En mi lecho observo
por la ventana como el sol me saluda cordialmente, se quita el sombrero y nos
damos los buenos días en un gesto cómplice. Sólo él sabe las veces que me
lastimé el corazón, las veces que dejé que el tiempo me perforara el torso sin
piedad, carcomiendo la carne gangrenada desde mi corazón hacia afuera. Él me
conoce, y lo conozco, o al menos eso creo. Siempre que salgo a correr un rato,
el sonríe, por que sabe que llevo el corazón en la mano y una lagrima en la
cabeza, que de a poco baja junto al cansancio y la adrenalina, hasta terminar
cicatrizando un pedazo de la herida que me cruza el alma. Son tiempos de sanar,
de ser luz.
“Esa es mi
revolución. Llenar de amor mi sangre, y si reviento, que se esparza en el
viento el amor que llevo dentro”. Tarareo el son marcado por una época oscura
que hoy veo lejos, iluminada por una claridez que en esa época añoraba tan
intensamente. Pensar que si la luz de hoy me hubiese alcanzando entonces,
probablemente habría quedado ciego. Tiempo al tiempo, y todo en su momento.
Antes pensaba que corría para huir de mis problemas, subía cerros para alejarme
de todo, recorría kilómetros para perder los miedos, el dolor, a mi mismo. Hoy
me doy cuenta que nunca camino solo, mi historia siempre me acompaña, soy parte
de mis buenas y malas, pese a quien le pese.
La luna me vio
llorarle más de una vez, con angustia, con rabia, confundido. Tal vez no lloré
tanto como otros, pero esas lágrimas eran mías, nacidas de mi garganta,
dolientes y espinadas. Y hoy me rio fuerte, respiro profundo después de tanto.
Cambia el rumbo el caminante, cambia el nido el pajarillo, cambia el más fino
brillante, cambia todo cambia. Hoy miro la luna desde la cima de un cerro que
conozco como la palma de mi mano, me doy el tiempo de observarla y verme en el
reflejo de su luz blanquecina. Un pequeño tesoro en lo vasto del cielo
metropolitano.
Y perdonen si me
extiendo una vez más, me gusta estar acá, estar así, quererme aquí. Todo esto
pasará, lo se, conozco lo inevitable de la inercia propia de la vida, los
caprichos de las hilanderas. Pero hoy estoy, y dejo que la brisa me acaricie la
cabeza, como un padre orgulloso o una cariñosa madre. Creo que al final, el
mejor tesoro es vivir tan intensamente que, al momento de despedirnos para
siempre, la muerte no tenga nada que llevarse.
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