nuevamente para volver un par de minutos más a los brazos de Morfeo. Sonreí para mi y me pregunte si este es el tipo de felicidad de la que hablan en los cuentos de niño. Seguro que si. Ahora, ¿Serán huevos a la copa o pochados?

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