El sol se
acuesta a dormir frente a nosotros luego de un día extenuante, las estrellas
asoman perezosas, las luciérnagas de metal y vidrio encienden sus farolas
ceremoniosamente, como a quien le ha llegado su hora. Caminamos juntos en
líneas paralelas y, a pesar del roce del reverso de nuestras manos, del
jugueteo insípido con la punta de los dedos, ambos sabemos que avanzamos
condenados a no volver a cruzarnos nunca. La sonrisa cómplice de lo que pasó
esa tarde solo es un efímero recuerdo de lo que éramos capaz de hacer juntos,
de quienes fuéramos hacía meses. Las miradas clavadas en el pavimento y el
reflejo de las luminarias en las pozas de agua al costado de la calle.
Caminando cuesta arriba, buscando un horizonte que sabíamos no encontraríamos
mientras nuestros brazos se entumeciesen por cada roce, cada caricia disfrazada
de casualidad, un palpitar unísono, pero asimétrico.
Llegado a
la cima de esta tímida colina divisamos una banca donde ambos acordamos
descansar, apoyar el peso de nuestra vida sobre algo más, que no fuera el uno
ni el otro. El aire pesado solo generaba cansancio y desdén, los recuerdos de
los días más felices de mi vida eran interrumpidos por destellos de lo que
fueron los momentos más tristes. El cariño se mezclaba con rabia, la convicción
permanecía: Esto ya no funcionó. Las cicatrices, recién secas, aún no detienen
el sangrado interno de una herida tan profunda como el amor que pueden
compartir dos almas apasionadas, dos cuerpos entregados a las incertidumbres
del destino. La negligencia, la desidia con la que me trató no puedo olvidarla,
a pesar de que todo el daño fue perdonado hace ya tiempo, y desde lo más
profundo de mi ser. El perdonar no conlleva el olvido, así como el olvido no
significa perdón alguno. Una de las tantas cosas que logré aprender gracias
a ella, lamentablemente.
“Esperaba
que en algún minuto me volvieras a buscar” disparó ella, como si el hacer
sufrir a la gente se tratara de un juego. “Esperaba que después de un tiempo
todo se calmara, volviéramos a lo mismo, me llamaras y me ofrecieras tomar un
café, como no lo hacíamos hace tiempo. Yo te daría un rodeo antes de decirte
que si, por que la verdad es que moría de ganas de verte, pero no quería que lo
supieras”. Me sentía acribillado por su voz, donde cada palabra parecía una
bala de nueve milímetros atravesando mi certeza, mi corazón y mi cabeza. Por
dentro solo pedía que se detuviera, pero escuchaba como después de un breve
silencio inhalaba largo, dispuesta a decir algo más. “Hasta el día de hoy lo
espero”, remató, como quien sin piedad decide perforar el cráneo de un caballo
que ya ha cumplido su función como herramienta equina. Tuve que contener las
lágrimas mientras disimulaba mi tiritar como un efecto del frío, y no de sus
palabras. Con todas las fuerzas que logré reunir en mi disminuido cuerpo le
dije, con un hilo de voz, que la oportunidad para eso ya había pasado, junto
con lo nuestro, junto con los dolores y ese cariño que desearía se esfumara,
pero sigue ahí, tan perenne como el primer día. “Lo sé, lo tenía claro, pero no
perdía nada intentándolo una vez más” respondió ella, mientras una sola lágrima
surcaba su tierna mejilla, esa que tantas veces bese y acaricie como modo de
demostrar que sin ella mi vida estaría incompleta. El callar se hizo tan eterno
que el sol decidió despertar confundido y levantarse de su cama de montañas,
solo para darle un hermoso fin a tan terrible silencio.
Ella y yo
nos miramos y nos inclinamos para besarnos, como nuestros cuerpos pedían a
gritos, pero una ligera duda, un instante apenas, me hizo reconsiderar lo que
estaba sucediendo, echar mi cabeza hacia atrás y tratar de apartar la mirada de
sus facciones perfectas, sus ojos de envidriados, sus labios irresistibles, su
gesto desconcertado, inconsolable. Con la misma inercia del movimiento me
levante y procedí a despedirme, antes de que cualquiera de los dos entendiera
bien lo que sucedía. Le di un abrazo apretado, uno honesto, esos que en algún
minuto dijo que me caracterizaban. Y cuando disponía a dar media vuelta y arrancar
cobardemente, ella tomó mi brazo con fuerza, con un nudo en la garganta y una
lágrima confundida colgando de su pupila. Susurrando, con lo que le quedaba de
aliento, me dijo que aún me amaba, que no se perdonaba haberme hecho soportar
su falta de querer, que las cosas podrían ser distintas si le daba una sola
oportunidad más. Mi cuerpo quedó paralizado, y solo pude tomarle su mano con
delicadeza y cariño, darle un beso en la frente y decirle que le deseaba lo
mejor en su vida. Jamás pensé que existieran palabras que pudieran desgarrar
una garganta por dentro.
Bajé la
colina sin mirar atrás. Estábamos prácticamente afuera de su casa, por lo que
no me preocupe de verla cruzar el pórtico. Ya era de día, pero no sentí calor
alguno. No llovía, pero sentí como gotas de agua me empapaban el alma. Llegue a
mi auto y descanse la cabeza sobre el volante, con los ojos cerrados y las
manos apoyadas en el tablero, suspendido sobre el vacío que se presentaba
frente a mi. El teléfono se sincronizó a la radio y empezó a sonar mi canción
favorita, y me acorde de su rostro apenado. Todo lo que me gusta, hoy me
recuerda a ella, por haberlo compartido tanto tiempo, tan enserio, con tanta
pasión. No me arrepiento de nada, pero tal vez las cosas habrían sido mejor de
otra forma. Enciendo el auto y canto el coro de esa canción que tanto nos
gustaba, que tanto me gusta. Acelero y me dirijo a mi casa, directo a mi cama,
a caer dormido. Fue un atardecer precioso, una noche encantadora y un amanecer
de ensueño. Me apena pensar que si no hubieses sido tu, si no hubiese estado
yo, si no fuésemos los mismos, habría sido una velada perfecta para alguien
más, para otra pareja con energías para quererse, otro banco en la misma noche
y el mismo lugar.